La innovación educativa: ¿una panacea universal?

Una excelente iniciativa de los años 60 y 70, válida para ciertos entornos sociales y que reclama una estructura organizativa muy particular, puede ser que no obtenga los resultados esperados cuando se aplica en otros contextos. Entonces, una iniciativa con claras raíces progresistas, al generalizarse, burocratizarse e imponerse precipitadamente a otros modelos que también funcionan, puede privar a determinados grupos sociales del acceso a un conocimiento básico.

 

Josep Oton

En el siglo XIX, la búsqueda de las fuentes del Nilo impulsó no pocas expediciones impregnadas de un aventurismo romántico y, también, de otras motivaciones más prosaicas. Investigar sobre el origen de una realidad -bien sea geográfico, histórico o sociológico- es un ejercicio intelectual que nos aporta claves para entenderla.

Y la innovación educativa no es una excepción. Podemos estudiar quiénes fueron los pioneros y las pioneras que, llevados por un espíritu casi heroico, renovaron los métodos de la noble profesión de enseñar. Aun así, hoy, desde una perspectiva más crítica, no son pocos quienes asocian el énfasis innovador a las demandas de un sistema económico que identifica la actividad empresarial como modelo de éxito aplicable en la escuela. Tampoco puede faltar la opinión de quienes, frente a la revolución tecnológica, piensan, no sin razón, que la enseñanza no puede vivir de espaldas a estas nuevas herramientas.

Evidentemente, de dónde viene todo es una cuestión compleja y preguntarnos sobre la génesis de un hecho no siempre nos proporciona la respuesta sobre su bondad o su viabilidad.

Dicho esto, querría centrarme en un factor que nos suele pasar por alto. En las décadas de los 60 y de los 70 del siglo pasado, surgieron en Cataluña una serie de escuelas que, frente al estilo de la época, impulsaron un modelo educativo basado en la lengua catalana, el carácter laico, la coeducación y las pedagogías activas. Se trataba mayoritariamente de cooperativas de padres y madres, por lo tanto, con un grado máximo de implicación de las familias.

Construyeron un sistema de enseñanza de gran calidad y muy comprometido con un proyecto cívico propio de las necesidades de aquel momento histórico. Su contribución permitió vertebrar la nueva sociedad que se estaba configurando.

Con el paso del tiempo, en los años 80, muchas de estas escuelas, mayoritariamente las de primaria, se integraron en la red pública, algunas de ellas conservando gran parte de su idiosincrasia. Ahora bien, sin negar en absoluto su extraordinaria aportación a la mejora de la enseñanza y al progreso de una sociedad, hay que tener en cuenta las dificultades derivadas del intento de exportar este modelo a otros contextos.

Ciertamente, la influencia de estos centros ha sido notoria. De este entorno escolar nacieron iniciativas sindicales, asociaciones de padres y madres y movimientos de renovación pedagógica. Además, en diferentes momentos, el Departamento de Educación se ha nutrido del discurso pedagógico de estas escuelas y personas procedentes de algunas de ellas han asumido cargos de responsabilidad política y técnica. Desde estas instancias políticas se ha intentado generalizar el modelo. Tanto es así que la legislación educativa catalana, así como la española, rezuma la influencia de esta experiencia escolar.

Nada que decir respecto a la propuesta pedagógica, pero, como decíamos, no siempre ha funcionado tal como se esperaba cuando se ha aplicado en otros contextos. Por ejemplo, fue -y es- un modelo de éxito cuando el apoyo de las familias está garantizado. Ahora bien, la realidad no siempre es así y hay que atender a todo el alumnado sea cual sea su ambiente familiar. Precisamente, si los niños y jóvenes viven en un entorno con carencias culturales, quizás sería más apropiado impartir una enseñanza con contenidos muy estructurados y muy secuenciados. De lo contrario, sin un orden epistemológico, pueden confundirse con mayor facilidad y encallarse en su proceso de aprendizaje a causa de las grandes lagunas en sus conocimientos.

Así mismo, los centros mencionados seguían los principios organizativos propios de una iniciativa privada, muy diferentes del sistema funcionarial de la escuela pública. No nos detendremos ahora en valorar las ventajas y los inconvenientes de cada modelo, pero lo cierto es que en nombre de unas metodologías pedagógicas se ha intentado introducir en el ámbito público componentes propios de la gestión privada. La impronta de esta manera de entender un centro escolar se detecta, por ejemplo, en el famoso ‘Decreto de Plantillas’.

Además, hay que hacer referencia a las particularidades de los institutos de secundaria. El alumnado, por razones psicobiológicas, es muy diferente del de primaria. También, por razones obvias, las familias no tienen tanta implicación en el día a día del centro. Pero, también hay que tener en cuenta que el profesorado ha sido formado en facultades universitarias especializadas en una materia académica. Esta diversidad en la formación enriquece la vida de los institutos y garantiza la calidad de los contenidos enseñados.

En resumen, una excelente iniciativa de los años 60 y 70, válida para ciertos entornos sociales y que reclama una estructura organizativa muy particular, puede ser que no obtenga los resultados esperados cuando se aplica en otros contextos. Entonces, una iniciativa con claras raíces progresistas, al generalizarse, burocratizarse e imponerse precipitadamente a otros modelos que también funcionan, puede privar a determinados grupos sociales del acceso a un conocimiento básico.

Lo que a mí me funciona en clase, quizás no le funciona al compañero o a la compañera que trabaja en el aula de al lado. Cada materia dispone de su didáctica específica, cada docente tiene su estilo y cada centro debe de responder a las necesidades de su alumnado. Hay que valorar las iniciativas exitosas, pero también respetar la diversidad de maneras de enseñar y de aprender. Y corresponde a los docentes, a partir de su formación, de su experiencia y de su profesionalidad, decidir en cada momento cómo asumir el reto de enseñar.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

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