Muchos nos preguntamos qué más ha de ocurrir para que las autoridades educativas vean que el mundo de la enseñanza necesita inexcusablemente un cambio de rumbo (…). ¿Para cuándo llegará a nuestro sistema educativo el político con coraje que le devuelva el deseo de conocimiento, que lo redima de esta impotencia apática inducida por tantos «expertos»?
Sofia Insensata & Sever Cremat
Hay una escena genial en la película Il Casanova de Federico Fellini (su lectura de la no menos genial obra del veneciano) que nos narra un episodio muy ilustrativo. Es la historia de una joven enfermiza, una musa pálida y exangüe que, víctima de una debilidad constitutiva, se desmaya constantemente. Cada vez que la pobre Annamaria sufre un desvanecimiento, se llama al médico. Cuando comparece el dottore, provisto de una herramienta cortante y con la seria expresión del experto, su receta es siempre la misma: ¡sangría! El resultado, lógicamente, es que la joven cada día está más débil, paliducha y empeorada. Como en todo clásico que nos habla de la condición humana y nos aporta las claves interpretativas de nuestra existencia, lo que el tándem Casanova/Fellini nos transmite aquí es que los problemas suelen agravarse si les aplicamos, de forma repetida, una solución equivocada. Los presuntos remedios de ciertas seudociencias no sólo no curan la dolencia, sino que la eternizan y agudizan.
Una historia que es una alegoría perfecta de nuestro sistema educativo. Ello suponiendo, claro, que todavía pueda hablarse de sistema educativo (tal vez habría que ir buscando otra denominación). Su debilidad parece endémica, consubstancial, como si formara parte de nuestras esencias colectivas. Niveles irrisorios de conocimientos y competencias (si es que son dos cosas distintas) en los estudiantes, una inducida estandarización mediocre de la profesión docente, un sistema global y socialmente desprestigiado, incremento de alumnos con trastornos varios y graves problemas conductuales, titulaciones devaluadas de tanta «facilitación», burocratización infinita y omnipresente para disimular la falta de sentido de todo el modelo, centros públicos convertidos en guetos de marginación social, elevado índice de bajas laborales entre los docentes, direcciones desbordadas o directamente histéricas…
Nos hemos habituado ya tanto a este panorama que parece como si las cosas, en materia educativa, no pudieran ser de otra manera. El profundo malestar del mundo educativo y la incesante sintomatología de este organismo enfermo se transmite a los medios y acaba generando preocupación, una preocupación que, con el paso de los años, ha acabado teñida de fatalismo. Es entonces cuando, con algún tema educativo en boca de todo el mundo, llega el «experto» de turno y, con la misma solemnidad que el medicastro felliniano, aunque blandiendo una pantalla táctil en lugar de un bisturí, proclama la charlatanesca solución de siempre, invariablemente la misma: ¡Pedagogía!
La estructura educativa heredada de la LOGSE y su modelo pedagogista, que, en esencia, ninguna ley educativa posterior ha alterado, ni funciona ni ha funcionado nunca. Todos lo sabemos desde hace tiempo: políticos, familias, docentes, alumnos… y, especialmente, exalumnos de la ESO. Todos. El pedagogismo es el núcleo del problema, el fenómeno que genera y empeora todo el resto de los problemas que atenazan al sistema. Un sistema que está mostrando claros signos de implosión y cuyas costuras están reventando por todas partes. Pero ¿cuál es siempre la respuesta de nuestras autoridades educativas? ¿Tal vez intentar recuperar una cierta sensatez educativa? ¿Revaluar los conocimientos y su transmisión? ¿Propiciar que los profesores puedan hacer de profesores y los alumnos de alumnos? ¿Reconvertir los centros educativos en espacios a los que se vaya a estudiar y a aprender? ¿Recuperar conceptos olvidados y estigmatizados, como «exigencia académica»? ¡No! La respuesta siempre es más y más pedagogismo. Últimamente en formato digital, claro, porque la lectura y la escritura son, para los pedagócratas, habilidades periclitadas.
