Elogio de la tarima

En Cataluña, sin ir más lejos, y con un nada despreciable coste económico digno de mejor causa, algunos institutos están aplicando un teledirigido rediseño de las aulas de 1º de la ESO, amueblándolas sin orden ni concierto o, de haberlo, como si se tratara de la distribución de las mesas de un bar, sin barra, con el camarero/docente pasando «por allí» de vez en cuando.

 

Xavier Massó

Me pregunto si a estas alturas, después de tantos años de innovación, quedará todavía algún instituto con tarima en sus aulas. No lo creo, a menos que se trate de un aula museísticamente recreada, para ilustrarnos sobre lo primitivos que fuimos, lo mal que estábamos y lo bien que estamos ahora.

La tarima fue un elemento característico de la imaginería escolar hasta tiempos relativamente recientes. Por esto fue tan sañudamente perseguida. Porque se la convirtió en el icono que simbolizaba todo lo que se decidió borrar de la faz del sistema educativo. Se dijo que era la representación de un modelo jerárquico, autoritario, enciclopedista, memorístico, discriminador, centrado en la figura del docente… Un auténtico anatema para las nuevas y novólatras pedagogías que se fueron imponiendo. Pero el caso es que ejercía una función, aunque tal vez algo prosaica, no por ello menos efectiva: mejorar el campo visual y facilitar, en la medida de lo posible, el desempeño del objeto propio de la estructura en que estaba incardinada, o sea, la enseñanza y el aprendizaje.

Las salas de cine suelen consistir en un plano inclinado que, desde cualquier asiento, ofrece al espectador un campo visual que abarca toda la pantalla, donde convergen, desde cualquier punto, las miradas de todos los espectadores. O en el teatro, recordemos el de Epidauro, en la Argólida: un plano inclinado en forma de hemiciclo escalonado, el «koilon», en cuyo centro se situaba el espacio de la «orchestra», a los pies de la cual se erigía, elevado unos pocos metros, la «scena». Así se conseguía que los espectadores gozaran de la mejor perspectiva posible de la representación. Por cierto, con una sonoridad prodigiosa: desde cualquier posición en el graderío, se oye el tintineo de una moneda al caer en el suelo del escenario, pero no los inoportunos comentarios del espectador maleducado que tenemos sentado a un par de metros. Esto en un teatro con capacidad para 14.000 personas y sin dispositivos electrónicos…

Evidentemente, este teatro no se construyó para halagar la vanidad del arquitecto que lo diseñó. Más bien al revés: fue la genialidad del arquitecto la que se adaptó a las exigencias y requisitos de funcionalidad que ha de reunir un teatro: que los espectadores puedan seguir la representación en las mejores condiciones posibles. Lo mismo podríamos decir de tantos otros espacios públicos: estadios deportivos, salas de congresos, iglesias, cortes parlamentarias…

¿Alguien se imagina un estadio de fútbol con un graderío sin inclinación? Seguro que no… Porque lo que cuenta es que la gente pueda ver el partido. Es una cuestión de pura funcionalidad. Dicha sea también, pero en modo alguno de paso, una excepción a esto: la emergente costumbre de instalar macropantallas, por ejemplo, en macroconciertos, para que el público pueda ver «mejor» a través de ellas a sus ídolos, que no alcanza a vislumbrar en la lejanía. Pero entonces, si no podemos distinguirlo fuera de la pantalla, ¿qué garantía tenemos de que realmente estén allí donde se supone? Sólo podemos responder que, o bien el objeto de estos festivales multitudinarios es otro, o se trata de una pura y simple tomadura de pelo. Puede, incluso, que ambas cosas a la vez.

Volvamos a nuestra tarima. A diferencia de las universidades, donde se impuso clásicamente el modelo de aula en plano inclinado, en formato teatro –con más capacidad y también hoy un vestigio del pasado-, en los institutos se adoptó preferentemente el modelo de la tarima: un aula plana con el espacio del docente elevado unos pocos centímetros. Cuestiones técnicas aparte, la diferencia es meramente posicional: por debajo de la audiencia, en un caso; por encima, en el otro, pero siempre con la perspectiva visual del aula convergiendo hacia el docente y sus elementos auxiliares.

