Sabemos de algunos casos en los cuales las autoridades competentes -las «reales», la policía- han instado a profesores y profesoras agredidos a no presentar denuncia habida cuenta de su inutilidad, con el pretexto de que no eran situaciones tan graves.

 

Robert Veciana

Hace ya décadas que algunos términos han sido eliminados del vocabulario educativo. Una ausencia notable es, por ejemplo, la de la palabra «disciplina»1. Si se pronuncia o se escribe en el ámbito del debate educativo saltan inmediatamente todas las alarmas y se disparan con total contundencia las acusaciones habituales: «reaccionario», «retrógrado» y en contextos más iletrados, «facha». Otros términos no han desaparecido, pero se hace de ellos un uso cómo mínimo equívoco. O, como diría Wittgenstein, se mencionan, pero no se usan.

El caso que más llama nuestra atención es el de la palabra «autoridad». Cabe quizá preguntarse qué se entiende por autoridad cuando hablamos de educación. El término «Autoridad» tiene, a grandes rasgos, dos sentidos diferenciados pero conectados. Por un lado, designa a las instituciones o personas que ejercen el poder y por el otro a instituciones o personas que gozan de un ascendiente prestigioso en sus comunidades. Así son, por ejemplo, «autoridades» los gobiernos y, también, los sabios. Un breve excursus histórico permite entender la diferencia y, al mismo tiempo, la conexión entre los dos sentidos. El origen de la distinción se puede localizar en el pensamiento político medieval, que consideraba que el poder revestía dos formas, la Auctoritas y la Potestas. La primera era el poder estrictamente espiritual y la segunda el poder temporal, fáctico, «material». En el contexto de la lucha entre el Papado y los poderes seculares, la distinción tenía una importancia capital. El Papa de Roma gozaba de Auctoritas, derivada naturalmente de su condición de vicario de Dios en la tierra. Los emperadores y reyes medievales también gozaban –o se esforzaban por gozar- de la misma condición. Eran monarcas «Gratia Dei», por la voluntad divina. La concepción actual de la naturaleza del poder no debe confundirnos, la Auctoritas, ya papal ya real, era muy efectiva. Un ejemplo muy ilustrativo: El año 1076, el emperador Enrique IV acudió, descalzo y vestido tan sólo con un humilde hábito de peregrino, a pedir perdón al Papa Gregorio VII, que lo había excomulgado. El hombre más poderoso de Europa, arrodillado, descalzo sobre la nieve, implorando el perdón del Papa de Roma. El poder temporal, político, militar, a los pies del poder espiritual, mítico si se quiere. El ejemplo supremo del ejercicio de la Auctoritas. Pero hay que matizar un poco las cosas, casi siempre hay que hacerlo. La Auctoritas medieval era un concepto legal basado en la condición mística de su poseedor. Pero no debe olvidarse el poder efectivo que tenía. La excomunión comportaba la disolución de los vínculos legales de vasallaje. Es decir, los señores feudales, los príncipes del imperio, quedaban liberados de su compromiso con el emperador. Auctoritas, sí, pero muy efectiva.

Más aún si recordamos que el año siguiente el Papa excomulgó de nuevo al emperador pero que, esta vez, Enrique IV se plantó en Italia con un poderoso ejército que incorporaba a las tropas de los señores feudales a los cuales ahora había atado más en corto. Potestas de la mejor, rematada por el nombramiento imperial de un Papa más acomodaticio… de nuevo Auctoritas, que no estaba de más. La progresiva desvinculación de los dos aspectos del poder abre paso a la modernidad política. Si hay que poner una fecha, la más indicada sería el año 1302. El papa Bonifacio VIII emite la bula Unam Sanctam, considerada la apoteosis de la teocracia papal. La respuesta de Felipe IV el Bello, rey de Francia, es ya «moderna». Envía un «comando» a Roma y secuestra al Papa, obligándolo a establecerse en Avignon. Sólo hay un poder, el político. Y el corolario que extrae el pensamiento político moderno es devastador: la autoridad se fundamenta en el poder, entendido como posibilidad de coerción, como fuerza.

Esto es, en parte, lo que teoriza Maquiavelo, añadiendo la desvinculación de la política y la moral. La modernidad política abre paso así a una concepción unitaria del poder: la autoridad es el poder en el sentido más descarnado, es la fuerza. Otro ejemplo histórico nos lo confirma: Carlos III de España otorgó al arma de artillería un escudo en el que se puede leer, bajo la corona y sobre dos piezas y unas granadas la divisa «Ultima ratio regis». La razón última del rey. Aquí no se engaña a nadie. La autoridad real no se basa, finalmente, en argumentación teológica o jurídica alguna. Se basa en que tiene cañones. Y estamos ya a un paso de la indeseable concepción totalitaria del poder. «La autoridad» que no se basa en la coerción, la de los sabios, la del prestigio, debilitada, requiere, en una sociedad democrática, que el poder la legitime de manera pública y expresa.

Podemos volver ahora al problema concreto, fáctico, de la autoridad en la educación. En el campo político ha habido algún debate al respecto del concepto en un sentido estrictamente legal. Uno de los dos partidos que han gobernado el estado los últimos años incluyó en una de sus leyes educativas (este rasgo específicamente español, una ley educativa prácticamente cada legislatura, mucho más parecidas entre ellas de lo que se suele decir e igualmente desastrosas) la consideración del profesorado como «autoridad pública». Esto implica que una agresión a un docente durante el ejercicio de sus funciones debe tener la consideración de delito de atentado a la autoridad y, por lo tanto, puede castigarse con penas de prisión. El otro partido habitual en el gobierno del estado no incorpora esta figura en sus leyes educativas puesto que considera que es suficiente con que el ministerio público incluya tal consideración en sus actuaciones. Así, con la boca más o menos pequeña, los dos mayores partidos estatales reconocen cierta necesidad de la figura, reconocen que no puede quedar impune una agresión de este tipo, que no se debería agredir -en el caso catalán vamos más adelantados, no se debería matar-, a un docente. Pero este mínimo consenso, plenamente moderno, según el cual la autoridad del docente se fundamenta, cómo mínimo en el caso de las agresiones que puede sufrir -que sufre, de hecho-, en la fuerza coercitiva del estado, se queda en el terreno legislativo. No entraré aquí en el difícil problema que representa que los agresores sean muchas veces menores de edad, problema que el legislador deberá afrontar más pronto que tarde.

