¿Literatura universal? ¡A la basura!

Hay que defender la lectura literaria, de los clásicos o de los contemporáneos, de las traducciones o de las ediciones en lengua original. Nuestros estudiantes no merecen quedar al margen de la incomparable felicidad lectora: cada buen libro que pongamos en manos de un alumno, es una victoria contra las tinieblas del pedagogismo supuestamente facilitador y acompañador; una enfermedad educativa que nos está matando.

 

Sofia Insensata y Sever Cremat

Muchos lectores recordarán sin duda, o tendrán todavía presente, aquella colección de una cincuentena de títulos traducidos al catalán, denominada «Les Millors Obres de la Literatura Universal» –Las Mejores Obras de la Literatura Universal- conocida como MOLU. Fue una iniciativa editorial público-privada –participaban La Caixa, Edicions 62 i el Departamento de Cultura de la Generalitat de Cataluña- que durante la primera mitad de los años ochenta llenó las bibliotecas –municipales, escolares o particulares- con unos volúmenes de cubierta verde. Un proyecto que era, por un lado, y tanto por su voluntad divulgadora como por su aspecto tipográfico, una secuela de la MOLC –“Las mejores obras de la literatura catalana”-, que tan buena acogida había obtenido a finales de los años setenta; por el otro, la precuela de una colección posterior, más ambiciosa por su mayor número de títulos, que iba a aparecer en el lustro siguiente: “Las mejores obras de la literatura universal, siglo XX”. La MOLU, en efecto, se centró fundamentalmente en la literatura europea de los siglos XVIII y XIX, con algunas conspicuas muestras de literatura medieval, renacentista y barroca.

El título de la colección era ciertamente algo discutible, a poco que reparemos en la ausencia de autores de la antigüedad greco-latina, pero, muy probablemente, sus responsables –con Joaquim Molas al frente– debieron pensar que estos autores estaban ya bien representados gracias a la ingente labor de traducción llevada a cabo por la hoy ya centenaria colección Bernat Metge. Tampoco incluía ninguna obra maestra de la literatura española, algo explicable porque la inmensa mayoría de potenciales lectores en catalán dominaban el castellano y ya conocían sus principales manifestaciones literarias. En definitiva, tanto las presencias como las ausencias indicaban que la MOLU era un proyecto con visión de aportación cultural, claramente alineado con las políticas de normalización lingüística y de ampliación-reconstrucción de un mercado lector en catalán de literatura de calidad. Esta dimensión no meramente editorial, sino, digamos también cultural-nacional, explica que la colección no se limitara a presentar traducciones nuevas, sino que mirase también hacia atrás y recuperase obras de la importante labor traductora del Noucentisme.

Pues bien, a finales del curso pasado corrió por las redes un tweet en el cual una persona, cuya identidad no viene ahora al caso, explicaba que, mientras paseaba por delante de una institución educativa de Barcelona, vio como el personal del centro estaba llevando hacia el contenedor de basura unas cajas que contenían la MOLU enterita. Al preguntar, sorprendido, a qué obedecía aquella biblioclastia, le respondieron que aquel tipo de obras ya no interesaba a los chicos de hoy en día. Y con tal respuesta se quedaron tan anchos. Y aún gracias que no decidieron utilizar los volúmenes para avivar el fuego de las por aquellas calendas ya próximas hogueras de San Juan. Una suerte, al menos para el autor del Tweet, que recogió las cajas con los libros y se las llevó a su casa contento de haber dado con tan valioso hallazgo.

No sabemos si se trataba de un centro público o privado, de Primaria o de Secundaria. En lo que aquí nos concierte, es meramente anecdótico. En realidad, ni siquiera merecería comentario alguno de tratarse de una simple anécdota. El problema es que nos muestra una actitud generalizada del menosprecio por la alta literatura, que define a nuestro sistema educativo actual. Echar la MOLU al contenedor de basura (a saber cuántos centros lo habrán hecho en los últimos años) no es una anécdota: es una categoría que define la abyección en que hemos caído tras no menos de tres décadas de grosería pedagogista, de combate encarnizado contra la excelencia, de renuncia al conocimiento no meramente utilitario –o competencial, como le llaman ahora-. Podemos imaginar a los perpetradores de tal acción leyendo en diagonal los lomos de los libros antes de verterlos en una caja de cartón reutilizada: Montaigne, Henry James, Ibsen, Erasmo… ¿Quién va a leer esto? ¡A la basura!

