¿Por qué las familias y los centros están tan convencidos de la importancia crucial que tienen en la vida de sus hijos y alumnos?, ¿Por qué los padres y profesores creen que el éxito o el fracaso de sus descendientes y discípulos en el futuro depende de lo que hagan hoy en casa y en la escuela? Lo cierto es que son factores menos importantes y con menos posibilidades de lo que nos gustaría esperar; aunque para una minoría sí sean decisivos.
Yeray Rogel Seoane | @YerayRogel
Empecemos por el principio, Harris describe la niñez en las sociedades primitivas: «Es difícil imaginarse lo que debía de ser la crianza de un hijo en tales condiciones. Habrías de cargar con el niño a todas partes durante tres o cuatro años hasta que pudiera caminar lo suficientemente bien como para no quedarse rezagado del grupo. A través de la lluvia, el viento y la noche tendrías que andar penosamente con esta pequeña criatura mojada, sucia y hambrienta allá donde fueras. Se necesitaba un esfuerzo tremendo sólo para mantener a un niño con vida, pero nuestros ancestros tuvieron que hacerlo porque aquí estamos». Hemos mejorado mucho en la crianza, en la manutención de las criaturas, en asegurar su supervivencia física. Tanto que, en las sociedades abiertas, donde la mortalidad infantil es un obsoleto y sórdido recuerdo, la educación se inscribe dentro del marco de la ilustración: la promoción de la libertad como emancipación histórica, el conocimiento racional del mundo, y el nosce te ipsun (conócete a ti mismo). El dilema, por lo tanto, ya no es sólo cómo mantenernos vivos sino preguntarnos quiénes somos.
En su extraordinario libro No hay dos iguales (2014, editorial Funambulista) Judith Rich Harris expone apasionadamente qué somos para responder quién soy, y lo hace con formidable solidez argumentando sobre el misterio de la individualidad humana: ¿por qué no hay dos personas iguales?, ¿por qué gemelos educados en el mismo hogar que comparten los mismos genes difieren tanto en personalidad y comportamiento? Harris pretende desacreditar cinco pistas falsas que la psicología utiliza para explicar los procesos de individuación: la herencia genética, el entorno familiar, la educación en la escuela, el orden de nacimiento, y la interacción y correlaciones entre herencia genética y entorno. Para ello tiene que desmontar los mitos de la educación y la familia, atribuyendo como factores determinantes de la singularización y el carácter – ¿Y quién osaría decir también el Destino? – el resultado combinado de la genética y la influencia que desarrolla sobre el individuo las abstracciones (los memes) del grupo donde socializa. Los individuos no son socializados solamente por las relaciones directas con sus compañeros de escuela o por sus interrelaciones con otros pares en la familia o el barrio, sino que con mayor intensidad lo son por la identificación con una categoría social y el propio esfuerzo por emular las figuras que de ella se derivan. Motivados por un sistema competitivo para adaptar su comportamiento al del prototipo. En fin, representar un miembro particular del tipo medio de estereotipos sociales de la comunidad en que se inscribe, donde el complejo sistema de premios y castigos que impone la costumbre no es suficiente para explicar por qué la mayoría de los niños quieren ser como los demás de su misma edad y sexo. Harris además reduce la influencia de la genética a un 30% o 35% -ya que no sabemos casi nada acerca del modo en que los genes producen esos efectos-, diez puntos menos de lo que suelen hacerlo genetistas conductistas y sociobiólogos, excesivamente orgullosos de su infatuada disciplina, para priorizar el efecto decisivo de la socialización sin sucumbir por ello a la tentadora negación culturalista de la biología.
