“Todo el mundo podrá comprar un Ford T del color que desee, siempre y cuando éste sea el negro”. La frase se atribuye a Henry Ford, el famoso magnate de la industria del automóvil en las primeras décadas del siglo XX.
Xavier Massó
El Ford T fue el primer automóvil de la historia concebido como un utilitario para consumo popular. Se fabricaba en serie por decenas de miles y la organización de la cadena de montaje dio nombre al modelo empresarial conocido como «fordismo». Era un coche barato, para los referentes de la época, y resultó tan exitoso que el resto de marcas se lanzaron rápidamente a producir también automóviles más o menos igualmente utilitarios y populares. Con esta ingeniosa frase, Henry Ford dejó muy claro qué tipo de coche era el Ford T, a quién iba dirigido y qué se podía esperar de él. No engañaba.
No es casualidad que la señora ministra de Educación, Isabel Celaá, manifieste ciertas veleidades de inspiración fordista. Uno de sus pedagogos de cabecera, John Dewey, a la sazón coetáneo de Henry Ford, sentía también por este modelo una auténtica y casi enfermiza devoción. Lo que ya no está tan claro es que nuestra ministra sea igualmente sincera cuando aplica este modelo a la nueva ley educativa que está impulsando. Más bien al contrario, todo parece indicar que intenta disimular que no está dando gato por liebre. En ambos casos, Ford y Celaá, se proclama una opcionalidad que a continuación se niega: en el caso del magnate, abiertamente y no sin socarronería; en el de la ministra, por la vía de unos hechos que nos presenta como lo contrario de lo que son.
Nos dice por ejemplo la ministra, que con la nueva ley todo el mundo encontrará su lugar en el sistema educativo. Pero no nos dice que este lugar ya viene predeterminado de fábrica. En este sentido, Henry Ford con su socarronería resulta ser mucho más sincero que la Sra. Ministra con su ceremoniosamente solemne formalismo igualitarista.
Y es que la nueva ley educativa, por presunto nombre LOMLOE –llevamos tantas en tan pocos años que se nos está agotando el repertorio de acrónimos- esconde mucho más de lo que dice, sobre todo por lo que no dice. Muy especialmente a poco que prescindamos de los temas paraeducativos interpuestos para atizar la polémica mediática y política: la religión o religiones, la lengua, la pública y la privada, la separación por sexo o si las escuelas e institutos han de ser primordialmente un servicio de restaurante o de autobús… Temas todos ellos que, sin un previo debate verdaderamente educativo, carecen de enjundia y funcionan solo como cortinas de humo destinadas a avivar la controversia demagógica para consumo de masas. Como el color del Ford T. Porque a los que se podían pagar un coche de gama alta para lucirlo en Beverly Hills, no les inquietaba para nada que los usuarios del Ford T pudieran o no elegir el color de la chapa. Y es que el problema de fondo es otro.
Todas las leyes educativas –centrales o autonómicas- desde la LOGSE (1990), se han caracterizado por una acusada tendencia a la progresiva banalización del derecho a la educación, por la vía de identificarlo con la mera escolarización, como si fueran una misma cosa, o con la segunda se asegurara la primera, cuando en realidad no es así, sino que ésta es el medio de que nos valemos para alcanzar aquélla. Una confusión acaso nada inocente, que equivaldría a pensar que por el hecho de estar hospitalizado es razón suficiente para que el enfermo sane. Algo que en este último ejemplo todo el mundo puede entender que no funciona así. El enfermo no se cura el mero hecho de estar internado en un hospital, sino por el tratamiento clínico que allí se le aplica, cuyo objetivo es la curación del paciente. Si se le aplica un tratamiento equivocado, entonces no solo no sanará, sino que incluso puede que su salud empeore…
Lo mismo ocurre con la escuela. Estar escolarizado no significa necesariamente estar recibiendo una (buena) educación, aun siendo ésta, sin duda alguna, una condición previa y necesaria, sine qua non. No se aprende Física o Matemáticas en la calle o en el cine, viendo la televisión en casa con la familia o yendo de fiesta con los amigos. La escuela es el continente, preparado y concebido para la impartición en unos contenidos. Y si no hay contenidos, o no son los que deben ser, entonces no es escuela, ni aunque la sigamos llamando así.
