Narcisos sin espejo

Sobrecargamos la educación, bajo una sorprendente e inconfesada visión religiosa de la esperanza, de todos aquellos problemas que no somos capaces de solucionar fuera de ella o bien ante los que nos mostramos irresponsables y no queremos asumir por su dificultad y exigencia, sus riesgos, sus pérdidas, o simplemente por ignorancia e ineptitud.

 

Yeray Rogel Seoane

Demasiado a menudo olvidamos que la paz en Europa no es más que la antigua y conocida huella de la guerra, las ascuas de la violencia en espera de la mortecina llama, que le da a la paz
su condición de fragilidad y candor, y por qué no decirlo, también una extraña belleza relacionada con la contingencia. La Unión Europea no nació de un espíritu abierto, racional y pacífico, ni de un solemne pacto colectivo entre libres e iguales para conformar una comunidad política plural, sino que surgió como un equilibrio de debilidades entre distintos Estados nacionales fruto del cansancio de las hecatombes y el traumático rechazo de la calamidad vivida. De ahí el intento de jurarse que otro mundo es posible. Fue necesario, como para todas esas desdichadas criaturas que solo aprenden del dolor y la desolación, el desastre total del siglo XX para que el Viejo Mundo encontrase ese orden, seguridad y estabilidad (y que solo un bobo confundiría con la virtud pública) a costa de generar el caos en su política exterior. Sin las dos guerras mundiales y su cortejo de horrores jamás habría germinado esta aspiración liberal a la paz que se confunde con la legítima, pero cínica aspiración al descanso y al olvido. Hemos pasado en el proceso de civilización por muchos estadios, desde el salvajismo colonial y los totalitarismos al tiempo de la indolencia y la acidia consagrada en los estados del bienestar con su doble y ambivalente conciencia de confort y precariedad. Probablemente los europeos seamos como bien dice Gregorio Morán unos narcisos sin espejo, en busca permanente de un consuelo y obsesionados por encontrar un reflejo de nosotros mismos que no nos aflija de vergüenza por la saturación de muertos y por la intemperancia criminal en el interior y exterior del continente. Tal vez nos hayamos vuelto calmados, pero es una calma de bestias ahítas, cansadas de carnicerías, resignadas a la mentira política y la abulia, y a los proyectos de menor envergadura política cuando no de resignada impotencia y abandono. Ese es el suelo europeo de cenizas donde hemos enterrado nuestros viejos fantasmas, todavía embrujados y por exorcizar. Y parece que hoy reviven: el nacionalismo étnico, el irracionalismo y oscurantismo de la reacción, y los anhelos imperiales decadentes. Hoy esa frágil paz se ha roto con desgarro, y estamos desorientados. ¿Acaso no lo estamos viendo con la invasión rusa de Ucrania y la pugna por un nuevo orden mundial? ¿Acaso no es Ucrania un juguete sacrificial en manos de la oligarquía norteamericana, la OTAN, y la tiranía rusa en esta mascarada trágica?

En más ocasiones de las que nos gustaría, admitir la fuerza de las convicciones políticas es
proporcional al autoengaño personal y moral sobre uno mismo. Uno de los mayores
autoengaños convertidos en sólida convicción es el mito de la educación como institución redentora y fundacional de la humanidad, interpretada en términos pedagógicos como el laboratorio social más eficiente y perfecto donde resolver todos los conflictos políticos y suprimir las desigualdades sociales. Sobrecargamos la educación, bajo una sorprendente e inconfesada visión religiosa de la esperanza, de todos aquellos problemas que no somos capaces de solucionar fuera de ella o bien ante los que nos mostramos irresponsables y no queremos asumir por su dificultad y exigencia, sus riesgos, sus pérdidas, o simplemente por ignorancia e ineptitud. Por cierto, estas últimas operan en secreta complicidad con el mal. La educación vinculada con la regeneración social es una vieja idea ilustrada, malinterpretada tanto por la izquierda progresista cuando lo plantea como utopía, como por la derecha liberal al plantearla como mito. De hecho, no existe mayor diferencia en el proceso de confección entre mito y utopía que la dirección en la que situamos la edad de oro soñada: el mito sitúa la plenitud en un orden perdido en el pasado, dispuesto a ser recuperado, mientras que la utopía lo sitúa en el futuro, en una especie de cielo prometido y protector en el horizonte emancipador. Ambas formas de pensamiento irracional, al plantear ficciones trascendentes, anulan toda capacidad autocrítica y ocultan la necesaria conciencia del límite; tal parálisis intelectual conduce a sintagmas tan ingenuos y pueriles como la identificación entre educación y paz, o educar en la paz, o una educación por la igualdad.

