Innovadoramente tradicionales

Estamos tan acostumbrados a atribuir a la educación la capacidad para transformar la sociedad que pretendemos decidir las características del futuro a partir de la intervención en la escuela. Podríamos discutir mucho sobre esto: sobre si es factible, viable o legítimo. Sin embargo, en nombre del futuro, introducimos el presente en las aulas pensando que estamos mejorando el sistema cuando, de hecho, quizás tan solo lo estamos maquillando.

 

Josep Oton

A menudo asociamos la calidad de la enseñanza a palabras como “nuevo” o “nueva”, como si se tratara de un teléfono móvil. Estar en posesión de determinado dispositivo parece un valor en sí mismo. Nos sentimos obligados a adquirir el último modelo para no quedarnos atrás. Dice mucho de nuestro “perfil”: quién somos, cómo somos, qué queremos… O esto pensamos. Tal vez lo importante sea para qué lo utilizamos y no qué tipo de teléfono tenemos. Quizás para hacer un mundo más humano nos tendríamos que fijar más en la calidad de nuestras conversaciones que no en la complejidad de las prestaciones del aparato.

En educación nos pasa algo de similar. A veces el cómo es más importante que el qué.  Y, a menudo, la voluntad de ser modernos, avanzados o rompedores se limita a utilizar determinadas técnicas o estrategias didácticas teóricamente más innovadoras.

Y digo “teóricamente”. Con frecuencia la pátina de modernidad oculta obviedades. Por ejemplo, las nuevas metodologías suelen abjurar de los sistemas pretendidamente anticuados como la clase magistral, los deberes o la memorización. En una enseñanza centrada en el alumno, el docente cada vez tiene menos que decir; el trabajo fuera del aula tiende a ser desterrado para favorecer otras actividades más gratificantes; y el aprendizaje memorístico es reemplazado por el desarrollo de las competencias.

Ahora bien, a la hora de la  verdad, cuando los alumnos no aprenden por sí mismos aquello que se les pide, recurren, gratis o pagando, a las  sesiones de tutoriales  disponibles en Internet. Escuchar atentamente a un profesor, a una persona especializada en los contenidos de una especialidad, se considera un trabajo estéril. En cambio, plantarse frente a una pantalla para escuchar un “profesor” virtual es moderno. O peor aún, estamos delegando la responsabilidad de la configuración del arte de pensar en manos de “youtubers” y de “influencers”, simpáticos, chocantes y graciosos. El impacto de sus “pseudoclases magistrales” está amparado por la autoridad de las cifras, el número de visualizaciones, y no por criterios homologables intelectualmente.

Por otro lado, los deberes están casi proscritos en la escuela, en cambio la utilización de la metodología de la “flipped classroom”, la clase invertida, nos muestra la importancia del trabajo fuera del aula,  un trabajo imprescindible para asumir los contenidos correspondientes.

La memorización y la competitividad regresan con los famosos “kahoots”. Este juego, que tantas pasiones despierta y que tanto motiva al alumnado, no deja de ser una nueva versión renovada del “cesta y puntos” tan popular hace unas décadas.

Sin duda, la novedad atrae, pero también genera inquietud. Para unos la innovación educativa puede ser la panacea que resuelva los problemas de la sociedad. Otros se resisten por miedo a adentrarse  en un terreno desconocido o por la prudencia de saber que no todos los experimentos dan buenos resultados.

Es imprescindible incorporar en el aula las herramientas que la tecnología nos proporciona, pero no podemos renunciar a la calidad de una “clase magistral” impartida por un especialista en una materia; ni obviar la necesidad de hacer “deberes”, dado que no basta con “estar” en el aula para aprender, hace falta el esfuerzo personal y en solitario; ni ignorar que memorizar a determinadas edades es fácil, divertido y útil, y si no se hace en ese momento, después será más complicado.

Bienvenidas sean las nuevas tecnologías en el aula, pero que no nos hagan olvidar qué es lo importante y cómo se aprende de verdad. De lo contrario, andaremos tras un espejismo y, con suerte, acabaremos descubriendo el Mediterráneo.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

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