Hay cosas que si no se aprenden en la escuela, no se pueden aprender en ningún otro lugar; muy especialmente en el caso de los más desfavorecidos, cultural y socioeconómicamente hablando. I si nos dedicamos sólo a convencerles de que pueden decidir de qué color quieren su coche, sin explicarles qué es un motor de explosión o uno eléctrico, si no se les provee de los conocimientos necesarios para adquirir una formación integral, entonces… entonces tal vez sabrán de qué color quieren el coche que nunca tendrán, porque nunca estarán en disposición de conseguirlo. Si seguimos vaciando la escuela de contenidos, o la ocupamos en otras tareas que no le son propias, estaremos ciertamente cumpliendo con el precepto de la escolarización obligatoria, pero no estaremos educando debidamente. Olvidar algo tan elemental ha sido de efectos educativos devastadores. Y luego ocurre lo que ocurre…
Y lo que ocurre, entre otras cosas, es que las estadísticas educativas que periódicamente publicas organismos internacionales nos dejan muy malparados, como se demuestra en el reciente informe del Consejo Escolar del Estado, basado en datos extraídos de estudios de la OCDE y de la UE –PISA, PIAAC, Eurostat, Eurydice…-. España es el país con mayores índices de fracaso escolar, abandono escolar prematuro, repetición de curso y, lógicamente, en NINI’s… También somos prácticamente el único país de la OCDE sin alguna forma de itinerarios académicos diferenciados en la etapa de escolarización obligatoria, sin una oferta educativa postobligatoria diversificada, y prácticamente el único sin ningún tipo de control de la evaluación, sin exámenes externos o sin informes preceptivos…
Encontramos países que cuentan con pruebas externas de graduación, otros sin título de estudios obligatorios, sino simplemente un certificado de escolarización; en algunos la promoción de curso es automática, pero con examen externo de graduación, en otros se incorpora al expediente un informe preceptivo sobre los posibles estudios a proseguir; la inmensa mayoría cuentan con itinerarios académicos según el rendimiento… Siempre, se repita curso o no, haya examen de graduación o no, encontramos algún mecanismo de control que acredita que el alumno está en disposición de estudiar aquello que está estudiando. Modelos muy diferentes y sin duda contrapuestos entre sí, pero contrastados y con mecanismos compensatorios, con la excepción de España. ¿Y qué nos propone la ministra Celaá?
Más bien poquita cosa. Se diría que lo que le molesta de verdad no son los índices de repetidores, de fracaso y abandono escolar, y de NINI’s, sino las estadísticas que los ponen de manifiesto. Precisamente por esto, a lo único que se recurre es a su maquillaje por el procedimiento de cambiar las categorizaciones. ¿Y cómo se hace esto?
La Sra. Celaá parece que lo tiene muy claro. ¿Qué hay demasiados repetidores? Pues se prohíbe la repetición de curso o se restringe al máximo; ¿Que hay demasiados alumnos que no obtienen el graduado en ESO? Pues que puedan obtener el título igualmente con materia suspendidas… también en el Bachillerato; ¿Qué las estadísticas todavía no nos salen como queremos? Que nadie se preocupe, todo está previsto: en lugar de estudiar por materias se estudiará por ámbitos, por proyectos por lo que sea, así nadie suspenderá Matemáticas o Historia conjuntamente, porque todo será «interdisciplinar» y se deberá evaluar cualitativamente –sea lo que sea esto-, y así acabamos con los denostados suspensos.
Con medidas tan drásticas, seguro que nuestra posición comenzará a mejorar en los rankings internacionales. Puede que no en las pruebas PISA, pero ya se buscará algo cuando toque… De momento, nadie repetirá curso, habremos acabado con el estigma de los suspensos y la práctica totalidad del alumnado habrá obtenido un título de ESO que facultará para cursar Bachillerato o Formación Profesional, titulaciones que se podrán obtener a su vez con materias suspensas. Seguirán sin saber hacer la O con un canuto, entre otras razones porque no se les habrá enseñado a hacerlo, pero las estadísticas de titulados serán maravillosas.
Nos podríamos preguntar si la ministra Celaá se dejaría operar por un cirujano que hubiera obtenido el título con la mitad de la carrera suspendida o que, aun siendo muy bueno con el bisturí, no sepa de anatomía. Pero esta es una eventualidad que a la Sra. Celaá ni se le pasa por la cabeza. Porque esta ley no es para ella ni para los suyos, está pensada para los del Ford T.
Y es que las cosas han cambiado mucho desde los tiempos de Henry Ford. A los usuarios del Ford T seguramente que les hubiera gustado poder elegir otro color, pero sabían que no estaba en su mano y que se tenían que resignar. La ministra, en cambio, es mucho más sofisticada; a la vez que proclama la libre elección del color, se propone conseguir que todos se inclinen «libremente» por el negro. Igual hasta acaba saliéndose con la suya.