El problema es que sigue habiendo docentes que siguen contumazmente empeñados en enseñar. Y algunos hasta en evaluar y poner notas.
Xavier Massó
Se cuenta que en cierta ocasión, con motivo de un debate parlamentario sobre el estado del sistema educativo, comparecieron ante la ilustre cámara el director general de universidades y el de enseñanza secundaria. El primero, en su exposición, se quejó del bajo nivel académico de los alumnos que accedían a la universidad. El segundo le replicó que dichos alumnos tenían el nivel que les habían impartido los licenciados universitarios formados en la institución que su colega representaba.
Puede que la anécdota sea apócrifa; da igual. Ni en el caso que fuera cierta, estaría anticuada. Desde la perspectiva que hoy en día marca tendencia en nuestro sistema educativo, lo que preocupa en las altas esferas no es el nivel de los alumnos, sino el del profesorado. Bastaría con recordar que este mismo profesorado fue antes alumno, para que estuviéramos de nuevo al cabo de la calle. Un círculo vicioso que, como muy bien indica Andreu Navarra en su último libro sobre educación, consiste en que está ‘Prohibido aprender’. Una prohibición que requiere previamente la proscripción de enseñar.
El problema es que sigue habiendo docentes que siguen contumazmente empeñados en enseñar. Y algunos hasta en evaluar y poner notas. De modo que no basta con que, por más suspensos que coseche un alumno, promocione igual de curso y se le regale el título de la ESO; o el de bachillerato y, ya puestos, si paga, hasta el grado y el master universitarios. Y no basta porque, con esta funesta manía de enseñar, igual algunos aprendieren algo, lo suficiente para caer en la cuenta de que les están tomando el pelo con tanta cura por su felicidad y tan hipócritas lisonjas; lo cual, a todas luces, resultaría muy enojoso. Hay que evitarlo a cualquier precio.
Y para evitar que se produzca tal contingencia, la ministra Alegría, que no sabemos si sabe mucho, y si sabe lo disimula muy bien, pero que desde luego ha tomado buena nota de las lecciones de sus áulicos consejeros pedagógicos, ha dado con la fórmula para convertir el anterior círculo vicioso en un cuadrado virtuoso.
No es que los profesores no sepan, sino que lo que no saben es enseñar. Y sí, se trata precisamente de que no enseñen, de modo que por ahí vamos bien, pero que tampoco se note mucho, hay que guardar las apariencias. El problema es que a veces se les va la olla y acaban enseñando. Reminiscencias academicistas que hay que atajar. De modo que lo que les falta es formación pedagógica. Y para dársela, nada mejor que en lugar de un año de máster de profesorado, que sean dos. Cabe admitir que después de dos años en manos de las facultades de pedagogía, si todavía quedaba algún remiso y reticente, algún réprobo que pensara que esto de la docencia consiste en enseñar, o lo dejará de camino, o saldrá debidamente reeducado.
El círculo vicioso se nos convierte con ello en un cuadrado virtuoso por arte de ensalmo pedagógico. Y lo que ocurre ahora no es que los alumnos tengan un nivel bajo porque no se les explica más –que también, claro, y como no podía ser de otra manera-, sino que los profesores carecen de formación pedagógica. Es decir, increíblemente y para sorpresa de la ministra, son incapaces de conseguir que los alumnos aprendan aquello que no se les explica para evitarles el esfuerzo de aprender, y sobre lo que no se les puede evaluar; o si se les evalúa, da igual, porque lo que sí han aprendido es que incluso en el improbable caso que suspendan unas cuantas asignaturas, promocionan igualmente de curso y se les concederá el título de la ESO, suma y sigue, y aquí paz y allá gloria.
El problema es que aducir a estas alturas lo de la falta de formación pedagógica del profesorado está ya muy trasnochado. Tal vez podía servir como pretexto antaño con los cerriles «profesaurios», docentes supuestamente anclados en el academicismo elitista y hostiles a toda innovación, cuya mayor aproximación a las modernas pedagogías fue el curso del CAP. Un requisito legal –sería insultante llamarlo «académico»- que se exigía cursar y pagar para poder optar a la profesión docente; organizado por las facultades de pedagogía y sobre el cual hay prácticamente acuerdo universal en su carácter tóxico para cualquier ulterior ejercicio docente.
Pero resulta que dicho sector profesáuridos, por estrictas razones biológicas, es hoy en día minoritario; y de los pocos que quedan, los más están al borde de la jubilación. La mayoría del profesorado hoy en día ejerciente ha tenido que cursar, y pagar, durante un año académico entero, el correspondiente «Máster de Secundaria», en el cual las facultades de pedagogía iluminan a los futuros docentes sobre las claves de su oficio. Y consistiendo dicho «máster» como consiste, en introducir al futuro docente en los arcanos de la «ciencia» pedagógica, no parece de recibo afirmar ahora, con este modelo en funcionamiento desde hace dos décadas, que los indisimulablemente misérrimos y declinantes resultados educativos se deban a la falta de formación pedagógica de los docentes. ¿O es que los pedagogos no saben explicar?
Hace un tiempo, se decía en tono jocoso que el mejor negocio que se podía montar en España era una academia de inglés, porque todo el mundo porfiaba por aprenderlo y nadie lo conseguía. Clientela asegurada, pues. Hoy parece que es la pedagogía, con idénticos resultados. Solo que como nadie tiene el menor interés en ella, hay que obligar a la peña para asegurar el negocio. Y si no querías sopa, pues ahora dos platos y por el doble de precio, cómo no. Y es que esto de saber no explicar el teorema de Pitágoras para que no lo aprendan porque hay cosas mucho más importantes, como la felicidad, cabe admitir que tiene su mérito. Aunque algunos no se lo sepamos ver. Será porque no sabemos pedagogía.
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Xavier Massó, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación (UB) y en Antropología Social y Cultural (URV). Catedrático de Enseñanzas Secundarias por la especialidad de Filosofía. Secretario general del Sindicado Profesores de Secundaria (aspepc·sps) y presidente de la Fundación Episteme.