No son las horas de clase

No, no es una cuestión de horas ni de costes, dejémonos de zarandajas, sino para qué las utilizamos y con qué objetivo. Si no se enseña, no se aprende. Y en nuestro sistema educativo no se aprende, porque no se enseña. Y lo que verdaderamente es de una bajeza moral inaudita, una auténtica iniquidad propia del más redomado de los cinismos es afirmar que enseñamos demasiado y que por esto los resultados son tan malos. Como decir que somos los que tenemos más vacaciones. Tan falso, lo uno y lo otro, como quien lo afirma.

 

Xavier Massó

Cada vez que el sistema educativo español sale mal parado en algún un informe internacional -casi siempre-, la polémica que se genera suele ir acompañada de la activación automática, casi a la manera de un tropismo, de la correspondiente mutatio controversiae que nos aleja del verdadero objeto del debate, convirtiéndolo en un ruidoso griterío donde es imposible distinguir el grano de la paja.

El más reciente, un informe de la OCDE, Education at glance 2023, con su correspondiente versión española a cargo del Ministerio de Educación. Interesante, porque desmiente muchos tópicos secularmente muy arraigados en el subsuelo educativo hispano, como el de las «largas» vacaciones; además, lo más inquietante, presenta un panorama verdaderamente desolador de la realidad educativa española. Una realidad que, a poco que la contrastemos con los informes PIAAC, de la misma OCDE, sume en la más profunda desazón. Porque no sólo indica que lo estamos haciendo mal, sino que lo hacemos cada vez peor.

Sí, ahora sabemos que en España tenemos 181 horas lectivas anuales por encima de la media europea, 89 más que en Francia o 249 más que en Finlandia. Y que siendo España el país con más horas de clase, es también el que presenta un mayor fracaso y abandono escolar. ¿Se nos está queriendo decir con esto que somos poco productivos, a la manera economicista? Sin dudar de la veracidad de estos datos, las translúcidas analogías con los criterios mercantilistas se antojan evidentes. Post hoc ergo propter hoc: si con más horas de clase que nadie, nuestros resultados son los peores, la inferencia parece clara. Lo estamos haciendo mal porque no somos productivos.

Bien, admitámoslo, cuando menos provisionalmente, aun asumiendo el criterio economicista implícito. ¿Pero quién lo está haciendo mal? ¿Los profesores, los políticos y pedagócratas que hacen las leyes educativas, los alumnos, las familias…? No, los alumnos desde luego que no. Sobre todo, porque convertidos por el mercantilismo educativo en centro y objeto del sistema, son inimputables en tanto que «resultado»; el producto final no puede, por definición, ser culpable. ¿Las familias? Tampoco. Bastante tienen con mantener a su prole y haberla traído al mundo, cada vez con menos tiempo para ocuparse de su descendencia y conminadas a ponerse en manos de «expertos» para tales menesteres. ¿Los políticos y pedagócratas que hacen las leyes? Menos aún, con sus leyes tan llenas de buenas intenciones. ¿Los docentes, pues? ¡Bingo!

La interpretación más grosera de la fatal correlación española entre horas de clase y rendimiento escolar, sin que por ello falten quienes la sostengan, consiste en inferir que, disminuyendo las horas de clase, los resultados mejorarán. Y así, de pasada, nos ahorramos unos cuantos profesores. En la misma línea, pero formulada más sutilmente, aboga la idea según la cual el problema es que los profesores enseñan demasiadas cosas ¡Claro, con tantas horas! Y esto, nos dicen, satura a los alumnos, por otro lado, nada interesados en aprender cosas que, ni les divierten, ni les interesan, ni les van a servir para nada. Y si algo no sirve para nada, mantenerlo es un coste innecesario.

Es evidente que la versión pedagógica del economicismo manifiesta una auténtica afinidad electiva con el mercantilismo educativo que aquél propugna: si los alumnos no aprenden logaritmos, da igual por qué razones, se sacan del currículo y santas pascuas. Total, ¿a quién le importan los logaritmos? Ya se los enseñará esa gran maestra que es la vida, al que los necesite, si es que tan imprescindibles son, o los aprenderá en internet… Pero ¿en la escuela? ¿A quién se le ocurre?

Pero, volviendo al problema, ¿hay verdaderamente una correlación que permita establecer inferencias concluyentes entre las horas de clase y el rendimiento escolar, académico, ya sea en proporción directa o inversa? La verdad, al menos a juzgar por los resultados de los demás países que aparecen en el mismo informe, comparados entre sí de acuerdo con este mismo criterio, no parece que estemos en condiciones de inferir juicio concluyente alguno sobre tal correlación; tampoco en el caso de España.

Una correlación que, por lo demás, ya refutó Gabriel Heller-Sahlgren en su estupendo ‘Real finnish lessons. The true story of an education superpower”[1], a propósito de Finlandia. Una de las divisas del por entonces exitoso sistema educativo finlandés era precisamente «menos es más»: menos horas escolares, mejores resultados. Esto pudo funcionar mientras los espectaculares resultados finlandeses de principios del siglo XXI fascinaban al mundo. Efectivamente, Finlandia era el país con menos horas lectivas del orbe occidental, y el que mejores resultados escolares obtenía. Pero fue un espejismo que se diluyó tan pronto como los resultados empezaron a declinar, casi igual de espectacularmente. ¿Qué iban a hacer entonces? ¿Reducir las horas de clase a la mínima expresión?

