Recuerdo que durante los años de universidad la historia del éter me fascinaba. No solo por sus intríngulis, giros de guion y reminiscencias sobrenaturales, sino también porque revela algunos de los aspectos más ambiguos de la ciencia: la supervivencia durante siglos de modelos claramente insatisfactorios, el gusto por la redundancia, el predominio -más a menudo de lo que esperaríamos- de la teoría y la intuición sobre la evidencia empírica.
Clàudia Payrató @cclaualc
Asimismo me impresionaron y aún me impresionan los enormes esfuerzos que, paradójicamente, se realizaron para medir esta hipotética sustancia. Esfuerzos que, como en una tragedia griega, no hicieron sino anticipar su propio final.[1] Por eso cuando me encuentro discutiendo con un colega sobre cómo tratar tal u otra competencia; en las reuniones y cursos donde observo tanto profesores hastiados y confundidos por el nuevo modelo competencial como entusiastas convencidos; incluso en la soledad de la preparación de una programación didáctica, mientras realizo esfuerzos absurdos por detallar un intangible… en todas estas ocasiones, es difícil no acordarse del éter y la estupefacción que me causaba, quizás por exceso de ingenuidad, la obstinación de los físicos en postular la existencia de esta sustancia invisible y de propiedades prácticamente contradictorias.
De hecho, una problemática análoga respecto a la cuestión de la medición se repite hoy en el contexto educativo. Solo hace falta consultar una programación didáctica actualizada para cerciorarse de que es necesario un andamiaje en absoluto ligero -aunque no por eso más exacto- para determinar la gradación, evaluación y aplicación de las competencias. También es inevitable que durante el ejercicio de redacción -y, prácticamente, de estilo- que debe hacerse para traducir lo que ocurre en el aula al paradigma competencial, uno termine por cuestionarse: ¿existen realmente las competencias? En caso de que existieran, ¿son tal y como las define el currículum oficial? ¿O, acaso, nos hallamos ante un nuevo éter?
Aunque puede parecer una pregunta pretenciosa o provocativa, en realidad es totalmente seria. Aún más cuando se aboga por abandonar la alternativa que, en esta analogía más o menos atrevida, vendría a ser la luz: los contenidos, cuyo corpus -aún si a veces tendencioso o injustamente limitado- ha dado forma y razón a la educación durante siglos. Personalmente, no puedo entender esta distinción entre contenidos y competencias como otra cosa que no sea un modelo que aproxima, de forma bastante burda, el proceso de enseñanza y aprendizaje. Sin embargo, observo a diario cómo profesores y “expertos” educativos asumen una dicotomía neta entre competencias y contenidos, en la que los dos conceptos no solo aparecen perfectamente delimitados sino que, a menudo, se consideran mutuamente excluyentes. De hecho, hasta cierto punto la implementación del modelo competencial carece de sentido si no se acepta esta dicotomía. Pues, si reconocemos que ambos elementos están hibridados, es decir, que técnicas y habilidades se entretejen de forma compleja con datos y teorías, ¿qué sentido tiene preferir enseñar por competencias en vez de por contenidos?
Quizás podamos recurrir de nuevo a la analogía con el éter lumínico para tratar de responder esta pregunta. En el modelo físico, el éter ejercía una función explicativa: complementaba la descripción de fenómenos relativos a la propagación de la luz que, de otra forma, resultaban muy difíciles de comprender. Así que podríamos suponer que debemos lidiar con el reduccionismo, simplismo y redundancia que conllevan el modelo competencial en aras de su potencia explicativa. Sin embargo, personalmente me resulta imposible de creer que un profesor de lengua, por poner un ejemplo, no sepa distinguir los diferentes procedimientos que trabaja un alumno realizando un análisis crítico, un resumen o una exposición oral. ¿De verdad necesitamos de un currículum que nos explicite estas habilidades bajo el nombre de competencias? ¿En serio vamos a creernos que las competencias sacan a la superficie algo que, gracias al sentido común y la experiencia, no sabíamos ya?
Así pues, sospecho que en esta elección priman otros motivos e intereses que no conciernen la epistemología sino -como ocurre también con las teorías científicas- cuestiones sociológicas y, probablemente, económicas. Se ha hablado mucho y mejor de lo que podría hacer yo aquí sobre cómo este cambio educativo parece encarado a formar trabajadores operacionales en vez de ciudadanos cultos y, dentro de los límites que el saber permite, libres. Pienso que asimismo refleja un relativismo del conocimiento, una desvalorización de la cultura, expresado por ejemplo en la priorización del hacer sobre el pensar -como si acaso alguna de las dos acciones, sin la otra, hubiera jamás trascendido la historia.
