No es la Luna, sino el dedo que la señala

De tanto hipertrofiar la falacia idealista educativa, estamos cayendo de lleno en su inversa: la falacia naturalista. Al fin y al cabo, si hay violencia en las escuelas es porque la hay en la sociedad. Y cuando se dice que es en la escuela donde se ha combatir la violencia, se está incurriendo en una falacia, intencionada o no; porque sólo podía intentarlo en tanto que espacio prepúblico; en el crisol de lo público que se la ha convertido, no se puede.

 

Xavier Massó

Nos recuerda un antiguo adagio que si con un dedo nos señalan a la Luna, el tonto mira al dedo. Puede que sea así, sin embargo, tampoco está de más que de vez en cuando miremos al dedo y a nuestro alrededor, no fuera a ser que, embelesados en la contemplación de la bella Selene, nos estén mientras tanto robando la cartera con los dedos de la otra mano.

Los recientes episodios de violencia escolar que estas últimas semanas han aparecido en los medios -tradicionalmente más bien reacios a divulgarlos-, han puesto sobre el tapete un problema que, desde los últimos años, sigue alarmantemente in crescendo sin que, al menos por ahora, se atisbe solución alguna. No sólo porque no la haya fácil, sino también porque todo parece indicar que seguimos mirando en la dirección equivocada, empecinados en confundir los síntomas con la enfermedad, la manifestación de algo con la causa que lo provoca.

La polémica se ha trasladado, cómo no, a las redes sociales. Desde los sectores más descaradamente sicofánticos, abrevados por las estructuras de poder que los aúpan, han sido especialmente sañudos al señalar a los docentes como responsables del problema: por incompetencia, por ignorancia, por irresponsabilidad, por cobardía, por inmoralidad, porque, ya se sabe, sólo piensan en sus largas vacaciones… de todo ha habido. Y sí, al menos desde la perversa lógica con que funcionan estos dedos acusadores, no hay chivo expiatorio más idóneo: si tenemos la mejor de las leyes educativas posible, axioma fundante e incuestionable, sus disfunciones no pueden deberse sino a agentes individuales que distorsionan en la práctica lo teóricamente perfecto por concepto. Y estos, claro, son los docentes. No hay otra.

Lo que no se preguntan es si los docentes han sido investidos con los medios y atribuciones necesarias para ejercer su cometido, ni si la normativa y los protocolos, que están obligados a seguir, son efectivos o inoperantes; si facilitan o, por el contrario, entorpecen y hasta imposibilitan su labor. A este respecto, una cita y un hecho. La cita: con motivo del asesinato por un alumno del profesor Abel Martínez Oliva en 2015, la por entonces consejera de educación catalana sentenció: “Ha muerto un profesor, pero hay una gran víctima, que es el niño”. El «niño» había entrado en el instituto, armado con una ballesta y un puñal de profesionales. El profesor, al intentar detenerlo, pagó con su vida la evitación de una más que probable masacre. Sobran los comentarios. El hecho: la mayoría de casos de acoso y bullying entre alumnos, se suelen «resolver» cambiando de centro al agredido, a la víctima. El agresor se queda en el centro, campando por sus reales. Vamos, de antipsiquiatría de los años sesenta. Desde luego, no parece que un cesto elaborado con estos mimbres induzca a albergar demasiadas esperanzas… Pero, ¿cómo se ha llegado a semejantes despropósitos?

En el ya lejano 1954, Hannah Arendt nos alertaba sobre lo que se veía venir. La educación, nos decía, es un espacio «prepolítico», o sea, prepúblico, de preparación para acceder a la esfera de lo público propia de la etapa adulta, cuya función es enseñar cómo es y funciona el mundo, no cómo vivir en él. Y añadía que, precisamente por esta razón, lo que podía tener validez en otras instancias, podía no tenerla en educación, y viceversa. Porque el gran problema de la educación consistía en que, por su propia naturaleza, no puede prescindir ni de la autoridad ni de la tradición; ello en un mundo que ya no se estructuraba sobre la autoridad y que no se mantenía unido gracias a la tradición.

Un espacio prepúblico, pues, cuyo objetivo sería poner los elementos necesarios para acceder al mundo adulto y evitar aquello sobre lo cual nos advertía Locke: “El que no haya contraído el hábito de someter su voluntad a la razón de los demás cuando era joven, hallará gran trabajo en someterse a su propia razón cuando tenga edad de hacer uso de ella. ¿Y qué hombre será un niño educado así? Es fácil preverlo”. Pues sí.

En la actualidad, la educación está muy lejos de ser aquel espacio prepúblico que debía preparar para un espacio público que, por otro lado, está hoy en claro proceso de descomposición, de disgregación, en el marco de una sociedad aún teóricamente abierta, pero donde el espacio común, público, político, sobre el que se construye la convivencia, está cada vez más abigarradamente constituido de heteróclitos compartimientos estancos. Una sociedad, en definitiva, que no «es en el mundo», sino en muchos mundos, con frecuencia incompatibles entre sí.

