Elogio del gris

La educación que elogia el gris se plantea este tipo de preguntas: ¿qué hacer cuando el deber y las pasiones dan órdenes contradictorias o estas surgen de varios lados a la vez? ¿Cómo afrontar las consecuencias imprevisibles de nuestras decisiones y cómo lidiar con la incertidumbre, el azar y la contingencia de nuestras acciones? La visión utópica huye de ese rompecabezas ético e intelectual.

 

Yeray Rogel Seoane

Cualquiera que no sea lo suficientemente necio o indolente concluirá que las primeras décadas del siglo XXI han roto los espejismos ideológicos de paz, seguridad (igualdad) y prosperidad que el humanismo liberal, consolidado tras la implosión de la URSS y la debacle del comunismo internacional, había instaurado ingenuamente en Europa como dogma. La globalización aseguraba aparentemente esos bienes tangibles e intangibles ofreciendo además una nueva imagen del mundo noble y elegante: el alumbramiento de la sociedad del conocimiento y la era de la información. Grandes palabras que llenaban el vacío que había dejado el descrédito y caída de las viejas ideologías. A pesar de los desengaños y desencantos políticos del siglo compruebo que ninguna de las sociedades occidentales, especialmente las socialdemocracias, rechaza ni está dispuesta a renunciar al objetivo del desarrollo vinculado al conocimiento y en consecuencia todas aceptan, de buen grado o no, deseándolo o no, el papel central de la educación. ¿Pero ese papel teóricamente central del conocimiento y la educación en estos tiempos extraños lo es realmente en la práctica, lo tiene realmente por sí mismo? No parece algo prescindible ni inoportuno hablar de algún aspecto de la actual crisis de la educación y los riesgos que implica para poder responder a esta pregunta, a pesar de que tras la invasión rusa de Ucrania y las imprevisibles consecuencias de la guerra en el orden mundial hacen que cualquier otro problema social parezca insignificante.

Lo relevante de la crisis en educación secundaria, al menos en el contexto español, es la nueva visión ideológica que se tiene de ella. Los nuevos planes de estudio, currículos escolares y mandatos gubernamentales de la administración educativa realizados por burócratas y pedagogos exhiben una ideología subjetivista altamente voluntarista que rige y gobierna en la creencia adánica de la ausencia de obstáculos que impidan inventar el nuevo alumno desde cero, sin atender a las lecciones de la tradición ni a los condicionamientos de la naturaleza humana, a la manera fundacional y redentora con que el comunismo creó el hombre nuevo sin reconocer las limitaciones humanas. Olvidando que para esa creación abstracta sacrificaron el sentido de la realidad y la razón junto a la vida de esos seres humanos sustituidos por el ideal. Yo llamaría a esta ideología la visión utópica de la educación, sustentada en profundas raíces románticas cuyo núcleo doctrinal es el constructivismo y relativismo cultural. En la visión utópica tanto las limitaciones psicológicas como cognitivas y morales son artefactos que proceden de nuestras disposiciones sociales y no debemos permitir que estas limiten, dicten o impidan lo que es posible en un mundo mejor e imaginado. Algo tan conocido como que la realidad no frustre nuestros deseos. Asumiendo, en el fondo, que la inocencia del adolescente es la mejor versión del adulto posible.

Frente a la visión utópica, monista y holística de la educación quisiera proponer una visión gris mucho más plural y realista. Martin Gardner termina su delicioso libro Los porqués de un escriba filósofo, haciendo un elogio de lo gris. Recogiendo unas irónicas reflexiones del
encantador Chesterton insiste en que el gris es un color magnífico y su mayor grandeza estriba en que sobre un fondo gris todos los colores resultan inusitadamente bellos: un cielo azul puede matar la viveza de las flores azules, “en cambio en un día gris la espuela del caballero parece un pedazo de cielo caído”, escribe Chesterton. Y prosigue Gardner: “(el gris) tiene esa cualidad del color que los hombres llamamos incoloro; que sugiere de un modo u otro el promedio variado y turbulento de la existencia, especialmente en el sentido de contienda, de esperanza y promesa. El gris es un color que siempre parece estar a punto de cambiar para convertirse en otro; de hacerse más vivo y pasar a azul, de aclararse y pasar a blanco, o de estallar en verde y dorado. Así nos puede recordar siempre esa esperanza indefinida que encierra toda duda; y cuando el tiempo de nuestra montaña sea gris, o lo sean nuestros cabellos, acaso pueda seguir recordándonos la mañana”.

