Nuestra “moralidad” nos impone denigrar todo lo humanístico, todo lo científico, porque lo que es difícil, lo que es especulativo o teórico o creativo, no es popular.
Andreu Navarra Doctor en Filología Hispánica, profesor y escritor. Docente de secundaria y profesor de Historia de la Cultura Contemporánea en la Universitat Oberta de Catalunya.
A propósito de la duda, María Zambrano escribió en 1989 que “ha engendrado al pensamiento”, y que es la “manifestación de una fe; la fe en la razón, sin la cual el hombre, en lugar de dudar, se abandonaría a la ambigüedad en que las cosas se le aparecen y se mantendría confinado, como en una cárcel sin salida posible, en la situación de no saber a qué atenerse respecto a lo que le rodea y a lo que le acontece, a la opacidad, a la tiniebla, y viviría así bajo el peso de los decretos desconocidos, y sin remedio abandonado al vaivén de los acontecimientos, como un juguete del tiempo“. Estas palabras forman parte de su libro Notas de un método.
A nuestras autoridades no les interesa ni la duda ni la fe, ni mucho menos la razón. Vivimos en una época de aristas agudas, solideces ideológicas, previsiones infalibles, estadísticas tan infalibles como cocinadas, unanimidades y militancias ruidosas. En otras palabras: vivimos en una sociedad crédula. Leo algunos planes de digitalización educativa y parecen películas distópicas, en las que el ser humano es una disfunción evolutiva que merece ser apartada. A nuestra época le interesan la eficacia, la homogeneización y la Razón Progresiva con mayúsculas, el discurso fuerte y la megalomanía social.
Toda nuestra adhesión queda reservada para el tecnócrata de hierro, o su máscara exterior, sin que hagamos caso de los sabios, sabios como Emilio Lledó, que no deja nunca de apelar a la vigencia de la filosofía, voces como la de Remedios Zafra, que señala los dos únicos caminos capaces de reconstituir nuestra humanidad malherida: la sociabilidad y la solidaridad. Sabios como Joan-Carles Mèlich, que recupera la razón poética de María Zambrano y la reconvierte en la razón desvalida, la razón antidogmática y al servicio de la vida humana y no de las urgencias futuristas. En lugar de escuchar a las sabias, nos zambullimos en más cables, pantallas, tecnoprofecías y transhumanismo. De siempre se ha sabido que la tecnología era un buen auxiliar pero en ningún caso un vector de mejora moral. Quizás algún día despertemos y nos encontremos con las arcas vacías, pero en posesión de la palabra.
Desgraciadamente, ya vivimos confinados, como en una cárcel, prisión que hemos deseado, sin salida posible, en la situación de no saber a qué atenernos respecto a lo que nos rodea y a lo que nos acontece, en la pura opacidad, en la tiniebla, entre otras cosas porque no sabemos ni siquiera por qué hacemos lo que hacemos, en la inercia, donde pensar o imaginar es un esfuerzo inútil, un acto de resistencia herético y mefítico, y vivimos ya bajo el peso de los decretos desconocidos, sin interés por saber quién dictan nuestra política y con qué fines, por la sencilla razón de que no nos interesa saber quién nos maneja y moldea y para qué, y sin remedio abandonados al vaivén de los acontecimientos, superados siempre, o no consultados, como si babeáramos delante de un ziggurath, como un juguete del tiempo, o más bien de la prisa, de la urgencia y de la aceleración inducidas porque sí.
Nos podemos sentir seguros cinco minutos, pero el espejismo no dura mucho. Mientras nuestra propia vida se acelera y licua cada día un poco más, el mundo de la cúpula de convicciones se adensa y negrea semana tras semana, suplantando al horizonte abierto de la cultura. La mera autoridad no sustituye la necesidad de pensar. Esto lo sabemos desde el siglo XVII. Vivimos en una época de cirujanos de hierro, perfectamente intercambiables entre sí. El problema es que el cáncer que se proponen sajar somos nosotros mismos. Parece que el próximo curso será el definitivo, el que haya logrado sustituir la educación por el simulacro de adoctrinamiento. Espacio para los debates cordiales, quedará poco, porque la educación real no necesita duplicarse en marcas de hitos digitales, no se puede doblegar a la vigilancia digital estricta. Supongo que de vez en cuando podremos escapar por la puerta pequeña, por la puerta de atrás, hasta el jardín de la escuela, lugar en el que tal vez podamos aprender algo.