Para más inri, el tweet de marras coincidió con el debate social y consiguiente polémica que se produjo a raíz del enésimo fracaso en una prueba externa internacional –PIRLS– que evaluaba precisamente los niveles de competencia lectora de nuestro alumnado; también coincidió, como improvisada respuesta a cargo del Departament d’Educació, ni que decir tiene que sólo como maquillaje de urgencia, con el anuncio de un plan de fomento de las bibliotecas escolares para remediar el bochorno de los resultados de dichas pruebas. Sí, suena a autoparodia, pero es la verdad. ¡Rediós! Hubiera bastado con no echar al estercolero los buenos libros. Medio año después, los recientes resultados de las pruebas PISA han acentuado el debate social sobre, entre otras carencias, la incapacidad lectora de nuestros estudiantes. Y no muchos días antes del tweet en cuestión, todavía durante el curso pasado, había circulado por los medios un inquietante artículo de una persona dedicada a la formación de estudiantes de magisterio, que denunciaba el absoluto desinterés y la supina ignorancia literaria que aquejaba a sus alumnos, precisamente los futuros docentes que tendrán a su cargo enseñar a leer a las generaciones del futuro más inmediato.

Así está el escenario en que nos estamos moviendo: alumnos que llegan al instituto con graves problemas de comprensión de un texto escrito elemental, facultades de pedagogía que fomentan la incultura en nombre de cualquier majadería innovadora, currículos oficiales donde la literatura está proscrita y centros de enseñanza que echan alegremente a la basura libros que contienen lo mejor y más meritorio que la humanidad ha alcanzado a escribir. Tenemos lo que nos merecemos, porque hemos cedido a la barbarie pedagocrática. ¿Dante, Shakespeare, Goethe…? ¿A quién interesan éstos? ¡Al contenedor!

El simple hecho de tener que defender aquí las virtudes formativas de la literatura universal es de por sí suficientemente indiciario de cuán bajo hemos caído educativamente. La educación estética de la persona, el fomento de la capacidad crítica, la construcción de una base sólida de cultura general, la ampliación de la riqueza lingüística o la formación de un espíritu universalista son algunas de las «minucias» del todo desatendidas en el actual sistema de enseñanza, logros a cuya consecución coadyuvaría el estudio serio de la literatura en diferentes épocas, lenguas y países. Y eso, como mínimo, tanto en la Secundaria obligatoria como en el Bachillerato.

Para los más escépticos, por cierto, podemos también añadir que hay estudios neurolingüísticos que indican que leer literatura «difícil» -para entendernos y como ejemplo: descifrar un poema de Góngora- va muy bien para mejorar… ¡nuestra motricidad! Ni que decir tiene que la ausencia de la literatura en los currículos se inscribe en el desmantelamiento general de las humanidades: las lenguas clásicas o modernas, las literaturas nacionales, la historia general, la historia del arte o la filosofía; disciplinas todas ellas propiciadoras de una ciudadanía consciente y de calidad, que han sido, desde hace lustros, objeto de un indisimulado saqueo por parte de los poderes pedagocráticos.

Si todo eso comportara, al menos como contrapartida, que nuestros alumnos fueran unos cracks en ciencias y tecnología… Pero no. En realidad la dicotomía entre humanidades y ciencias o tecnología es un falso debate. La dicotomía de verdad es calidad o miseria educativa. No hemos arrinconado las letras para construir una sociedad de brillantes tecnólogos. Lo que estamos haciendo es crear una sociedad mayoritariamente iletrada y apta para el consumo pasivo de la tecnología comercial. Exactamente -¡vaya casualidad!- lo que necesita la versión actual neomedievalizante del capitalismo. Después de tantos años de fracaso educativo patrocinado por la pedagogía espuria todavía hegemónica, no cabe sino levantar la vista y mirar hacia más arriba, hacia los gobiernos y los parlamentos que permiten o amparan semejante despropósito ¿Y si resultara que determinados autores clásicos de la literatura universal fuesen un peligro porque ayudan a pensar y a cuestionar los poderes y la arbitrariedad? Volvamos a la MOLU ¿Kleist, Zola, Heine, Büchner, Voltaire? ¡Al contenedor, inmediatamente!