Sin embargo, en el debate educativo suenan otras voces, casi diría que otras flautas. Cómo podemos considerar si no, la posición de algún sindicato mayoritario en la educación catalana que reniega de la condición de autoridad pública con una afirmación tan grosera como «no queremos ser policías» (como si ser policía fuera una monstruosidad). Posición que no les impide, de una manera un tanto farisaica, expresar su preocupación por el alarmante incremento de las agresiones que sufre el profesorado. Hay que recordar que las estadísticas oficiales solamente recogen las agresiones denunciadas, que no son todas, ni por asomo. No son menos delirantes las opiniones de algunos expertos en educación, según los cuales el docente se «gana» la autoridad en el ejercicio de su profesión, mediante su encanto, simpatía, su capacidad de motivación o, quizá, su carisma. Una regresión en toda regla a la noción medieval de Auctoritas, nada sorprendente si recordamos que en el debate educativo hay siempre, a derecha e izquierda, un considerable subtexto religioso. Es ese discurso que exige a los docentes “vocación” en lugar de preparación, rigor o eficiencia. Pero es una regresión incompleta, a una autoridad vacía, inútil, desprovista de cualquier potestad, sin poder. Y la razón es que los docentes de este país han sido activamente deslegitimados por las autoridades educativas.

Podemos proponer numerosos ejemplos de la hostilidad de los responsables políticos de la educación hacia el profesorado. El inalienable derecho a la libertad de expresión se ha pervertido en nuestros centros hasta devenir una absoluta falta de distinción entre «opiniones», todas igualmente válidas por estúpidas que sean. Este movimiento está acompañado, de manera aparentemente paradójica, de un ataque frontal a la libertad de cátedra. En consecuencia, la posibilidad de una autoridad basada en el prestigio intelectual ha sido aniquilada. Quizá sorprenda a alguien saber que las direcciones de muchos centros prohíben -sí, prohíben, tal como suena- a los docentes cualquier medida de corrección de determinadas conductas, por antisociales y brutales que sean. Cuando, a raíz de una agresión con arma blanca a una profesora, la administración establece (o «implementa», como dicen tantos ignorantes) un «expediente de reparación emocional» (no me pregunten qué es) para el agresor, pero no para la víctima de la cuchillada, es que alguien ha perdido completamente el sentido de la realidad. Y un último -y asaz miserable- ejemplo que podemos aportar. En muchos expedientes abiertos a profesores y profesoras a causa de su presunta incompetencia para la tarea docente, aparece la acusación de incapacidad de «gestión del aula», eufemismo que designa la falta de control de la conducta del alumnado, acusación proferida por los mismos directores e inspectores que han dejado abandonado al profesorado a los pies del desprecio del alumnado. Calificaría de cínica esta conducta si no fuera porque respeto el legado filosófico de los cínicos y discrepo del mal uso que suele hacerse del término. Dejémoslo en que es una conducta desvergonzada. Y fuera del ámbito estrictamente educativo las cosas no van mejor. Sabemos de algunos casos en los cuales las autoridades competentes -las «reales», la policía- han instado a profesores y profesoras agredidos a no presentar denuncia habida cuenta de su inutilidad, con el pretexto de que no eran situaciones tan graves o de que, tratándose de agresiones cometidas por menores, la denuncia no tendría recorrido. Podemos responder al primer argumento preguntando a partir de cuándo una agresión es suficientemente grave para merecer una sanción y al segundo recordando que quizá debería atribuirse según qué responsabilidades a los progenitores y a las administraciones que permiten estas situaciones. Alguna sentencia judicial ya ha transitado por esta vía.

La autoridad del docente debe ser intelectual y moral, no nos cabe ninguna duda. Pero eso no será posible sin su legitimación activa y decidida por parte de los poderes públicos. Y esto incluye no solamente una defensa meramente retórica sino también un apoyo incontestable a su autoridad «política» en el aula. Nuestros alumnos no son más bestias de lo que éramos nosotros, de hecho, diría que lo son menos, afortunadamente (quien fue estudiante en los setenta u ochenta, especialmente en escuelas privadas, sabrá a qué me refiero). Y tampoco son más estúpidos. Por eso entienden perfectamente que gozan de una impunidad con la yo no podía ni tan siquiera soñar cuando estudiaba. Nadie sensato pide más «castigos» o más severos, eso se queda para las opciones políticas más troglodíticas. Cualquier penalista mínimamente avisado confirmará que la mejor sanción es la que no se aplica. Pero sí podemos exigir que la administración proteja a sus trabajadores y los restablezca en el lugar que merecen.

  1. Ha desaparecido de la literatura «pedagógica»: No se relaciona la «disciplina» -sea lo sea lo que con ello se entienda- con los estudiantes y se emplean eufemismos como «mantenimiento de la convivencia». Pero al mismo tiempo subsiste el régimen disciplinario de la función docente, considerablemente endurecido en Cataluña por unas autoridades educativas que se presentan como «progresistas».

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