Por Francisco Rosell
Fuente: El Mundo
Cuentan del escritor y diplomático francés Paul Claudel –así al menos lo relata Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría– que, cuando ejercía como embajador en Tokio, se encontró, de regreso de una recepción, con la terrible adversidad de contemplar que su residencia oficial era pasto de las llamas. Como hombre de letras, lo primero que le agobió fue la suerte corrida por sus manuscritos y joyas bibliográficas. Cuando alcanzó el jardín de la legación, Claudel observó entre la humareda a un hombre con algo entre sus manos. Al
poco, lo identificó. Era su mayordomo. Yendo presuroso al encuentro del jefe de la cancillería, el sirviente lo tranquilizó con el orgullo del que sale bien parado de un envite. «¡No se alarme, señor! –exclamó– He salvado el único objeto de valor».
Acceder al artículo completo: El Mundo-Madrid-15_08_2021-2