Una educación práctica

La educación moral o práctica responde a la necesidad de construir la imagen de un ciudadano autónomo y un individuo racional que debe ser formado para alcanzar todos sus fines y convivir entre libres e iguales, no entre esclavos.

 

Yeray Rogel Seoane  | @YerayRogel

Estamos en 1784, a pocos años de la Revolución francesa (1789), extraña mezcla de violencia y entusiasmo por la libertad. Así empieza el célebre texto kantiano ¿Qué es la ilustración?: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía de algún otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la ilustración.” Kant adjudica a la pereza y la cobardía las causas de la autoculpable abdicación de pensar, esa especial forma de cómoda sumisión a la ignorancia. Sin embargo la debilidad moral y la fragilidad de la voluntad no bastan para explicar el fracaso de las luces en nuestro tiempo. Kant mismo habló de “independencia civil”, ya que ser dueño de uno mismo moral e intelectualmente es insuficiente en la vida civil si materialmente dependes de otros para vivir.

Mi generación, en Occidente, desconoce las experiencias totalitarias que condujeron al exterminio político planificado, al horror de la deportación y los campos de trabajo forzado, los fusilamientos masivos y el sacrificio de la propia vida por la patria. Pero sí hemos conocido las enfermedades del vacío: precarización y frustración laboral, la ansiedad social vinculada con nuevas y quizá más sutiles formas de alienación profesional, y el malestar ligado a cierto nihilismo del capitalismo tardío. Algo que incluso puede llevar a situaciones imposibles de devaluación personal, desesperación y postración psicológica. Relacionar directamente la educación con la prosperidad ha llevado a múltiples confusiones y a cargar lo educativo de excesivas responsabilidades, demandas y exigencias que no puede atender. Como ya he escrito en esta serie de artículos, la educación es un punto de partida y no de llegada: es el inicio, ¡entra en el mundo!, y no la conclusión. Resulta ingenuo pensar no solo que ella sola puede solucionar los conflictos políticos, sino que puede soportarlos sin resentirse y degradarse, como si la institución escolar y las familias pudieran estar al margen de la estructura económica, impenetrables. El contexto geopolítico, las relaciones de dominación económica y las imposiciones de las democracias oligárquicas, boicotean la posibilidad de implementar y realizar una educación ilustrada.

En la Pedagogía -libro confeccionado en 1803 a partir de las lecciones que Kant impartió en la Universidad de Köingsberg recogidas en apuntes por Friedrich Theodor Rink- se afirma que “el hombre es la única criatura que ha de ser educada”, añadiendo que “únicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre”. Parece una condición irrenunciable de toda comunidad política que sin embargo no nos hemos tomado muy en serio. Kant distingue entre la educación física que incluye el cuidado, el sustento, la manutención, la disciplina, y la educación práctica que incluye la instrucción y la moralización. Se puede adiestrar, amaestrar, domar, domesticar a los perros y los caballos para que obedezcan a sus dueños, igual que el caudillo hace con los hombres, pero solo estos pueden realmente instruirse e ilustrarse. La educación moral o práctica responde a la necesidad de construir la imagen de un ciudadano autónomo y un individuo racional que debe ser formado para alcanzar todos sus fines y convivir entre libres e iguales, no entre esclavos. El santo y el héroe, el pacifista y el revolucionario, al mártir y al anarquista, no son las figuras que promueve el sistema educativo occidental, sino que busca encontrar una síntesis entre la figura del ciudadano y el trabajador. Pero ambos ideales regulativos en determinadas circunstancias parecen antagónicos. Resulta difícil hablar de ciudadanía si solo se posee la igualdad y la libertad jurídica pero se carece de los recursos y los medios materiales para ejercerlas, es decir, la capacidad de subsistir sin depender de la voluntad arbitraria de otro: un amo, un señor, un patrón. Resulta ridículo llamar ciudadanía a una población proletarizada y precarizada, una población en la que cada uno depende a vida o muerte de la suerte que corra en el mercado laboral o con las arbitrariedades de un Estado altamente corrompido. El trabajador asalariado que solo puede vender su fuerza de trabajo y no posee ningún tipo de propiedad privada, sometido casi totalmente a la necesidad y la ausencia de tiempo, ¿cómo puede considerarse un ciudadano libre?

Este equívoco de la derecha también afectó a la izquierda contracultural; puede verse más claramente con el torpe error que el “antihumanismo” foucaultiano cometió con la clase obrera. Parecía que llega a producirse un obrero, a transformarse un cuerpo, un deseo, unos gestos, unos placeres, una voluntad y sus claudicaciones, a través de dispositivos de subjetividad, es decir, micro-controles, micro-disciplinas, mil resortes de vigilancia, que hacen proletario al proletario, o ahora, precario al precario. Obviando las lecciones del marxismo: un obrero es obrero por el lugar que ocupa en el sistema económico y en el mercado de trabajo, por el hecho de carecer de medios propios de producción y redistribución. Es decir, que lo define más su condición de haber sido expropiado de sus condiciones de existencia que por prácticas y discursos sobre el deseo, el cuerpo y los placeres. Del mismo modo la ciudadanía no solo se define por decretos, normativas, retóricas ideológicas y prácticas culturales y lingüísticas, sino por el tiempo libre, la propiedad, las posesiones, los medios materiales, y la posición en el Estado y el orden económico, es decir, todo aquello que garantice a los individuos su autonomía civil, el ejercicio de los derechos políticos y su participación en los asuntos públicos.

Como hemos visto la educación no puede politizarse pero tampoco despolitizarse. Los desajustes y desequilibrios sociales no se pueden afrontar totalmente a través de una mejor formación y preparación individual de los alumnos, ya sea en secundaria, escuelas profesionales, la universidad, o la atención parental. No seamos cándidos e hipócritas con esto. La tarea de hacer de la ciudadanía algo verdadero y efectivo y no una ficción jurídica o una mera “ciudadanía burguesa” que reduzca la libertad a las libertades económicas, pertenece a las personas adultas ya educadas, a los que actúan y hablan en este mundo, aquí y ahora. Es posible que una educación práctica eficiente, escolar y familiar, pueda enseñarnos a ser autónomos, a guiarnos por nosotros mismos, el autocontrol y a liberarnos del miedo, a lidiar con el capricho, la contingencia, el desorden de las pasiones, a soportar el paso el tiempo, la molestia de pensar y el dolor de vivir, pero no nos libera de la opresión, la necesidad, la carencia y la privación.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengañodedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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