Tirar a la papelera una colección de clásicos con el argumento de que la juventud de hoy no tiene interés por estos textos es una palmaria muestra del ridículo alumnocentrismo que se ha instalado en el mundo de la educación. Con semejante razonamiento podríamos igualmente desacreditar todas las materias de estudio y desarticular todas las asignaturas, que es lo que en realidad está haciendo la pedagocracia. A ver. Es obvio que en los años ochenta, cuando apareció la MOLU, el millar de páginas que totalizaban los dos volúmenes de ‘Orlando furioso’ –con una esforzada traducción de Bonaventura Vallespinosa- no fue, ni pretendía serlo, un best-seller juvenil. Tampoco nadie ha dicho, ni ahora ni nunca, que Ariosto sea la puerta de entrada más placentera al fascinante y enriquecedor mundo de la lectura literaria; ahora bien, esto no significa que deba cancelarse su nombre de los planes de estudio, ni que las bibliotecas escolares tengan que deshacerse de los libros que lo lleven. Los alumnos catalanes de hoy en día, como los de hace cuarenta años, tienen derecho a saber quién era Ariosto y a que se les hable de la intrépida Bradamante, la guerrera enamorada; como lo tienen también a que se les hable de Gulliver, del jorobado de Nôtre-Dame, de Tartufo, de Oliver Twist, de Rob Roy, de Emma Bovary, de Guillermo Tell, de Ana Karenina o del capitán Ahab, entre otros muchos personajes del tesoro inmaterial de la gran literatura.

El sistema educativo ha de ofrecer un imaginario lector. Esto es indispensable. De no ser así, es como si aceptásemos que lo único que deberán leer nuestros adolescentes son banalidades, infestadas de faltas de ortografía, en las pantallas de sus móviles ¿Para qué estamos educando? ¿Para abrir horizontes lectores, para romper barreras culturales de origen, para estimular la curiosidad intelectual? ¿O sólo estamos acompañando emocionalmente a los alumnos mientras consumen basura en sus dispositivos? El hecho es que, viendo cómo actúa la institución educadora, la basura parece más bien que sea la literatura, y esto no puede calificarse sino de vergonzosa catástrofe educativa y cultural ¿Qué nombres encontramos en los lomos de los volúmenes de la LOMU? Jonathan Swift, Víctor Hugo, Molière, Dickens, Walter Scott, Flaubert, Schiller, Tolstoi, Melville… ¿Quiénes son todos éstos? ¿Tienen algo que explicar a nuestros jóvenes? ¡Nada, al contenedor!

La lista de los cincuenta títulos de la MOLU, con todas las contingencias que puedan haber condicionado su elaboración, no deja de ser un canon, una propuesta canónica de lecturas. Los cánones están para aceptarlos, para discutirlos, para actualizarlos, para manipularlos ideológicamente, para subvertirlos, para defenderlos, para deconstruirlos, para ampliarlos, para recortarlos, para atacarlos religiosamente o para negarlos descreídamente. Para lo que no están es para echarlos a la basura con una ignara frivolidad impropia de un centro educativo. Un canon de literatura mundial, bien enseñado, dota al educando de una formidable herramienta para su orientación cultural a lo largo de su vida; algo que hoy en día es tanto o más necesario que hace cuarenta años.

