Pensamiento Alicia (I)

«Educación para la ciudadanía» conforma, así la recuerdo cuando la cursé, una asignatura María, doctrinalmente blanda e informativa, cuyo objetivo era ofrecer prioritariamente una sensibilidad tolerante y un sentir democrático antes que una comprensión teórica y un conocimiento comparativo real de nuestro sistema político. Apelando a la vaguedad del espíritu antes que a la concreción del intelecto.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

A veces la tarea de articulista es tan ingrata y necesaria como la del técnico que desatasca el alcantarillado urbano. El periodo de gobierno de Zapatero conformó un tapón intelectual y se caracterizó por una concepción realmente ilusoria e inocente del mundo: podía existir una política indiferente a los conflictos irresolubles de la realidad y a la certeza de que toda causa humana es imperfecta, puesto que el pensamiento Alicia (así lo definió Gustavo Bueno) procede representándose un mundo distinto al real, no porque aspire a lo irreal sino porque dibuja un mundo al revés, y distorsionado como en los espejos del callejón del gato. El pensamiento Alicia no tiene conciencia de las dificultades que hay que vencer para transformar la realidad, ni admite la terrible fragilidad de la acción humana, ni el carácter impredecible de nuestras elecciones, ni los riesgos que penosamente asumimos en el ejercicio de la libertad. Todo es mucho más sencillo en Alicia, se tiene la voluntad de pasar ese mundo del revés sin atender a los obstáculos, ni responsabilizarse de los errores de cálculo y sus consecuencias, la incertidumbre. Entendida como una forma vulgar de idealismo no resulta una ideología totalmente incoherente e irracional, sino que es una coherente estupidez y una racionalidad inversa, simplista, ingenua e infantil. Reduce la complejidad de los problemas a una noción blanda y débil del pensamiento político que trivializa y banaliza su práctica al negar la irreductible contingencia de la realidad.

Y en esto se diferencia el pensamiento Alicia del modo de pensar utópico. Porque el
pensamiento utópico (el “pensamiento Mao”, el “pensamiento Gonzalo”, el de Sendero
Luminoso), aunque también suele representar un mundo maravilloso y desconocido, incluso con excesivas esperanzas estéticas, “otro Mundo es posible”, mantiene la conciencia de las dificultades del mundo real que median para llegar a él, un mundo sin nombre y sin lugar, incluso al precio de una o muchas revoluciones sangrientas. Precisamente la conciencia infeliz de esta dificultad de acceso a otro mundo mejor, cuando está fundada en la misma rareza de las instituciones que se nos ofrecen, sirve para medir la distancia entre la realidad efectiva y la ideal. Y según la experiencia histórica suele ser un abismo terrible en el que el éxito se mide por la cantidad de cadáveres y el grado de desprecio por la vida humana. La utopía puede ser un excelente ideal crítico, de gran utilidad y alcance teórico como referencia para formar un juicio valorativo sobre la estructura de nuestra propia sociedad política y sobre los obstáculos para darle la vuelta, para medir también lo peligroso de las alocadas esperanzas infundadas puestas en los proyectos de transformación, y para medir y analizar la incapacidad de los instrumentos reformadores de los que disponemos. Reformas cuya lentitud y cruel ineficiencia pretenden ser la excusa, en ocasiones justificada, para su sustitución por la aparente plenitud de la Revolución.