Como sería una estupidez intentar resumir una obra de 400 páginas en un simple artículo, ¡de lo contrario habría escrito yo ese maldito y fascinante libro!, mi obligación es intentar desplegar su significado centrándome en la escuela y su relación con la sociedad. ¿Por qué las familias y los centros están tan convencidos de la importancia crucial que tienen en la vida de sus hijos y alumnos?, ¿Por qué los padres y profesores creen que el éxito o el fracaso de sus descendientes y discípulos en el futuro depende de lo que hagan hoy en casa y en la escuela? Lo cierto es que son factores menos importantes y con menos posibilidades de lo que nos gustaría esperar; aunque para una minoría sí sean decisivos. El gran condicionamiento para la mayoría son los modos de regulación social del deseo, la producción de códigos y normas para conseguirlos, y las posibilidades económicas para desarrollarlos. Sin embargo, nunca hemos podido renunciar a las hipérboles educativas, tal como escribe Arcadi Espada en el postfacio, “porque la educación, como la libertad, es una de las bellas cosas ilusorias a las que el hombre no puede renunciar sin desmentir de su condición”. La escuela hace que los niños encajen en la sociedad, por lo tanto, que sean más semejantes los unos a los otros (no más iguales políticamente), más homogéneos y uniformes, pero no explica en origen las diferencias que crean el antagonismo y la desigualdad. La infancia es un momento crucial neurofisiológicamente pero menos significativo educativamente, aunque parezca un contrasentido. Es un momento evolutivo, pero no culturalmente relevante. Es el sistema de relaciones, de socialización y de competición, los tres mecanismos del cerebro para procesar la información sobre personas y estereotipos sociales, lo que puede explicar las diferencias. Y esos sistemas consisten en, sucesivamente, el modo de elegir y decidir sobre los individuos con los que establecemos vínculos afectivos o de rechazo, la adaptación a la cultura, a sus reglas y su compleja red normativa, y a competir en busca del reconocimiento para ser mejor que los rivales y hacer que los otros nos admiren y nos amen más que a los demás; al estilo de los infantes cuando todo lo que hacen va dirigido a que sus madres les quieran. Así de rotunda se muestra la Harris.
Las influencias ambientales socioculturales de la personalidad y la individuación suceden con mayor fuerza, precisión y duración en las etapas finales de la juventud y en la vida adulta, cuando se han vivido degradantes experiencias formativas en la sociedad (la sucesiva pérdida de lo que amamos, el completo diccionario de adioses), y no en la infancia como generalmente se cree. Nos determina más la división del trabajo, el injusto reparto de la riqueza, las condiciones de precarización, el sistema competitivo, la base genética, y los acontecimientos traumáticos del mundo político, que los innovadores métodos pedagógicos y los nuevos modelos educativos (los rasgos de la personalidad del niño que se mantienen de adulto, la constante del carácter que lo hace reconocible con una frágil identidad, se deben a los genes y a la naturaleza humana; no a la educación o la cultura, mucho más variable y plural). No creo que la educación tenga un gran poder positivo y afirmativo para conformar personalidades ni producir transformaciones sociales, sin embargo, creo que puede ser un gran bastión de resistencia moral e intelectual, también estética, contra la tiranía del cliché y el consumo, la prisa y la incompetencia, la posverdad y el relativismo moral, la huida permanente y la alienación del futuro. Quizá su función política más importante (más allá de asegurar el clásico aprendizaje de saberes y conocimientos) es proporcionar un carácter negativo para la libertad que disuelva todas esas perniciosas formas autoritarias de supresión del individuo y su autonomía. Vidas extraviadas en la vacuidad rutinaria del comercio en el capitalismo tardío.
Harris puede ayudar a liberarnos al mismo tiempo de la culpa paternofilial, los complejos pedagógicos que nos atormentan y el fatalismo educativo. Nos evita caer en el utopismo y distopismo político al no comprometer de manera definitiva el destino personal y político de nuestra descendencia a las deficiencias del sistema educativo y a las estructuras de dominación familiar, sea cual sea el modelo de familia. Harris, con la claridad de su prosa y la belleza de su pensamiento, nos invita a polemizar sobre el inquietante principio de individuación sin atender a los mitos. ¡Háganlo!
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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.