Al renunciar a enseñar para evitarles a las nuevas generaciones el esfuerzo de aprender a actuar sobre su propio destino, las estamos condenando a la indigencia moral e intelectual. Y esto, ya sea desde la ingenuidad o desde la pusilanimidad, nos hace igualmente culpables como sociedad si no lo denunciamos y combatimos; lo de menos es si son imbéciles, malvados o lo uno y lo otro: los efectos serán los mismos.
Xavier Massó
No hace falta ser ningún arúspice para saber leer en los textos de la LOMLOE y predecir los resultados que aguardaban a nuestro sistema educativo con la publicación del reciente informe PISA 2022. Tampoco se trata de ninguna revelación o descubrimiento. Sólo, en todo caso, de una confirmación objetivamente constatada: había sobradas evidencias. Seguimos empeorando «adecuadamente»… a lo que hay: un sistema educativo que ha renunciado a enseñar y en estado de implosión.
No se puede decir lo mismo, en cambio, de las justificaciones y pretextos que se han aducido por parte de las autoridades educativas, adscritas a un modelo pedagogista que nos ha llevado hasta tan deplorable situación. ¿O qué esperábamos de unos currículos de matemáticas centrados en lo socioemocional y en la perspectiva de género de los números naturales? ¿O de la fascinación papanatas por un modelo «teocnológico» cuyo más evidente y nocivo efecto ha sido la adicción a unos dispositivos que sólo debían ser medios dispuestos para facilitarnos las cosas, hasta tal punto que los mismos informes PISA se han visto obligados a explicitar la ansiedad que muchos adolescentes padecen cuando están alejados de sus dispositivos u obligados a mantenerlos apagados? Veinticinco años de despropósitos educativos, eso es lo que hay; cinco lustros y cinco cohortes generacionales en gran parte malogradas.
Algo tan previsible como que si lanzamos una piedra acabará cayendo al suelo. Nuestro problema ahora no es que esto ocurra, sino por qué. La física aristotélica creía que la piedra caía a medida que el efecto de la fuerza que la había impulsado se iba agotando hasta extinguirse. Pero desde Galileo sabemos que no era por esta razón, sino por la resistencia del aire y la fuerza de la gravedad…
En educación se sigue pensando en términos de física aristotélica, en el convencimiento de que es el impulso que se imprime con leyes y decretos, con sus principios y con la altura moral de sus intenciones, lo que la empuja. Y si los resultados no son los esperados, entonces es «culpa» de la realidad. Como la paloma de Kant, que pensaba que por culpa del aire volaba con más dificultad. Y contra el estorbo del fluido atmosférico, se apela a la fuerza imaginaria que nos cree la ilusión de que hemos acabado con él. Contra la insalvable imposibilidad del fácil advenimiento de la república de las letras y las ciencias soñada por la Ilustración, la rebajamos a la beatífica infelicidad del pobre de espíritu, del hombre feliz sin camisa de la vieja leyenda oriental, que sólo lo era en la ignorancia que le impedía conocer sus propios problemas. La ley puede prohibir la repetición de curso, pero la historia es inflexible: hay pueblos que siguen repitiendo sus errores una y otra vez, año tras año, siglo tras siglo, con una abnegación digna de mejor causa, porque no saben aprender de ellos.
Lo que está claro es que por más que con la aplicación de sus modelos hayan ciertamente conseguido sacudir la educación, no ha sido precisamente en el sentido que sus apologetas dicen pretender, sino en el contrario. Inasequibles al desaliento o al sillón de mando, siguen contumazmente perseverando en la imposición, con creciente intensidad, de sus erróneos principios sobre la realidad, sin entender por qué la piedra, o la educación, sigue cayendo hasta niveles cada vez más bajos y por qué la realidad sigue sin ajustarse a sus previsiones. Y en la convicción de que la piedra se cae porque la fuerza que la impulsó ha cesado, entonces deberemos seguir recogiéndola del suelo una y otra vez para que no se detenga. Esto, ni más ni menos, ha sido la LOMLOE: imprimirle a la educación la fuerza legal que evite la menor desviación aparente de la trayectoria prevista: la absoluta pedagogización de todo el sistema educativo. La estafa social e intelectual que sirve a la idea-fuerza errónea cuyo fingimiento está supeditado a las exigencias del guion que ella misma elaboró.
Ésta sería la lectura benigna, benévola; la que salva moralmente a los culpables del desaguisado por sus supuestas buenas intenciones. Pero a la vista de los devastadores resultados y de la absoluta impermeabilidad a toda crítica que siguen exhibiendo, cabe también considerar la posible la lectura cínica: que les dé igual o, también, que no estemos sino ante una ingeniería social predadora a la cual tales y tan grandes principios sirvan de pitanza para la consecución de muy distintos e inconfesables fines. La verdad, se hace cada vez más difícil pensar que no haya intereses ocultos en todo este despropósito.
A la humanidad le es inherente desde sus primeros tiempos el estado permanentemente agónico para forjar su destino y eludir la fatalidad; es nuestra naturaleza. Y la educación, tan antigua como la especie, la transmisión del acervo de unas generaciones a las siguientes, la divisa del Sapere Aude, es sin duda un factor que ha contribuido no poco a eludir dicha fatalidad y dirigir, en la medida de lo posible, su propio destino y mejorar substantivamente sus expectativas. Pero cuando desistimos, cuando, como en el drama romántico que evoca el título de este artículo, Don Álvaro arroja la pistola al suelo porque renuncia a batirse, entonces no es el destino, sino la fatalidad quien toma el control de la situación: la pistola se dispara sola al caer al suelo y mata a aquél cuya muerte precisamente quería evitar.
Al renunciar a enseñar para evitarles a las nuevas generaciones el esfuerzo de aprender a actuar sobre su propio destino, las estamos condenando a la indigencia moral e intelectual. Y esto, ya sea desde la ingenuidad o desde la pusilanimidad, nos hace igualmente culpables como sociedad si no lo denunciamos y combatimos; lo de menos es si son imbéciles, malvados o lo uno y lo otro: los efectos serán los mismos. La piedra caerá al suelo y quedará inmóvil, sin que sepamos por qué ni, por tanto, estemos en condiciones de evitarlo.
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Xavier Massó. Secretario General del Sindicato Professors de Secundària (aspepc·sps). Presidente de la Fundación Episteme.