La dilución de esta condición de espacio prepúblico significa que la escuela ha dejado de ser el lugar en cuyo recorrido por la cual se aprendía cómo es el mundo, para pasar a ser ella misma un mundo vivido sólo experiencialmente: el primado del hacer sobre el conocer –hoy competencias- del que ya nos alertaba también Hannah Arendt. Con ello pierde su antigua función, a saber, la impartición y aprendizaje de aquellos saberes que un individuo no puede adquirir en el resto de los ámbitos que constituyen su existencia vital y experiencial en las primeras etapas de su vida: el ámbito privado, familiar, y el resto de los que constituyen su vida «extraescolar». Igual de necesarios y hasta puede que más decisivos en muchos casos, pero distintos. Ahora ya no es así.

Es decir, la «escuela» se ha alienado, ha adquirido una falsa conciencia de sí misma –esto es alienación, en Marx-, y ha pasado de ser un espacio al menos parcialmente constituido sobre sus propias reglas, las necesarias para la realización de su cometido, a convertirse en una prolongación de lo público, en un espacio público más, con el que interactúan y sobre el cual se proyectan e inciden, modulándola y moldeándola, los más dispares y heteróclitos ámbitos, con frecuencia excluyentes y en abierta contradicción unos con otros, que constituyen hoy en día la esfera de lo «público».

Puede parecer contradictorio, pero precisamente por ello ha sido posible la imposición dictada de un modelo holístico de ingeniería social, cuya versión educativa es el pedagogismo, el resultado de cuya aplicación es inevitablemente paradójico: que para nada el sistema educativo pueda influir en cualquier cambio de rumbo sobre dicha fragmentación del espacio común, que se da de antemano por descontada. Es evidente que sin el amplio disenso social que converge, por distintas razones, pero casi unánimemente, en la tácita complicidad con el desmantelamiento y trivialización del sistema educativo, esto no hubiera sido posible. Simplemente, la escuela ha dejado de ser… Y lo que se supone que debiera ser es hoy una ficción donde cada cual dice la suya.

Luego podremos pensar en conspiraciones, en fatalidades históricas o en la simple estupidez paradigmática de nuestros tiempos, para explicar la tendencia que nos está llevando hacia semejante dislate. Y podremos aducir que es por culpa del modelo neoliberal y el economicismo que lo caracteriza, o un proceso de neomedievalización tecnologizada, o el neomilenarismo resentido y groseramente igualitarista –que no igualitario- de la izquierda woke, o el sursuncorda, quien ha urdido y promovido el despropósito, o todos a la vez en aciaga serendipia. Sin duda, y en cada caso, con más que fundamentadas razones y argumentos. Pero lo cierto es que, para que se produjera esta enajenación de la escuela, era preciso subvertir las propias reglas sobre las cuales funcionaba, y la desautorización del docente era un paso necesario para conseguirlo. Pero al hacerlo, hagámonos también a la idea que el castillo de fichas de dominó salta por los aires. Y cuando despertemos, el monstruo seguirá allí.

Nos recordaba Kant que, de haberla, hasta una república de diablos tendría sus propias leyes. ‘Sympathy for The Devil’, «reza» una antigua y rompedora canción de los Rollings. Afortunados ellos, con Mike Jagger, Keith Richards y compañía, convertidos en aventajados discípulos de Kant. Al menos todavía tendrían leyes. En educación estamos en la pura anomia, porque esto y no otra cosa son la arbitrariedad y la discrecionalidad reinantes en ella.

No, la violencia escolar no es en sí misma el problema, sino el síntoma manifiesto de un sistema educativo la aplicación de cuyo modelo produce un efecto inverso al eventualmente deseado, o soñado. Cuando se dice que los centros de enseñanza han de abrirse al entorno, a la sociedad, al barrio etc., se está en realidad negando lo que un sistema educativo es en su propia esencia. Este es el auténtico problema. Y lo que ocurre entonces es que, en lugar de ser la escuela quien se abre a la sociedad, es el abigarrado ámbito que la constituye quien la invade proyectándose sobre ella,  alterándola de tal forma que el desempeño de su función deviene, simplemente, imposible.

De tanto hipertrofiar la falacia idealista educativa, estamos cayendo de lleno en su inversa: la falacia naturalista. Al fin y al cabo, si hay violencia en las escuelas es porque la hay en la sociedad. Y cuando se dice que es en la escuela donde se ha combatir la violencia, se está incurriendo en una falacia, intencionada o no; porque sólo podía intentarlo en tanto que espacio prepúblico; en el crisol de lo público que se la ha convertido, no se puede.

Así que ya va siendo hora de dejar de contemplar la Luna y volver la mirada sobre el dedo que la señalaba, y sobre nosotros mismos. No valen excusas: la Luna educativa prometida es una distopía de cartón piedra y nos están robando el futuro. Éste es el problema, lo demás, epifenómenos sociales.

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