Solo lo negado (II)

Sometido a un proceso de alienación en las duras sociedades postindustriales de consumo, y para sobrevivir en ellas, los planes de estudio humanísticos han tenido que mutilarse y por ello sacrificar la excelencia, la complejidad, la inteligencia y sutileza de sus contenidos, en especial los aspectos más inquietantes y perturbadores que podríamos heredar de la tradición. Entre los bienes anulados más preciados está el cultivo de los saberes inútiles.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

Todo ser humano necesita dotarse de arquetipos que le sirvan de punto de referencia moral y guía intelectual, aunque sea para desecharlos una vez asumidos, y también para sujetarse a la vida y arraigarse en este mundo sin falsos miedos ni falsos consuelos. La literatura produce esos grandes arquetipos universales que al modo de un juego de espejos reflejan la realidad y nos muestran a través de la elaboración del gusto y la belleza cómo se eleva y degrada la condición humana, cómo sufren y gozan los hombres y cómo combaten o aprenden a habitar la soledad. Proporciona una visión imprescindible de la experiencia humana en un orden narrativo, ofrece un relato unitario (por muy posmoderno que se quiera) de aquello que en la vida se nos presenta como fragmentario e inconexo. Pensar, como escribir, es poner orden al desorden que nos rodea. La literatura sencillamente sistematiza ese orden perdido en la realidad y esas irrenunciables experiencias humanas universales. Porque la vida, a pesar de las diferencias étnicas y nacionales (siempre las más superficiales), es idéntica en todas partes: sean esquimales, indios del desierto, polinesios, romanos del imperio o taxistas en Nueva York, todos los seres humanos tienen el mismo tipo de cuerpo y cerebro, la misma naturaleza humana, están sometidos a las mismas leyes biológicas y a los mismos premios y castigos del azar (incluso los geográficos, tan decisivos). Todos anhelan amar y ser amados, y sufren cuando no lo consiguen, buscan alimento y bebida para saciarse, se debaten entre el deseo de libertad y la necesidad de seguridad, temen la muerte y la injusticia, rechazan el vacío, les tienta la violencia, se asustan ante la desorientación, y persiguen una felicidad matizada por el escepticismo cuando no conviven irónicamente con el absurdo y la fatalidad.

La tensión dramática es algo inherente a la literatura y la vida, surge de las conflictivas relaciones de los seres humanos, reales o de ficción, consigo mismos y su tiempo histórico. Nudos dramáticos propios del dinamismo fundamental de la existencia humana. Del mismo modo que el funcionamiento de una central eléctrica pone de manifiesto las leyes de la física, así hace la literatura con la vida. Desde su primera empresa literaria el hombre hace balance de su situación, y no parece haber avanzado en una respuesta definitiva, porque la materia es en sí misma abierta e inconclusa, además cabe preguntarse si ha retrocedido o progresado con el paso de los siglos. Los clásicos de la literatura más representativos son tragedias porque la vida, por su naturaleza efímera y mortal, es trágica. No hay ningún clásico optimista que sin ironía nos diga que todo saldrá bien o que todo sucede para bien en el mejor de los mundos posibles y que va a ir cada vez mejor de manera irrefrenable, como sucede en el Cándido volteriano. No hay clásicos falsos en ese sentido, pero sí falsos clásicos. Es cierto, no obstante, que muchos de ellos son intensas afirmaciones (aunque a veces muy serenas) de la voluntad de vivir, del anhelo de vida y del amor fati: ese querer lo que sucede, casi un amor mundi, sin aceptar su mendacidad y mentira. La especie humana subsiste porque millones de personas, con discreción o sin ella, han seguido insistiendo en vivir bajo un (des)orden artificial fruto de la creación y la imaginación. A veces, aspectos demasiado trágicos para cargarlos a solas, y en las difíciles condiciones terrenales, han podido sobrellevarse gracias a los otros mundos que crea la literatura: un sistema estético de representación de la realidad que logre distanciarnos de lo insoportable e intolerable para observarlo desde fuera, como un simulacro donde poder pensarlo.