Cuando un estado de cosas es absurdo, cuando un sistema parece actuar con el propósito de negarse a sí mismo, entonces es cuando aparecen los «sorprendentes» efectos indeseados que nadie había previsto. Y es que, en definitiva, lo que es ilógico acaba siempre estallando por algún lado. La penúltima demostración de este síndrome es la falta de profesores solventes. Era inevitable. ¿Qué alumno mínimamente brillante que haya pasado por las deslavazadas aulas públicas de la ESO, y haya sido testigo de tantas humillaciones a los docentes, va a querer dedicarse a esta profesión? Tras lustros y décadas de degradación de la enseñanza pública impulsada por determinadas políticas educativas, y explotada hasta el último euro por las facultades de pedagogía, ¿íbamos a esperar acaso que personas con talento y estudios universitarios siguieran este camino? Años y años culpabilizando a los docentes de todas las calamidades educativas que ellos mismo eran los primeros en padecer; años y años minando cualquier atisbo de prestigio que proviniera del saber; años y años de pedagogismo mediocre y absurdidad burocrática han arrojado finalmente un resultado inesperado, pero contundente: faltan profesores.
Un salario insuficiente y por debajo de lo que corresponde a las categorías equivalentes en la Administración Pública no es que ayude tampoco a encontrar profesores especialistas. Ni la desaparición del Fondo Social Europeo, ni los recortes aplicados, nunca restituidos. Pero aquí lo esencial es que un profesor bien formado y con cierto grado de vocación, sabe perfectamente que en la enseñanza pública le tocará hacer de todo, menos de profesor. Esa es, realmente, la cuestión. Las vocaciones de asistente social, de orientador, de psicólogo o de monitor de entretenimiento son muy loables y meritorias, pero no son lo mismo que la de profesor. La versión trasnochada y talibana del constructivismo pedagógico ha proscrito la figura del docente amante de los conocimientos que transmite a los alumnos, a la vez que estimula su curiosidad intelectual y el deseo de aprender saberes científicos o humanísticos -estos últimos ya prácticamente en la clandestinidad-. ¡Cómo íbamos a extrañarnos de que jóvenes cultivados y con criterio, con autoestima académica y cultural, no quieran formar parte de un sistema que promueve la ignorancia y que no enaltece las materias de estudio!
Muchos nos preguntamos qué más ha de ocurrir para que las autoridades educativas vean que el mundo de la enseñanza necesita inexcusablemente un cambio de rumbo. Se nos habla del acompañamiento emocional del alumno. Sí, cómo no; el profesor que no empatiza con sus alumnos –como grupo e individualmente- no es un buen profesional. Pero la auténtica misión de un instituto -que no es la misma que la de un centro de acogida o de actividades lúdicas- es la de garantizar un acompañamiento académico y el desarrollo de sus potenciales capacidades de aprendizaje. Sólo desde el cumplimiento de esta encomienda formativa, que es la razón de ser de un instituto, el centro podrá también acompañar adecuadamente a los discentes en su maduración personal y en su proyección social. Y ahora la pregunta pertinente sería, ¿Por qué razón hemos de estar hablando de una cosa tan obvia? ¿Cómo hemos llegado a confundir tan torpemente lo que es nuclear con lo que es complementario?
Hoy en día la escuela, la institución educativa, parece que está cargando sobre sus espaldas todos los males de la sociedad, que no son pocos. Esto lleva a una situación explosiva y a que, ciertamente, el profesorado de perfil académico no se sienta especialmente llamado a trabajar en este tipo de escuela. El resultado es que nuestro sistema educativo ni está haciendo bien su función primordial –enseñar, capacitar, desarrollar talentos…- ni está tampoco resultando exitoso en sus nuevas funciones sobrevenidas, de acompañamiento de unos adolescentes con problemáticas personales y actitudes sociales cada vez más complejas. La institución educativa no puede con todo, ni le corresponde afrontarlo. El modelo actual no es sólo un rotundo y sostenido fracaso académico; lo es también en la gestión de conflictos de origen extraeducativo (que no son responsabilidad suya), en la promoción de la integración social y en el ofrecimiento de auténticas oportunidades educativas –no un mero placebo- a los sectores sociales más desfavorecidos.
En la película de Fellini, y visto que el tratamiento a base de sangrías que recibe Annamaria la está matando, Casanova decide actuar por su cuenta, seducirla y acostarse con ella. El resultado es que la damisela revive, el buen color y la sonrisa vuelven a su rostro. ¿Para cuándo llegará a nuestro sistema educativo el político con coraje que le devuelva el deseo de conocimiento, que lo redima de esta impotencia apática inducida por tantos «expertos»? ¿Quién osará seducir a la educación catalana con el amor al saber y la librará del pedagocrático estado de postración actual? Que venga, pero que no se demore, o será demasiado tarde.