Tendremos también que reconocer que el colectivo docente no está libre de culpa. Ya me avisaron de que la lectura de los trabajos filosóficos del joven Nietzsche me aportarían perspectivas interesantes con las que analizar nuestro mundo educativo. En Schopenhauer como educador, por ejemplo, nos damos de bruces con una descripción del sabio pedante y estatalista que encaja a la perfección con la naturaleza de los gurús que han asaltado los medios, las entidades bancarias y los partidos políticos: “Se les suponía siempre bastante ignorantes y, desde luego, dispuestos a recurrir a giros oscuros y escasamente comprensibles para ocultar esta ignorancia. Se demoraban gustosamente en esos lugares brumosos en los que ningún amante de la claridad podía aguantar mucho tiempo. El uno oponía a las ciencias de la naturaleza la objeción de que nadie es capaz de explicar plenamente el devenir más simple, de donde concluía la total irrelevancia de aquélla. Otro decía de la historia: a quien tiene ideas, nada nuevo le enseña”; los gurús actuales lo que afirman es que toda noción de verdad o certeza es “elitista” o “totalitaria”, pero cuánto más desmoralizador que el pensamiento científico son el caos y la desmovilización mental.
Obedecen a una lógica ordenancista que se ha consolidado como una variante autoritaria del burocratismo neoliberal, que ha convertido todos los aspectos de la vida humana (también el ocio, también la investigación; por supuesto, también la sanidad y la enseñanza) en mercancía altamente espectacular y rendible.
Cuando eliminas la realidad compleja y la sustituyes por indicadores interesados, las políticas se vuelven irresponsables. Es decir, nadie se encarga de medir los efectos reales de los decretos y directrices desde 1990, porque hacerlo nos obligaría a buscar responsables de nuestro fracaso colectivo. El resultado es una cultura de la obediencia y la pura autoridad que nos puede recordar a la Prusia de 1874, con idénticos vectores conductistas y deterministas, pero de opereta: “Toda cultura que nos aísle, que nos imponga fines que vayan más allá del dinero y de la adquisición de propiedades, que nos cueste mucho tiempo, pasa a ser así odiada, siendo denigradas estas formas más serias de formación cultural con calificativos como “egoísmo refinado” o “epicureísmo cultural inmoral”. Va de suyo que la moralidad vigente a este respecto enaltece precisamente lo contrario, esto es, una formación rápida, capaz de convertirlo a uno en un ser que gana dinero”. El calificativo actual más frecuente para la cultura es “elitismo”. Nuestra “moralidad” nos impone denigrar todo lo humanístico, todo lo científico, porque lo que es difícil, lo que es especulativo o teórico o creativo, no es popular hoy. Lo popular es el abandono mental a la uniformización canónica: la mentalidad canónica, el cuerpo canónico, la corrección política, la adecuación a las normas, la banalidad, es decir, la ideología reaccionaria como necesidad natural.
Pero no pueden convencer: no es de buenos ciudadanos no saber nada, haber aprendido apenas a leer y escribir y quedarse en esa menesterosidad. Todo lo que es complejidad, lentitud, contemplación, lectura, delicadeza, apetito de reforma, sofisticación mental, es acusado de atentar contra la equidad del alumnado. Alumnado que ha de ser nivelado por abajo en la pura nulidad. Porque un ciudadano crítico no será nunca un completo cliente, porque un ciudadano informado no se conformará fácilmente con su condición precaria. Lo que resulta ortodoxo hoy es ser muy “bueno”, muy “positivo” y muy alejado de cualquier heterodoxia cultural o ideológica. Sonreír contra la misma evidencia de la desigualdad, mostrándose totalmente indiferente con la suerte de las clases subalternas, clasificadas como mano de obra de tercera categoría, o directamente semiesclava. Por ejemplo, leer a los clásicos es “elitismo”, y no digamos ya entenderlos o aprender a pensar qué son la vida, o el amor, o el lenguaje. Eso ya nos lo dicta Internet según nuestros filtros de comportamiento y corrección.
Lo más deseable es que nadie sepa nada. La pedagogía por competencias, es decir, enseñar lo que uno ha de saber hacer en lugar de enseñar saber, no ha sido efectiva en ningún país que la haya adoptado. Es una antipedagogía porque no está pensada para aprender, sino para desconcentrar y producir ciberproletariado en masa, es decir, personas dependientes para siempre y ultraconsumistas, que cumplan con un comportamiento previsible, mensurable y controlado de antemano. Puro estímulo de la menesterosidad. El mundo ha cambiado desde que escribía Nietzsche, en 1874: ya no se trata tanto de que el alumnado gane dinero rápidamente, sino de que se lo gaste incluso antes de tenerlo. En ese sentido hemos perdido incluso terreno.
Con la excusa de un humanitarismo poético y casi evangélico, se recomiendan hoy los extremos más humillantes para el alumnado y el profesorado. Los datos, en este sentido, son abrumadores en países como Francia o Finlandia. Allí donde se realiza la transición competencial, el sistema educativo entra en decadencia y deserta de su sentido fundamental, a pesar y por encima de los docentes. Sería propio de una sociedad ilustrada corregir el rumbo equivocado y enderezar un ámbito que no puede seguir fallando adrede. Otra cosa es que este espíritu abierto y explorativo halle aliados y partidarios, porque siempre resulta más sencillo sumarse a la moda y obedecer, sin más, porque aporta dividendos. Y muchos likes y seguidores de YouTube.