El verdadero mal para padres y profesores es perder la respetabilidad, la influencia, el prestigio, el carácter vinculante de sus palabras, ya que practicando meramente la dominación hundirán sus objetivos educativos en la esterilidad y la vacuidad.
Yeray Rogel Seoane | @YerayRogel
Es innegable que un malestar recorre la educación desde el momento en que sus fines y funciones ya no resultan evidentes e incuestionables a ojos de la comunidad. La ciudadanía que todavía conserva algo de lucidez y de conciencia frente al ensimismamiento social parece contemplar las inútiles innovaciones pedagógicas y normativas de los últimos tiempos como un momento más de su impotencia y desorientación política, que atendiendo a la experiencia del pasado no han traído más que calamidades.
Hannah Arendt en su breve ensayo, La crisis de la educación (1958), expuso con profundidad que la educación se encarga de conducir, guiar y orientar (ese es también el sentido etimológico de educere) a los que acaban de llegar al mundo, un mundo entretejido de relaciones que les precede, para vincularlos con el presente y el pasado, para irrumpir e interrumpir la monotonía estableciendo un puente entre lo viejo y lo nuevo. Precisamente en su propio ejercicio la educación elabora, de un modo inteligible y duradero, un legado que contiene los saberes y conocimientos acumulados a lo largo de la historia para iluminar con ello la realidad que habitamos, en demasiadas ocasiones cargada de olvidos y tinieblas. Siempre educamos para recomponernos en la confusión y para dar continuidad a una existencia inestable y mortal. Hoy la transmisión de la tradición ha dejado de tener sentido, ha perdido la antigua fuerza que hacía admirables y recubría de grandeza los tesoros del pasado. Pues no consiste tanto en averiguar qué hay de vivo y aprovechable en la tradición, sino que queda de vivo en nosotros mismos tras sus revelaciones. El descrédito que sufre no es algo reciente, a nadie le puede coger por sorpresa. Lo que sí es inesperado es el hecho que nos sea indiferente su ausencia, que ni siquiera lo experimentemos como un gran vacío.
La crisis de la autoridad que está vinculada con esta ruptura del hilo de la tradición, de hecho, no se entendería una sin la otra, se ha convertido en una de las causas más visibles de la degradación educativa según el testimonio de veteranos profesores. La palabra autoridad proviene del latín auctoritas, derivado del verbo augere, que significa aumentar, acrecentar o magnificar algo en el sentido de hacer posible que se expanda. Se vincula con la excelencia de un legado que es susceptible de ser agrandado. Quien tiene autoridad es aquel que logra un acatamiento no sustentado en la coacción y la dominación sino en la confianza, la seguridad y el vigor. Por este motivo, como bien señaló Arendt, la autoridad, aunque se encuentre íntimamente vinculada con el poder no debe ser meramente subsumida en este fenómeno ni identificarse con el uso de la violencia, sea física o simbólica. Si los profesores y padres deben recurrir a la coacción y al chantaje para realizar su voluntad entonces resulta que carecen de autoridad por completo, aunque mantengan intacto su poder. Si el mandato viene acompañado de la amenaza del uso de la fuerza para implementarse entonces la obediencia no proviene de la voluntad y la autoría sino del miedo al poder. Arendt cita Las Leyes (De Legibus) de Cicerón: “aunque el poder está en el pueblo, la autoridad corresponde al Senado”.
El verdadero mal para padres y profesores es perder la respetabilidad, la influencia, el prestigio, el carácter vinculante de sus palabras, ya que practicando meramente la dominación hundirán sus objetivos educativos en la esterilidad y la vacuidad. La autoridad supone el reconocimiento por parte del que obedece de la virtud, magisterio, capacidad o talento del que manda. Y en el caso del profesor reside en su capacidad de comprender una parte de la realidad y de su habilidad para transmitirlo a sus alumnos, que son totalmente nuevos en esta tierra y todavía desconocen su responsabilidad hacia el mundo y cómo moverse en el racionalmente. Lo que está en juego en la educación, tanto doméstica como institucional, es el reconocimiento y no la sumisión, que tan torpemente se ha confundido con la violencia.
La nueva educación asistencial y terapéutica plantea una relación de igualdad plena entre profesor y alumno, o entre padres e hijos, lo que literalmente es la extinción de la autoridad y de cualquier distinción entre conocimiento e ignorancia, entre el que tiene algo que donar y el que necesita recibir una herencia para ligarse al mundo y a su propia vida. Entienden la educación como una institución opresiva donde los adultos reprimen, en base a su supremacía, a los menores. Este absurdo deriva de confundir la autoridad educativa con cualquier forma de sujeción política, también existente en la institución escolar. Dada esta confusión los gobernantes aparecen como patriarcas y educadores de la humanidad, la actividad política como una forma de educación social para menores de edad y la enseñanza como un instrumento ideológico análogo. Confundiendo los límites y diferencias entre las distintas esferas, que, si bien son difíciles de establecer ya que se cruzan intersecciones y puntos de conexión, tienen su especificidad propia. Carece de sentido escribir y pensar cuando todo significa lo mismo, es decir, cuando ya nada significa nada ni se distingue de nada.
Escribe Arendt para clarificarlo: “En el campo político siempre tratamos con adultos que ya superaron la edad de la educación, hablando con propiedad, y la política o el derecho a participar en la gestión de asuntos públicos empieza, precisamente, cuando la educación ha llegado a su fin. (La educación de adultos, individual o comunitaria, puede ser muy importante para la formación de la personalidad, su desarrollo completo o su mayor enriquecimiento, pero en lo político es irrelevante, a menos que su meta sea cumplir con requisitos técnicos, por alguna causa no satisfechos en la juventud y necesarios para la participación en los asuntos públicos.) De modo inverso, en la educación siempre tratamos con personas que todavía no se admiten en la política ni se las pone en pie de igualdad porque se están preparando para eso”.
Es posible que el conservadurismo aprovechara la debilidad de las relaciones de reconocimiento para reducir la autoridad educativa a mera disciplina, especialmente en el pasado. Lo que explicaría su cercanía y ambigüedades con las técnicas de dominación. A mi juicio, la tradición solo puede predicarse de múltiples genealogías -es decir, no hay una sola tradición clásica, sino tradiciones– que recojan problemáticas desatendidas como las que propone actualmente el feminismo y su crítica a la cultura patriarcal, sin que eso suponga una ruptura o una abolición de la tradición, sino más bien retejerla y rehabilitarla de un modo plural y abierto. La autoridad proporciona a esa transmisión cultural permanencia y durabilidad en un mundo sometido a la incertidumbre, tan frágil e impredecible como lo son las acciones y las palabras humanas. Esta actitud se aleja de las posiciones conservadoras e inmovilistas que ven la autoridad como mera disciplina o un mecanismo para imponer orden, control y tutelaje, esforzándose en defender el statu quo que a la larga conduce a la decadencia política y cultural, ya que todo sucumbe a la ruina del tiempo si los individuos no se deciden a actuar, pensar y crear de nuevo. Terminemos con estas palabras de Arendt sobre lo que debe ser una persona culta y con autoridad: “la que sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado”.
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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.