A estas alturas de la sociedad del espectáculo y la cultura de masas nadie puede negar que el mundo se engaña y erosiona con el ornamento. Theodor W. Adorno en su malograda Dialéctica de la ilustración (1944-1947), advierte: » La vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto». Algo así ha sucedido con la enseñanza de las humanidades en nuestro sistema educativo secundario. Sometido a un proceso de alienación en las duras sociedades postindustriales de consumo, y para sobrevivir en ellas, los planes de estudio humanísticos han tenido que mutilarse y por ello sacrificar la excelencia, la complejidad, la inteligencia y sutileza de sus contenidos, en especial los aspectos más inquietantes y perturbadores que podríamos heredar de la tradición. Entre los bienes anulados más preciados está el cultivo de los saberes inútiles. La pasión desinteresada por el estudio, el pensamiento y el conocimiento como fines en sí mismos daban a la cultura el sentido de su grandeza y esa omnímoda libertad que raramente se experimenta con tal plenitud en ningún otro campo. Por su carácter improductivo y poco rentable se ha generado en la sociedad comercial cierta hostilidad y desprecio por las humanidades, llegando a cuestionar su necesidad en la enseñanza. Y es comprensible, aunque nefasta, tanta sospecha y animosidad dado el carácter agónico de un mundo como el de la producción (del consumidor) y el trabajo. Fatuos burócratas de escuelas y academias han salido en defensa de las humanidades, de su “importancia social” porque son esenciales para la “fabricación de ciudadanos críticos”, en una estúpida lucha gremial y sindical carente por completo de aliento. En esa defensa se incurre en la tentación de la inocencia o el pecado de la bondad tratando de justificar los estudios humanísticos por cuestiones morales y su incuestionable contribución a la mejora de la especie. Las humanidades ni nos hacen mejores moralmente, ni hacen mejores ciudadanos, ni nos solucionarán los problemas políticos, ni nos concederán la redención para salvarnos de las miserias y crueldades de la historia. No tengo ningún interés en defender su utilidad como no tengo ningún interés en defender la gastronomía, considerada como una forma sublimada y placentera de la necesidad de comer, ya que a mi juicio existe el mismo vínculo entre literatura y vida que entre la gastronomía y el hambre.

Una formación humanística ofrece una instrucción sólida sobre el sentido trágico de la existencia, supone la elección trágica en un mundo de incertidumbre sobre qué es lo que queremos y lo que pensamos realmente al margen de las confusiones del pensamiento rápido y automático del consumo y la publicidad. La enseñanza en humanidades debe apelar a ese sentimiento de los alumnos de vacío absoluto producido por la ostentación, la evasión y el puro entretenimiento. A su precario modo de estar en el mundo y a la posible frialdad, como un astro apagado, de sus relaciones personales entre compañeros y amigos, familiares y profesores, e incluso en sus primeros y decepcionantes escarceos eróticos. La tristeza serena, o melancolía anticipada, que viene tras cada placer inmediato que se ofrece como compensación y tras el cierre de cada etapa vital, ese abismo que se abre al finalizar el período disciplinario de la adolescencia, sólo puede comprenderse con una formación humanística. Tratar de aprender a pensar para prestar atención a la realidad y no sólo al ruido del mundo y la distracción generalizada sino para entender qué es lo que realmente está en juego, tiene que ver con tomar el control, con ser conscientes de qué elegimos para seguir vivos. Porque si los alumnos no se toman la molestia de pensar con gratuidad, a través de los saberes inútiles, entonces en la vida adulta sí que van a estar jodidos del todo. Esos alumnos todavía desconocen la terrible expresión “día a día”: el aburrimiento, la alienación del trabajo, las rutinas domésticas, las pequeñas frustraciones y desengaños familiares, las grandes pérdidas personales y amorosas, la precariedad y su adherida humillación, la soledad del fracaso, incluso el abandono de toda complicidad generacional. Y yo sostengo que este es el verdadero valor de la enseñanza en humanidades: cómo evitar vivir “respetables”, “cómodas” y “prósperas” vidas adultas, estando muertos y siendo inconscientes. Precisamente lo negado por la institución educativa en la cultura de masas.

Artículo anterior: Solo lo negado (I)

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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