En Alicia, sin embargo, no se mantiene la distancia crítica entre el mundo real y el País de las Maravillas, perdiendo la potencia analítica e imaginativa de la razón. Alicia no distingue entre realidad e irrealidad, de la misma manera que la posverdad no distingue entre verdad y mentira, perdiendo así la estima por el rigor comparativo. Alicia es plana y lineal, y tampoco piensa en lo imposible como algo fuera de la realidad sino como algo superfluo e indistinto dentro de ella, como algo integrado en la mejora imparable y automática del mundo; un progreso sin rupturas ni discontinuidades. Gustavo Bueno lo sintetizó con la noción platónica de Symploké, una palabra griega que significa “trenza” y “ensortijamiento de cabellos”. Simploké es una expresión que remite a “entretejimiento”, “composición”, y puede escenificarse con la imagen de dos hoplitas entrecruzando sus espadas en el campo de batalla, dos ejércitos que “entretejen espadas. Escribe Bueno: << En El Sofista, Platón utiliza la simploké algunas veces para explicar el entrelazamiento de las cosas que constituyen una situación (efímera o estable), un sistema, una totalidad o diversas totalidades, cuando se subraya no sólo el momento de la conexión (que incluye siempre un momento de conflicto) sino el momento de la desconexión o independencia parcial mutua entre términos o secuencias comprendidos en la realidad (…) La symploké se opondrá tanto al monismo holista “todo está vinculado con todo” como al pluralismo radical “nada está vinculado, al menos internamente, con nada”>>. Lo más característico de Alicia es que desconoce y desprecia la simploké que el utopismo necesita reconocer para negarla y superarla, creando otro mundo expresamente para eso.

Durante los años del «zapaterismo», cuando todavía no regía el utopismo educativo, se introdujo el síndrome Alicia en les escuelas con la asignatura “educación para la ciudadanía”. Esta fue defendida por los intelectuales del mandarinato, Fernando Savater, José Antonio Marina, Emilio Lledó o Victoria Camps, entre muchos otros funcionarios reconvertidos en pedagogos de saldo, en contraposición al adoctrinamiento católico que proponía la derecha española. La escuela se compone, a pesar de la enorme confusión en el deficiente diálogo público, de dos elementos complementarios: educación e instrucción (o enseñanza). Cuya relación y coexistencia en un mismo sistema escolar no está ausente de tensiones. La palabra ‘educación’ viene del latín educere que significa conducir, guiar, orientar, aunque también es posible relacionarla con la palabra exducere: sacar hacia fuera, llegando a la definición etimológica de conducir hacia fuera. Y la palabra ‘instrucción’ viene del latín instructio y significa «acción y efecto de enseñar». La educación ofrece un código moral y de conducta derivado de la sociedad en la que se inscribe, una sensibilidad y un vaporoso modo de sentir y percibir el mundo, frente a la instrucción que ofrece conocimientos y contenidos. Ambas son formas necesarias e inevitables del sistema escolar, el único riesgo consiste en cargar a una de ellas de excesiva significación y un sentido impropio de tal modo que produzca un desequilibrio (aunque todo equilibrio sea inestable y relativamente ficticio) en el que una neutralice la función de la otra. Hoy el problema se cifra en la práctica destrucción de la instrucción como transmisión de la tradición intelectual en beneficio de una hiperbolizada educación. Alicia puede rastrearse como el origen de esa infección teórica y como el tierno disfraz de la inmoralidad.

Por definición resulta difícil imaginar una educación para la ciudadanía sin guía y orientación a los valores democráticos: el respeto por el orden constitucional, la preferencia por el pluralismo político y moral, la tolerancia religiosa, y la estima -disfrazada de pedagógica e indulgente explicación- por los derechos civiles y las libertades públicas (de conciencia, acción, asociación, expresión, sexualidad, pensamiento y movimiento) que cualquier democracia liberal presupone. Y todo lo que induzca a un atentado contra esas libertades, una vulneración de derechos o una amenaza del pluralismo será censurado según la lógica de todo magisterio, del mismo modo que en una clase de ciencias naturales se censura con suspensos a los defensores del creacionismo, a los que creen en seres biológicos inmortales o que la tierra es plana. «Educación para la ciudadanía» conforma, así la recuerdo cuando la cursé, una asignatura María, doctrinalmente blanda e informativa, cuyo objetivo era ofrecer prioritariamente una sensibilidad tolerante y un sentir democrático antes que una comprensión teórica y un conocimiento comparativo real de nuestro sistema político. Apelando a la vaguedad del espíritu antes que a la concreción del intelecto. Se concluye, no sin rubor y un ligero temblor en el cuerpo, que la educación por su propia naturaleza es doctrinaria, y por lo tanto adoctrina.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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