Del tiempo y la felicidad (II)

Se tiene la vana ilusión de que los alumnos salgan buenos, justos y felices, mejores y más solidarios, y emocionalmente estables, pero en realidad solo pueden salir racionales o irracionales, inteligentes o estúpidos, ignorantes o con conocimientos particularmente útiles para cualquier mente despierta y curiosa. Dicho al modo incorrecto: o uno sale con algo en la cabeza o uno sale hecho un completo gilipollas.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

Julián Marías repara a cada cambio de calendario que nuestros días están contados. En todo balance vital se concluye si el tiempo concedido es largo o corto y si lo es siempre igual y de la misma manera, o calidad. Sostiene en El oficio del pensamiento (1958) que pocas veces se ha sentido tan agudamente como en nuestra época la brevedad de la vida, su fugacidad en la manera de deslizarse entre las manos, de escabullirse y perderse quizá en el olvido. Los años son desiguales, así los primeros y suspendidos años de infancia con su eterno verano de lentas y morosas horas, así los de la seca madurez que van menguando como los días en otoño. El tiempo, su duración real, su ritmo efectivo, depende de la estructura de la vida y solo hay dos posibilidades de dilatarlo: asumiendo con serenidad la epifanía de la cotidianidad y su repetición o afirmando una vida llena de variación y cambio, que como la defensa de la libertad y la verdad no están exentas de mayores riesgos. ¿Qué tienen en común estas vidas frente a la dilapidación del tiempo? Sin duda, el argumento. Esa inexorable aspiración al sentido.

La filosofía, escribe Marías, ha entendido bien lo que es la vida humana: que es mía, es libre, es circunstancial, es proyectiva, es horizonte y es futuro. Cuando las circunstancias no permiten proyectar, entonces la vida carece de argumento, pierde su ineludible dramatización, y su narración se convierte en una vana agitación sin sentido, impidiendo la posibilidad de realización y de felicidad. Marías, siguiendo la tradición personalista de Ortega, piensa la vida como ‘futuriza’ y proyección, como despliegue de un programa en el que la felicidad, uno de los más elevados fines que persigue el hombre, supone un imposible necesario. Sabemos que la felicidad en este mundo no existe plenamente, incluso suponiendo que elijamos bien y tomemos buenas decisiones acompañadas por la suerte y la fortuna puede suceder que tampoco seamos felices y nos sintamos desdichados, porque siempre se desea lo inaccesible o la ausencia: lo que no se tiene ni se ha tenido. Al elegir algo siempre se renuncia a otros caminos, abandonamos otras posibilidades todavía inexploradas, dejando atrás otras vidas que deseamos. Precisamente la vida humana consiste en esta pluralidad de trayectorias que se excluyen mutuamente. Impresiona mirar atrás y encontrarse los cuerpos fríos e inertes. ¡Joder! está lleno de hijos muertos, de vías sin salida, de pozos secos. En ese sentido la vida no puede ser feliz absolutamente ni aspirar a la armonía, pero resultaría impensable renunciar a ella. Nos acompaña el ideal de la felicidad como una búsqueda y meta nunca realizable y siempre insatisfecha, en esa radical inseguridad que nos amenaza, enemiga de los mortales, cuando tenemos una pasión inmoderada de seguridad.

Esta mirada orteguiana sobre el tiempo y la felicidad encaja con los personajes de existencia y destino que son la verdadera obsesión de la educación terapéutica y competencial: emprendedores cool, ciudadanos “críticos”, sujetos competenciales multi tasking y seres asépticos políticamente correctos (y ¡pim, pam, pum! futuros consejeros de algún partido político ecologista o consultores de alguna caja de ahorros provincial). Sencillamente han borrado de estos personajes la suciedad y el barro cotidiano, el conformismo y la indolencia política, pera dejar intacta la promesa de felicidad y éxito profesional. El modelo educativo terapéutico está excesivamente subordinado al futuro, supeditando el presente a lo que serán los alumnos en el futuro, a lo que será en un futuro la sociedad narcisista y sentimental, y se caracteriza por el abandono del alumno individual al molde único que oculta y suprime todas las diferencias, sacrificando al alumno real por el alumno ideal e irrealizable.