Esta lúcida cita de Simon Leys en su excelente Brevario de saberes inútiles puede ser ilustrativa y venir en mi ayuda: «La exigencia de igualdad es noble y debe apoyarse plenamente, pero dentro de su propia esfera, que es la de la justicia social. No tiene ningún espacio fuera de ahí. La democracia es el único sistema político aceptable; pero concierne exclusivamente a la política, y no tiene ninguna aplicación en ningún otro campo. Cuando se aplica en cualquier otro sitio, significa la muerte, porque la verdad no es democrática, la inteligencia y el talento no son democráticos, ni lo es la belleza, ni el amor, ni la gracia de Dios. Una educación democrática de verdad es la que prepara a la gente intelectualmente para defender y promover la democracia dentro del mundo político; pero la educación, en su propio campo, debe ser implacablemente aristocrática e intelectual, debe estar enfocada sin el menor pudor hacia la excelencia”.

René Char condensó en este aforismo: “Nuestra herencia nos fue legada sin testamento
alguno”, no solo lo esencial de lo que cuatro años en la Resistencia habían llegado a significar para toda una generación de escritores y hombres de letras europeos ante el colapso de Francia y el vacío que de un día para otro había dejado en la escena política de su país la ocupación alemana, dejando a la población a merced de las macabras bufonadas de los nazis y algunos bellacos colaboracionistas. Sino que condensó el verdadero sentido de la educación: orientar en un mundo donde, a pesar de la luz, no hay garantías y predominan los tiempos de oscuridad. Sin esperar la resolución absoluta y sin fisuras de las contradicciones de la realidad, ni la supresión de los conflictos morales y políticos que promete el mito educativo. En nuestra época se ha producido una perversa inversión del sentido en la función educativa ya que esta no debería ser el punto de llegada sino el de salida: el medio en que legamos y recogemos la traición científica y humanística a través de la transmisión rigurosa de conocimientos para interpretar e iluminar el mundo. Sabemos que la historia y la naturaleza son un juez implacable, muchas de las tragedias de la condición humana vienen tanto de la desorientación política e incapacidad para gestionar la incertidumbre (el azar) como de nuestra constitución física y cognitiva (la biología, que también es azar). Nuestro cuerpo es una disposición extraordinariamente improbable de la materia, dominada totalmente por la contingencia, de modo que son muchas las cosas que pueden ir mal, y muy pocas aquellas que pueden ir bien. Lo raro es estar vivo. Tenemos la suficiente inteligencia para conocer la certeza de nuestra mortalidad y tomar desgraciada conciencia de ello. Nuestro cerebro está adaptado a un mundo que ya no existe, las sociedades primitivas de cazadores recolectores, y es proclive a malentendidos en el mundo moderno que solo se pueden corregir mediante una ardua educación que además está condenada a la perplejidad e inseguridad ante las preguntas más profundas que podamos extraer de la tradición u otras nuevas que podamos considerar. Finalmente, al educar deberíamos atender más a esta extraordinaria complejidad objetiva que a los mitos redentores y purificadores de la humanidad.

Recordemos el impacto de las grandes transformaciones históricas. Recordemos la Transición. De la dictadura a la democracia; del Estado Nación al mundo global; de la realidad analógica al híbrido digital; de la medicina a la terapia genética; del rosario y la sotana a la love pilule. Y ahora la guerra en Ucrania. En todo tipo de transición la educación juega un papel fundamental en la orientación y comprensión de la realidad para introducir a los jóvenes, los futuros y maduros ciudadanos, en la permanente novedad del mundo, sus riesgos y sus peligros. No para que salgan de la escolaridad seguros de sí mismos, puros y nobles moralmente dispuestos a la perfección y la plenitud en sus vidas, sin heridas en su incipiente memoria y sin las primeras frustraciones aprendidas en la adolescencia, con todas las respuestas sobre el mundo y resueltos sus dilemas íntimos o de conciencia, sino preparados precisamente para iniciarlos y afrontar la naturaleza imperfecta de la realidad, y la suya propia. Casi todo en nuestra vida es una desagradable expectativa no consumada. Y aún me temo que estemos en la peor de las transiciones, que sea la de la vida a la muerte. ¿O acaso no tendría razón Wittgenstein al escribir en sus perturbados diarios que la muerte no forma parte de la vida?

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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