Por último, sospecho además que se persiguen fines políticos, entre otros el de maquillar estadísticas. La nebulización de los criterios evaluativos, la transformación del trabajo docente en un ejercicio de burocracia, y sobre todo, el paulatino emborronamiento de los saberes que actúan como puntos de anclaje en el camino y, asimismo, como termómetros de la dificultad de lo que se pretende enseñar; todo ello facilita una bajada del nivel educativo que, mágicamente, mejora las estadísticas del llamado fracaso escolar. De este proceso los profesores somos a su vez víctimas y, aunque posiblemente esto se diga poco, verdugos.
Tal vez sea posible extraer, aún, una última conclusión de esta analogía, si es que el lector me ha perdonado hasta aquí los desajustes y saltos en la comparativa. La ciencia nos enseña que a veces ni siquiera las evidencias empíricas nos salvan de una teoría fallida; pero, también que, sin ellas, estamos abocados al misticismo. Apliquémoslo, pues, en educación, antes de abrazar con los ojos cerrados la existencia de un nuevo éter.
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Clàudia Payrató es profesora de secundaria y doctora en Física por la CY Cergy-Paris Université y la Universidad de Zaragoza.
[1] Entre abril y julio de 1887, los físicos Albert Michelson y Edward Morley llevaron a cabo uno de los experimentos más famosos de la historia, ideado para determinar mediante un interferómetro la existencia de un medio de peculiares propiedades que llenaba el vacío y permitía la propagación de la luz: el éter. Diversas formas de éter habían sido postuladas desde la antigüedad, aunque la que recibió mayor atención fue la conocida como “éter lumínico”, inicialmente propuesta por Huygens en el siglo XVI, y cuya medición preocupó a numerosos físicos, especialmente durante el siglo XIX. El resultado negativo del experimento de Michelson-Morley y de otras pruebas sucesivas, así como el desarrollo de la teoría de la relatividad especial y general, promovieron el abandono paulatino de la hipótesis etérea, si bien su nombre siguió apareciendo -bajo nuevas significaciones- en boca de científicos como Dirac o Einstein hasta prácticamente mediados del siglo pasado.
Desconozco si las competencias, como usted dice, sacan algo nuevo a la luz que el sentido común y la experiencia de los docentes no les hayan revelado ya. La verdad es que no me preocupa, puesto que no es eso lo que se pretende con el enfoque por competencias. Tampoco se busca explicar nada. Simplemente se trata de centrar el aprendizaje en la problematización y en la exigencia intelectual. Se plantea una situación problemática, un reto intelectual que exija movilizar los conocimientos de forma integrada, es decir: articulada y estratégicamente. En eso consiste el enfoque por competencias y no en «priorizar el hacer sobre el pensar» como usted tan desacertadamente sugiere. ¿Que por qué priorizar las competencias sobre los contenidos? Pues es evidente: por que se trata de un enfoque mucho más completo. En primer lugar por que los contenidos adquieren el estatus de conocimiento cuando se movilizan. De lo contario no son nada. Segundo por que el enfoque por competencias requiere una movilización del conocimiento a tres niveles: declarativo ( a lo que se suele limitar el enfoque tradicional), procedimental-heurístico (no algorítmico, sino estratégico) y condicional (sabiendo cuándo y por qué se moviliza un determinado conocimiento). Tercero por qué requiere la integración, es decir la movilización articulada y estratégica de los conocimientos anteriores. Un modelo que solo de manera muy desacertada alguien puede tildar, como usted hace, de «reduccionista y simplificador». Por supuesto usted puede decir que todo eso ya lo tenían en cuenta los docentes en su práctica cotidiana antes que se inventaran las competencias. ¿Qué quiere que le diga?, soy padre de dos alumnas y no es esa mi experiencia. Gran parte de lo que se les ha exigido durante su escolarización ha sido movilizar el conocimiento a nivel más bien declarativo. En definitiva, se trata de apostar por un aprendizaje que aúne significatividad, funcionalidad e integración. Y sobre la conveniencia de estas tres cualidades y su relación con la calidad en la enseñanza, hay evidencia para parar un carro, proveniente de campos como el constructivismo, la alfabetización científica y la didáctica de las ciencias.
Atentamente: Francisco Javier Martínez, profesor de secundaria y doctor en didáctica de las ciencias.