Una de las características de la involución educativa de los últimos decenios en Cataluña es precisamente la desuniversalización de los contenidos, la excesiva tendencia al nacionalismo y al localismo cultural. Pongamos que tal autor pertenezca a la escuela del realismo literario y que sea un perfecto desconocido fuera de nuestras fronteras; está muy bien, por supuesto, que los estudiantes conozcan y aprecien al literato que les es más próximo, pero no que nadie les hable de Balzac, que era precisamente el modelo al que imitaba y quería parecerse el tal autor local. El particularismo cultural, sin un contexto universalista que lo explique, es un fraude, una manipulación o un absurdo. Hay que empezar por explicar a Balzac, y la novelística rusa de la época, y la inglesa, y a Galdós… Y sólo entonces llevar al alumno a visitar la casa del meritorio autor local. Sólo así adquiere sentido y rigor pedagógico. Pero hace años que no vamos en esta dirección ¿Qué hemos decidido hacer con Balzac? Está claro, ¡al contenedor!

El claro retroceso en el uso social y educativo de la lengua catalana es uno de los retos ineludibles que escuelas e institutos deberán afrontar y sobre lo cual el Departament d’Educació anuncia nuevas medidas. Y no parece ciertamente muy adecuado al caso extirpar de las bibliotecas escolares las traducciones catalanas de la literatura universal. Está claro que los responsables de la MOLU –además de Joaquim Molas, con asesores de la talla de Josep M. Castellert i Pere Gimferrer- eran conscientes de la importancia de las traducciones literarias foráneas en beneficio de la lengua de recepción. En realidad, da incluso la impresión de que la nómina de traductores de la MOLU hubiera sido escogida tan concienzudamente como la de los títulos, o incluso que los textos se hubiesen escogido en función de las traducciones y de los traductores disponibles.  Se recuperaron de esta manera los trabajos realizados por personalidades de generaciones anteriores, desde Maragall a Sagarra, pasando por Carner, Rovira i Virgili, Andreu Nin o Carles Soldevila. Se añadieron también traducciones realizadas por autores vivos, desde Martí Pol a Quim Monzó, pasando por Narcís Comadira, Francesc Parcerisas o el mismo Pere Gimferrer. En fin, en el catálogo figuraron muchos de los más prestigiosos traductores catalanes contemporáneos, desde C. A. Jordana a Marta Pera, pasando por Carme Serrallonga, Feliu Formosa, Joaquim Mallafré, Josep Murgades o Miquel Desclot. Quizás incluso más que un canon literario, la MOLU fuera más bien un canon traductográfico. Nadie con un mínimo de respeto por la lengua y la cultura puede enviar estos libros al contenderor. Y si quién lo hace es una institución educativa, apaga y vámonos.

O ponemos fin a la pedagocracia, o educativamente estamos acabados. Los pedagócratas luchan contra el saber, pero su influencia se limita al ámbito educativo. Que hayan acabado con la literatura en los institutos no significa que hayan acabado con el interés social por la literatura. No, no podrán con la literatura.  Es imposible que la mediocridad intelectual que estos personajes encarnan tenga la menor posibilidad contra el hecho literario. La literatura se reinventa constantemente; reaparecen nuevos clásicos, siempre en fértil diálogo con los precedentes. Nuevos géneros, nuevos apoyos, nuevos autores por doquier, vanguardistas o epigonales (o epígonos del vanguardismo, claro). Las librerías están más repletas que nunca de traducciones literarias y de escritura de alta calidad. La cifra de lectores habituales, que creció durante la pandemia, se mantiene en un nivel que invita al optimismo. Los clubes de lectura de todo tipo florecen aquí y allá con miles de personas interesadas. Los ateneos, las librerías y las bibliotecas organizan exitosos cursos y jornadas de contenido literario.

Más que nunca, en definitiva, la cultura va por un lado y la educación por otro. Un claro indicio de la burbuja mental en que viven los pedagócratas y de la irrealidad absurda que han construido con su seudopedagogía caduca y reaccionaria, sorda a las necesidades educativas y enfermizamente obsesionada en eternizar su control sobre el entramado educativo. Hay que defender la lectura literaria, de los clásicos o de los contemporáneos, de las traducciones o de las ediciones en lengua original. Nuestros estudiantes no merecen quedar al margen de la incomparable felicidad lectora: cada buen libro que pongamos en manos de un alumno, es una victoria contra las tinieblas del pedagogismo supuestamente facilitador y acompañador; una enfermedad educativa que nos está matando.

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