Agustí Colomer, secretario general de la Academia Valenciana de la Lengua, describió en su premiada novela A trenc d’alba las vivencias de su padre en el Alcoy de la II República, poco antes de estallar la Guerra Civil. Entre los recuerdos que recoge quería destacar el del profesorado del instituto. Realiza un retrato muy elogioso y entrañable de los catedráticos de aquella época, personas apasionadas por el conocimiento de su materia así como por la docencia.
Josep Oton
Tal como ha insinuado un alto responsable de la Administración, para algunos parece que el cuerpo de catedráticos sea algo del pasado -un pasado que erróneamente se identifica con la dictadura franquista- y que resulte más políticamente correcto promover un igualitarismo de la docencia que suele ser falso y fraudulento.
El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) reconoce el derecho de los funcionarios “a la progresión en la carrera profesional y promoción interna según principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad mediante la implantación de sistemas objetivos y transparentes de evaluación”.
En el caso del profesorado de secundaria esta promoción interna dentro de la carrera profesional se concreta en la posibilidad de acceder al cuerpo de catedráticos. Sin embargo, la figura de estos profesionales se ha desvirtuado –pienso yo- intencionadamente.
En primer lugar, porque prevalece una concepción de la enseñanza en la cual los conocimientos son relegados a un segundo plano. Por supuesto, las competencias incluyen conocimientos, pero se quieren diluir con la ingenua pretensión de hacer más llevadero el proceso de aprendizaje. O, si somos mal pensados, en verdad puede ser un sutil subterfugio diseñado para evitar que ciertos grupos sociales tengan acceso al legado cultural necesario para convertirse en ciudadanos de primer orden.
Con la excusa del mito del aprendizaje memorístico, basado en la repetición y no en la comprensión, quizás acabaremos privando al alumnado de tener contacto directo con profesionales altamente cualificados en su disciplina que los motiven a aprender, a querer saber, a progresar en un ámbito del conocimiento.
Por otro lado, otro motivo todavía más subrepticio podría explicar el escaso interés de la Administración en promover el cuerpo de catedráticos. Apelando a la falacia antijerárquica, los catedráticos, que han llegado a su puesto atendiendo a los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, a menudo son ninguneados. En cambio, se fomentan vínculos profesionales basados en otros criterios menos transparentes con las pertinentes prebendas que permiten aplicar correctivos y gratificaciones de manera casi arbitraria.
En ocasiones, querría que fueran pocas, se escucha en los pasillos de los institutos una expresión con fuertes reminiscencias militaristas: “cadena de mando”. No creo que nadie haya osado a escribirlo, pero suele suceder que lo no se escribe es todavía más peligroso. La idea es clara: hay que obedecer directamente las instrucciones del superior inmediato.
Quizás a la larga se llegue a prescindir de los funcionarios, aquellas personas que realizan la función que la ley determina, que han estado seleccionadas según la ley y no a través de procesos hechos a medida, y que tienen que responder ante la ley y no ante criterios personalistas o partidistas. De momento, no creo que nadie se atreva a suprimir el funcionariado, aun así a estas alturas la realidad es que, en algunas Comunidades Autónomas, se está intentando eliminar, por extinción, el cuerpo de catedráticos.
Tal vez quienes creen en una enseñanza de calidad tendrían que reivindicar profesionales que hayan demostrado su competencia mediante un sistema objetivo y transparente de evaluación que garantice la igualdad. Dicho con otras palabras: el acceso al cuerpo de catedráticos. De lo contrario corremos el riesgo de abandonar la educación en manos de las consignas del partido de turno o de los caprichos de individuos que acaparan poder en determinados cargos pretendidamente académicos.
Afirmar que los catedráticos son una institución caduca puede ser una grosera excusa que sirve para maquillar con un aire de pretendida modernidad la apuesta por un caciquismo perenne.
Molt interessant, basat en l’experiència i en la realitat.
Completament d’acord!