Y también a la inversa. No sólo se trata de que el diseño del aula se centre en la posición ocupada por el docente; también éste ha de tener una visión de perspectiva de sus alumnos. Puede que en una representación teatral el papel del público consista únicamente en prestar atención a la obra que se está representando, y aplaudirla o silbarla al final. En el caso del alumnado, su papel no es únicamente pasivo, receptivo; puede interactuar, preguntar sus dudas sobre la explicación, introducir cuodlibetos, en fin… que todos se ven las caras, como ha de ser. Sin un papel activo por parte del discente, el aprendizaje deviene imposible.

Imaginemos a un docente bajito en un aula sin tarima, con cuarenta alumnos de 17 años que, de media, le doblan en estatura. No verá a los que están en las últimas filas, claro que no, pero éstos tampoco le verán, sólo le oirán, o hasta puede que le escuchen, en el mejor de los casos. ¿Y las demostraciones en la pizarra? Porque no estaremos pensando en alinear a los alumnos por su estatura, los más altos detrás y los más bajos delante, ¿verdad que no? En cualquier caso, está muy claro: con tarima, no sólo los alumnos ven mucho mejor la pizarra y al profesor, sino que también éste los ve mucho mejor a ellos. De lo contrario, estamos como en una sala de cine sin inclinación que impide ver, al menos, la mitad de la pantalla. Como sea una película de Kurosawa en versión original subtitulada, a partir de la segunda fila lo tienen crudo.

Y aun dejando de lado que siempre puede resultar aconsejable detectar si algunos alumnos están prestando atención o si están jugando a «barquitos» -antes-, o «navegando» en ellos –hoy-, seguimos preguntándonos qué criterio pedagógico puede haber inducido a desterrar las tarimas y situar a docente y discentes en un mismo nivel de «elevación». No nos llevemos a engaño: todo espacio ha de ser funcionalmente concebido con el fin de facilitar al máximo la realización de la tarea para la cual fue construido. Y si no es así, entonces será que, o está mal diseñado, o que está en realidad pensado para otras funciones. Es decir, que si la tarima se ajustaba a lo que se esperaba de ella, su remoción sólo puede obedecer a que los objetivos que con su función facilitaba son ahora tan desechables como ella misma.

Y, ciertamente, hacia este destierro de los objetivos parece cada vez más claro que apuntan las innovadoras y actuales tendencias en materia de «mobiliario educativo». En Cataluña, sin ir más lejos, y con un nada despreciable coste económico digno de mejor causa, algunos institutos están aplicando un teledirigido rediseño de las aulas de 1º de la ESO, amueblándolas sin orden ni concierto o, de haberlo, como si se tratara de la distribución de las mesas de un bar, sin barra, con el camarero/docente pasando «por allí» de vez en cuando, para preguntar a los alumnos qué tal se lo están pasando, si se les ofrece algo y cómo de divertidamente están aprendiendo a aprender. Siempre con una pantalla por delante, claro. Pero no nos engañemos. El problema no son las pantallas, sino que éstas sean el centro y el destierro de todo lo que la tarima simbolizaba: lo que se quiere erradicar es precisamente el binomio docente/discente: la condición de la posibilidad de transmisión de conocimientos.

Hemos aludido antes a las macropantallas de los macroconciertos. Imaginemos ahora un concierto en el que se sitúe a los asistentes, bajo cualquier pretexto, a tal distancia de sus ídolos que no puedan alcanzar a distinguirlos, que no puedan saber si las borrosas siluetas que divisan en la lejanía son de verdad los mismos personajes que están viendo a través de la macropantalla… Si verdaderamente están allí,  si es una grabación enlatada y están de vacaciones en las Bermudas, o, por qué no, si acaso ni siquiera existan. Es de suponer que los que están al mismo pie del escenario se percatarían del engaño, pero, ¿y si no hay nadie lo suficientemente cerca? ¿Y si nuestro único criterio de certeza es la pantalla, aislados como en las nuevas escuelas/bar? ¿Qué garantías tenemos fuera del espacio público que era un aula? El puro fingimiento en que unos hacen como que enseñan y los otros como que aprenden.

No, no es añoranza de la tarima, es la simple exigencia de funcionalidad acorde a los fines que se dice pretender.

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Xavier Massó. Secretario General del Sindicato Professors de Secundària (aspepc·sps). Presidente de la Fundación Episteme.

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