¿Es necesario aprender a leer?
En ocasión de la recepción del premio Heinrich Böll que le otorgó la ciudad de Köln (Colonia) en 1985, Hans Magnus Enzensberger propinó a los asistentes -muchos de ellos, políticos- un discurso titulado «Elogio del analfabeto»1. Entre otras interesantísimas consideraciones, el poeta incidía en la distinción entre el analfabeto y el analfabeto «secundario».
Robert Veciana
Hoy en día se suele denominar a esta figura más habitualmente como «funcional» y designa a aquel tipo de persona que, aunque ha aprendido a leer, no lee y, por tanto, pierde con el tiempo la capacidad de hacerlo. Enzensberger recuerda que sólo la petulancia de la «minúscula minoría» de los que leen permite considerar que los analfabetos «primarios» son minoritarios: centenares de millones de personas se las apañan para vivir razonablemente sin leer ni escribir. Enzensberger contrapone su naturaleza a la de los analfabetos funcionales, comparación de la cual estos últimos salen muy maltrechos. Los analfabetos primarios, pese a su tozudez, su ignorancia y la estrechez de sus horizontes son, sin pretensión alguna de idealizarlos, dignos de admiración: tenaces, listos, inventivos, y, sobre todo, dotados de una gran memoria.
Los sistemas educativos contemporáneos -algunos, como el nuestro, más que otros- producen, en un porcentaje creciente, analfabetos funcionales. Según datos de la UNESCO, la media en 12 países industrializados no baja del 25% de la población adulta. Enzensberger nos tranquiliza: les va muy bien, no debemos sufrir por ellos. De hecho, muchos ocupan cargos de la mayor relevancia. Él cita concretamente al canciller Köhl y al presidente Reagan, pero es una constatación extrapolable a nuestros días: cabe preguntarse qué libros pueden tener en la mesita de noche Donald Trump o Mariano Rajoy, pongamos por caso.
Enzensberger entiende que ya no es necesario que todas las personas que pasan por la escuela aprendan a leer. El ideal de la Ilustración universal se convirtió a lo largo del siglo XIX en la realidad de la «instrucción pública» universal, cuyo objetivo declarado era obtener mano de obra cualificada. Y ahora -el texto es de 1985 pero la situación actual sería la misma- el sistema de producción post-capitalista ya no requiere esta mano de obra bien formada. No queremos trabajadores cualificados, sino «consumidores cualificados». Será suficiente con que sepan distinguir el botón de ON y OFF de los aparatos que están obligados a adquirir. Se puede estar más o menos en desacuerdo con esta tesis, de aire vagamente marxista, pero los datos empíricos parecen reforzarla.
Según algunos estudios muy rigurosos, la capacidad de comprensión lectora de los alumnos de este país no es precisamente gloriosa. Por ejemplo: sabemos que en aulas de educación infantil hay niños y niñas con un vocabulario de menos de 200 palabras, mientras que otros ya conocen unas 2000. Y la diferencia no sólo no disminuye durante la escolarización sino que aumenta de manera abismal. Sabemos también que esta cesura se convierte en prácticamente insuperable en los niveles de segundo y tercero de primaria, en los cuales el alumno ya no aprende a leer, sino que aprende leyendo, diferencia extraordinariamente sustancial: para entender un texto se requiere, según los expertos, conocer el significado de, como mínimo, un 80% de los términos que aparecen. Y muchos de nuestros estudiantes no llegan ni de lejos. Si recordamos, además, que un porcentaje muy alto de alumnos de primero de ESO tienen una velocidad de lectura de unas 60 palabras por minuto –pido al lector que compruebe cómo es leer a esta velocidad-, el panorama se convierte en desolador: una parte muy considerable de nuestro alumnado lleva años delante de textos que no entiende.
Si es que queremos que aprendan a leer, naturalmente. Porque una cosa es la retórica oficial y otra el evidente desinterés de los dirigentes políticos y de nuestras elites por la letra impresa o, como mínimo, por el acceso a esta por parte de las clases populares. Los profesores, profesionales de la docencia, asistimos desde hace mucho tiempo, entre atónitos y cansados, a declaraciones altisonantes de los responsables de la cosa pública sobre la defensa de la cultura, la lengua, la lectura. Se suceden planes de fomento de la lectura más o menos bienintencionados. Un ejemplo particularmente cómico nos lo brindan las horas de lectura obligatoria en los centros, donde, qué paradoja, se prohíbe a los alumnos que lean los libros obligatorios del curso que están haciendo o algunas lecturas poco «adecuadas». También parece, creo, muy desafortunada la gradación de la dificultad de lo que nuestros alumnos deben leer. Se pasan años en primaria con «libros infantiles», con más dibujo que letra, sin demasiado vocabulario ni oraciones subordinadas y, de repente, un profesor, con la mejor de las intenciones, les dice que tienen que leer el Tirant lo blanc o el Lazarillo de Tormes…. A veces, y con una intención aún mejor pero tan improductiva como la anterior, se les hace leer «adaptaciones» -¡horror!- de estas obras incomprensibles. Qué le vamos a hacer, si no tienen suficiente comprensión lectora….
Nuestra sociedad y en consecuencia los poderes públicos de la cual emanan y a la cual deberían rendir cuentas deben decidir si la lectura es un bien a proteger, si es necesaria. Porque, quizá, al final, no hace falta. Y actuar en consecuencia. Hay cosas que se podrían hacer, que ya se hacían, no se trata ahora de caer en el embrujo omnipresente de la innovación entendida como una finalidad en sí misma que tanta devastación ha producido en el sistema educativo. Se puede dedicar más esfuerzo en las etapas iniciales en dotar al alumnado de más vocabulario, en asegurarse de que un porcentaje más alto entiende lo que lee. Se puede estimular la lectura mediante mejoras en la cualificación otorgada a los alumnos o, sin rodeos, con premios. Se pueden tener libros en el aula para su libre consulta. Se puede ampliar la oferta de lecturas obligatorias orientándola a la literatura universal. Pero, claro, en un país donde se permite que un instituto público elimine la biblioteca del centro para instalar un «espacio de mindfullness» -sea eso lo que sea- , y donde la mera presencia de términos tales como «esfuerzo» y «calificación» produce urticaria, la cosa está complicada. Tengamos también claro que, para leer según qué cosas, es mejor no leer. La estupidez es independiente del medio que se utilice para su difusión.
Como recuerda Enzensberger, profético, los letraheridos –fantástico préstamo del vocablo que el catalán ha aportado a la cultura universal- seguirán leyendo y escribiendo, es lo que tiene el vicio. Con la ventaja añadida de que serán libres. En estos tiempos la cultura ya no legitima nada. Y por tanto no se debe a nada, ni a nadie.
Un apunte personal. Una de las cosas que aún no hemos probado es prohibir la lectura. Un experimento sin más valor que el de la anécdota –he sabido que un famoso profesor universitario hacía lo mismo- me hace pensar que quizá funcionaría. Se llevaban a clase dos libros, el de lectura obligada y otro. No faltaba el alumno que preguntaba qué era este otro libro, a lo cual se debía contestar rotundamente que éste no tenían que leerlo. Al día siguiente corrían varios ejemplares por la clase.
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Robert Veciana. Licenciado en Filosofía por la Universitat de Barcelona. Profesor agregado de Bachillerato. Delegado del Sindicat Professors de Secundària. Traductor (Meditaciones metafísicas de René Descartes).