Ante la esterilidad de contenidos, el miedo al conocimiento, la desaparición de la clase magistral, y el desprestigio de la autoridad intelectual, resulta más fácil, cínico y autocomplaciente aleccionar a los jóvenes con proyectos basados en personajes de destino y existencia que ofrecen un argumento, una estructura sanitario-biográfica y un sentido a unas vidas diseñadas para encajar alienadamente en el mercado financiero. ¡Quia! En línea de continuidad, se promueve el mito de la felicidad en la sociedad y la escuela para ocultar la incompetencia, la abulia y la acidia de los nuevos pedagogos que conducen al vergonzoso fracaso escolar (intelectual). El método asistencial que niega el saber, desacredita la memoria y hace superfluos, prescindibles e ingrávidos los conocimientos, incapacita al alumno para componerse una imagen racional y realista del mundo. Eso sí, le harán muy feliz en el más absoluto abandono. Desconozco forma más perfecta de desprecio que aquella que lo hace preocupándose por ti y por tu bien.

La ignominia culmina cuando se pretende que la felicidad psicológica, aquella que se identifica con el placer, el goce, el deleite y la satisfacción, y que por definición es diversa, se convierta en una felicidad ideológica; esta presupone una única idea vaga e inocente de la felicidad, correcta y común a todos. Por el contrario la felicidad no es universal, delimitable objetivamente o por consenso, deducible lógica y formalmente a la manera de los conceptos matemáticos de cuadrado y de suma. Es un asunto personal que no se puede buscar directamente, es un premio inesperado solo alcanzable cuando uno se encuentra inmerso en el mundo y depende de la experiencia de cada cual a lo largo de su trayectoria vital. No puede imponerse una idea ideológica y totalizadora sobre la felicidad, ni interpretar la vida desde una única idea que anule la pluralidad de visiones contradictorias y en conflicto que asumimos en la espontánea felicidad psicológica. ¿No parece el de la felicidad un tema más propio de la vida adulta que de la escuela, un tema individual que impone el examen de conciencia y del insoluble corazón sobre la vida que se ha vivido? ¿No exige el paso del tiempo y una gran experiencia de largo recorrido para evaluar los aciertos y errores morales e intelectuales cometidos? ¿Y una visión de campo con aspiraciones de conjunto, en un momento donde ya no se tenga futuro, o se tenga más pasado que futuro, y donde no tenga sentido autoengañarse ni crearse falsas ilusiones? ¿No sucede que el bienestar y el confort, a veces, suponen una renuncia a lo más personal, a todo anhelo de vida singular, inhabilitando así la posibilidad de identificar bienestar y felicidad como pretende la educación terapéutica y asistencial? Las vidas felices raras veces son las más interesantes. Como escribió en algún lugar el filósofo esloveno Slavoj Zizek, “¿por qué ser feliz, si se puede estar interesado?

Cuesta asumirlo, pero el problema de la felicidad es como el problema del amor o la calvicie: un tema ajeno a la voluntad, al control y la programación, sometido casi por completo al azar y la necesidad, algo que ni siquiera los ′pedabobos‘ redentores pueden evitar ni solucionar. Creo que se tienen excesivas esperanzas en las limitadísimas posibilidades fácticas de la educación secundaria para conformar la personalidad individual y transformar la sociedad (sucede justo lo contrario con la crisis de la enseñanza universitaria). No se consiguen, nos lo dice la experiencia y los resultados empíricos, personas buenas y felices, ni ciudadanos responsables, ni se puede enseñar a vivir y sentir, ni el arte de amar, ni un saber sobre el alma. Solo se enseña eficientemente a comprender y analizar la naturaleza del mundo con las categorías de la tradición de pensamiento (y la posterior oposición a ellas) y a obtener conocimientos sobre la realidad que en el mejor de los casos pueden servirnos de guía y orientación moral y política. Se tiene la vana ilusión de que los alumnos salgan buenos, justos y felices, mejores y más solidarios, y emocionalmente estables, pero en realidad solo pueden salir racionales o irracionales, inteligentes o estúpidos, ignorantes o con conocimientos particularmente útiles para cualquier mente despierta y curiosa. Dicho al modo incorrecto: o uno sale con algo en la cabeza o uno sale hecho un completo gilipollas.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengañodedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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