Asébeia (‘Impiedad’)

Toda educación es una forma, más dura o más sutil, de adoctrinamiento, sea democrático o cristiano, y conviene no autoengañarse al respecto. Educar cívicamente implica enseñar virtudes públicas y la formación de un espíritu democrático en el hombre para lanzarlo a un régimen democrático de convivencia, a la vez que conforma el carácter y una personalidad moral como modo de estar y sentir en el mundo.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

No hay nada tan fascinante y a su vez tan estéril como el momento de fundación de los mitos nacionales. También entonces, al modo de la Yourcenar con su Adriano, los dioses habían muerto y Cristo todavía no había nacido. Fueron unos años frágiles y empíricamente cortos, aunque la servil historiografía académica y el mundo simbólico de los mandarines los engrandeció hasta el hartazgo, magnificando y distorsionando de un modo tal los hechos y su significación política que pareció relativizar los terribles efectos de la larga y brutal duración de la dictadura.

Comenzó el 20 de noviembre de 1975 con la muerte por vejez y en cama del dictador Franco -casi todo empieza de algún modo con la muerte o en la cama- y no podemos decir con la misma certeza cuando terminó. Quizá el baile esté entre el referéndum de 1978 sobre la nueva Constitución española indisociable de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, o la mayoría absoluta del PSOE de Felipe González en las elecciones generales de octubre de 1982. Esta segunda opción parece la más plausible: el retorno de la “izquierda” al poder tras la guerra civil y la impune oscuridad de la dictadura parecía cerrar, de existir, una etapa histórica (aunque no puede decirse que fuera plenamente un retorno de lo reprimido, pues fue el PCE y el sacrificio de sus desdichados militantes, de quórum estalinista, quienes se batieron el cobre en la clandestinidad y no un despeluchado PSOE prácticamente inexistente en la oposición). Fueron los paradójicos, sucios, y esperanzados años de la Transición.

Han pasado más de cuarenta años y todavía sigue fabricándose en el mundo mediático y oficial el mito de una sociedad responsable y consolidada, unos políticos abnegados y entregados a la reconciliación nacional, un falangismo liberal y una oposición silenciosa, un rey valiente y consecuente comprometido con la democracia, unas sólidas instituciones políticas, un patriotismo benigno y una transición modelo para las dictaduras del mundo, especialmente para el comunismo del Este. Algo así como la poética nana de J. A. Goytisolo que me cantaba mi madre cuando niño para dormir: un lobito bueno, una bruja hermosa y un pirata honrado, cuando yo soñaba un mundo al revés. Ciertamente el proceso político salió bien formalmente, se pasó de una dictadura fascista a una democracia liberal, pero no por una conjunción de fortalezas sino más bien de patológicas debilidades.

La democracia en España ha sido históricamente un bien tan extraño y escaso que por muy
mediocre, falsificado y vulgar que haya sido el eficiente procedimiento para su fabricación, la ciudadanía lo interpretó como una forma inequívoca de progreso. El abusivo precio a pagar, la profundidad de las heridas, o el alcance del olvido y sus mentiras fueron costos que la épica del mito se encargó de borrar. Nadie con voluntad de integrarse estaba dispuesto a reconocer que los logros actuales de la aparente normalización democrática (aunque fuese una democracia de baja intensidad dominada al modo autoritario por los partidos) se habían conseguido tras aceptar el blanqueamiento de la autocracia y el borrado del pasado, glorificando a los demócratas conversos inventores del consenso como modelo político: los mismos elementos del régimen franquista que habían creado un agujero negro cultural, económico y civil en su obstinada erosión del país ahora se encargaban penosamente de rehabilitarlo.

El desencanto y el desengaño fueron la gramática sentimental con la que (el término quizá hiciera fortuna por la película de 1976 El Desencanto, de Jaime Chávarri, aunque el director eligió el título al azar) la oposición de izquierdas se explicó a sí misma la dilapidación del patrimonio político de la clandestinidad y la malograda experiencia del exilio, al tiempo que no sólo se refería al pasado sino que anticipaba el estado anímico del futuro tras las promesas rotas en el proceso de institucionalización y asimilación al sistema de las posiciones radicales. Hoy en día es difícil reconocer a esos personajes sin cinismo ni vergüenza.