Creo que hay una verdad profunda en el elogio de los matices y sutilezas del gris que puede servir como metáfora explicativa de la moderación pedagógica al tiempo que implica unos límites y condiciones de flexibilidad y provisionalidad que no tienen el blanco o negro del utopismo educativo. Este último parte de la idea pedagógica de que el alumno y su mente es una especie de lienzo en blanco donde el medio, el entorno y el aprendizaje pueden dibujar a conveniencia y sin restricciones el sentido, los fines, las creencias e ideas, la capacidad y los deseos del nuevo alumno. Una visión gris, plural y realista que niegue el monismo de la visión utópica acepta el imprescindible papel de la experiencia en el aprendizaje pero asume que no es definitivo y que hay problemas educativos y sociales cuyas soluciones son esquivas, parciales, imperfectas, y que derivan de muchos puntos de vista o ideas en conflicto y no de una sola idea redentora que lo explique todo. La visión utópica siempre ve escándalos allí dónde hay problemas y dilemas, y líneas rectas dónde hay encrucijadas. Sus planes de estudio liquidan la capacidad de reconocer e incluso resolver conflictos de valores complejos y contradictorios, les dan a los alumnos ya definidos los valores e ideas (políticamente) correctas para cada situación difícil, tratan de destruir la moral ambigua y racional que les resulta incómoda y desagradable, precisamente porque en ese escepticismo no opone el Bien a la Bestia y no combate al dragón desde la inocencia, sino que consiste en tomar partido y comprometerse con el claroscuro, en una síntesis manqué entre un bien y la posibilidad de un mal absoluto, llena de insuficiencias y defectos, llena de grises oscilantes que siempre están a punto de cambiar hacia otro color.

La educación que elogia el gris se plantea este tipo de preguntas: ¿qué hacer cuando el deber y las pasiones dan órdenes contradictorias o estas surgen de varios lados a la vez? ¿Cómo afrontar las consecuencias imprevisibles de nuestras decisiones y cómo lidiar con la incertidumbre, el azar y la contingencia de nuestras acciones? La visión utópica huye de ese rompecabezas ético e intelectual ofreciendo a los alumnos una visión del mundo sin conflictos inevitables, deseos ilimitados, la perfectibilidad de la condición humana, y una realidad sin discontinuidades ni derrotas, segura y previsible. ¡Ah, si las cosas fueran tan sencillas como plantean! y el mal se purificara en las instituciones y los hombres como bestias se convirtieran en los ángeles dibujados en el lienzo en blanco tras su reeducación. La línea divisoria entre el bien y el mal pasa por la conciencia y el intelecto de cada ser humano y es desesperante encontrar los límites que sólo proporciona una educación gris y realista, alejada del dogmatismo utópico que cree poderlo corregir todo por mandato y declaración. Pero es comprensible la posición del utopismo porque ¿quién desea pensar en contra de sus propios intereses? ¿Quién reconoce la legítima contradicción o tensión entre ideales y valores diversos que anidan en el interior de un solo corazón? ¿Quién no desea educarse pensando que su mente y su vida son un lienzo en blanco donde los deseos ilimitados se pueden dibujar y el borrado es posible? Y finalmente, ¿quién desea destruir su propio corazón?

Para terminar habría que preguntarse si realmente el papel central que dicen los gobiernos que tiene la educación y el conocimiento es realmente un valor entendido como un fin en sí mismo o más bien es un medio para conseguir objetivos políticos y realizar causas ideológicas, sean estas de derechas o de izquierdas, progresistas o conservadores. Lamentablemente termino con el mismo escepticismo con el que empecé el artículo, solo que con más hambre.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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