Cuando se inició la transición en el mundo educativo todavía no se olía el desencanto y los reformistas tenían dos objetivos tan obvios que adquirían una entidad de verdades incontrovertibles que nadie osaba cuestionar y que duran hasta hoy: una enseñanza igualitaria y la imprescindible identificación entre escuela y sociedad. Ambas aspiraciones, que iban desde lo más filosófico y trascendente a lo estrictamente material y laboral, se basaban en un equívoco del ideal ilustrado y una mala interpretación del legado republicano: pensaban que a través de la educación se podía llegar a transformar la sociedad. En ello iba implícita la superioridad de lo público sobre lo privado, de la sociedad libre sobre las élites, la imposición del laicismo para diluir las normas y métodos heredados del nacionalcatolicismo, y la democratización y apertura de las escuelas sintetizada en la fórmula: “formar buenos ciudadanos”, con el añadido actual del “espíritu crítico”. Estos reformadores no advirtieron que la naturaleza del marco democrático desde el que proponían sus ideales vivía de la ilusión de libertad absoluta que produce la execración del totalitarismo; definiéndose de modo vacío exclusivamente por su oposición a la dictadura y no por los propios contenidos. De esa carencia política y desorientación social surge la confusión entre instrucción (enseñanza) y educación.

Toda educación es una forma, más dura o más sutil, de adoctrinamiento, sea democrático o
cristiano, y conviene no autoengañarse al respecto. Educar cívicamente implica enseñar virtudes públicas y la formación de un espíritu democrático en el hombre para lanzarlo a un régimen democrático de convivencia, a la vez que conforma el carácter y una personalidad moral como modo de estar y sentir en el mundo. La instrucción o enseñanza puede transmitir los conocimientos sin ese adoctrinamiento y dogmatismo y sin abandonar la idea de ciudadanía si la planteamos como “un lugar vacío” o “lugar de cualquier otro”, como una forma abierta e indefinida y no como una forma cerrada y con ideas personales de lo que debería ser un ciudadano.

La distinción, y tensión, es la misma que hay entre política y filosofía: plantearse “educación para la ciudadanía” como una asignatura al margen de la filosofía es sencillamente ideología, por muy educativa y bienintencionada que sea. Sin embargo la mirada filosófica necesariamente abandona el tono de decálogo y pedagogía moral y adopta la distancia crítica que se adentra en la pura enseñanza de conocimientos y pensamiento propios del campo de la historia de las ideas. La enseñanza, de funcionar, es una contraeducación y debería romper el hechizo que esta promete y cree ofrecer al alumno, tanto por parte de padres, gobiernos y escuelas, sobre sus creencias y su propia identidad: creer saber quién es uno mismo, saber lo que uno quiere o desea, saber qué hay o se espera.

A la vista está el ámbito fracasado de la educación tras la transición: de haberse conseguido la ciudadanía crítica no se explica cómo es posible el hermético mantenimiento, para la amplia mayoría de la población, del mito y leyenda de la transición.
Una buena refutación de la confusión se encuentra en El País, 29 de julio de 2007, ‘Educar e instruir’, artículo de Rafael Sánchez Ferlosio, donde se expone la falta de confianza en los
contenidos impersonales de los conocimientos en la medida en que la enseñanza no se conforma con la “instrucción” sino que encarece, casi como más importante, la “educación”.

Ferlosio propone irónicamente lo que los helenos llamaban la asébeia, un cargo criminal en la antigua Grecia por «profanación y burla de objetos divinos», por «irreverencia hacia los dioses del Estado» o por «falta de respeto hacia los padres y antepasados muertos», que se traduce por ‘impiedad’. Y considero que la culminación de toda enseñanza debe ser filosófica, debe consistir en esa burla total de la ilustración impía entendida como asébeia, una impiedad educativa en sentido estricto para que el adulto tras haber terminado el proceso escolar y bajo la sólidas bases del conocimiento incluso pueda ir contra el propio conocimiento, contra sí mismo, y desaprender todas sus certezas sobre el mundo y la realidad, y abandonar su fe civil para replantearse su propia situación y condición humana.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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