Imaginemos un país «A» cuyo alumnado está muy fuertemente motivado para obtener unos buenos resultados escolares, por cualesquiera razones -una férrea disciplina espartana, una arraigada tradición de cultura del esfuerzo, la presión social, el prestigio social de la cultura y el conocimiento o que éste sea el pasaporte al éxito…-. Y un país B, donde tal motivación no existe, o lo es en grado mucho menor. En «A» tienen 800 horas de clase, en «B», mil. E imaginemos también que ambos países son más o menos homologables o equiparables: PIB, población, renta per cápita, distribución de la riqueza, nivel y coste de la vida, servicios… No es muy difícil inferir que los resultados de A aventajarán a los de B, ni que los de B no mejorarán por el procedimiento de reducir sus horas lectivas, como tampoco tienen por qué aumentar necesariamente los de A si las incrementan.

¿Por qué? Porque en su sentido académico, la mayor motivación no sólo implica una mayor atención y aprovechamiento de las horas de clase, así como un mayor interés y esmero al hacer los deberes en casa; también leerán más, tendrán más interés y se esforzarán por aprender… En clase o fuera de ella. No me fiaría mucho de un informe que, bajo este escenario hipotético, arrojara resultados contrarios a los expuestos. En otras palabras: los milagros, en Lourdes.

Sin duda habrá otros factores igualmente determinantes, pero nos basta con el ejemplo anterior para establecer, como lo hacía Sahlgren, que las horas de clase no son un factor que intervenga de manera concluyente en los resultados escolares. Toda vez, claro, que nos mantengamos dentro de unos parámetros más o menos normales. Si en un país, por más motivado que esté el alumnado, hay cien horas de clase anuales, y en otro son quinientas, probablemente sería otro cantar. Aun así, no lo sería por el número de horas lectivas en sí, sino por falta de ellas para llevar a cabo la actividad académica necesaria, lo que lastraría inevitablemente el aprendizaje.

Claro que, bien mirado, si los contenidos curriculares impartidos fueran al cabo los mismos, con cien horas que, con quinientas, volveríamos a estar en las mismas. No es inimaginable que los motivados obtuvieran, con cien horas de clase, los mismos o mejores resultados que los no motivados, con ochocientas. No podríamos concluir entonces, sino que los segundos están perdiendo el tiempo, académicamente al menos. Económicamente, en cambio, o incluso mejor, políticamente, hasta puede que no fuera así; lo que, por cierto, constituye una tan curiosa como falsa paradoja, siempre en función de los designios del poder según las finalidades últimas que se proponga conseguir por medio del sistema educativo. Pero de esto no se habla nunca. No deja de ser curioso que lo «insosteniblemente» costoso siempre sea lo que no se desea mantener.

En otras palabras, podemos decidir convertir nuestras escuelas e institutos en ludotecas, y nuestras aulas en flipped classroom, con las clases gamificadas cual nueva tierra jauja al estilo de la isla de los juegos del cuento de Pinocho. Y constataremos con satisfacción que nuestros alumnos se lo pasan muy bien y que la escuela no representa ningún trauma para ellos. Podemos abandonar la idea del esfuerzo y renunciar a todo aquello cuya consecución lo requiera. Podemos incluso renunciar a enseñar y a impartir conocimientos… Con todas las horas que queramos.

Pero no nos escandalicemos entonces cuando, a la salida de tan divertida isla, caigamos en la cuenta de que la realidad que está esperando a nuestros alumnos no es precisamente la que Pinocho imaginaba cuando estaba estabulado en ella, sino la que en realidad dicha isla les deparaba: un artero engaño. Una realidad con la que toparán, para la cual no los habremos preparado y frente a la cual no podrán valerse. En la obra de Collodi, a los falsos profetas educativos que han pergeñado este despropósito les hubiera crecido la nariz, por mentirosos. Pero claro, esto sólo ocurre en los cuentos; la isla, en cambio, es muy real: es en lo que estamos convirtiendo nuestro sistema educativo. O ni siquiera esto, si atendemos al palmario deterioro de la convivencia, cuya realidad más bien evocaría la descrita en ‘El Señor de las moscas’, de Golding.

No, no es una cuestión de horas ni de costes, dejémonos de zarandajas, sino para qué las utilizamos y con qué objetivo. Si no se enseña, no se aprende. Y en nuestro sistema educativo no se aprende, porque no se enseña. Y lo que verdaderamente es de una bajeza moral inaudita, una auténtica iniquidad propia del más redomado de los cinismos es afirmar que enseñamos demasiado y que por esto los resultados son tan malos. Como decir que somos los que tenemos más vacaciones. Tan falso, lo uno y lo otro, como quien lo afirma.

No, no enseñamos: se ha prohibido hacerlo, poniendo todos los impedimentos legales y materiales posibles para que tal tarea no se lleve a cabo, y mediante la desacreditación, tanto de quien enseña, como de lo que enseña. Lo demás, meros flatus vocis.

[1] Gabriel Heller Sahlgren (Centre for Policy Studies, London (2015). Hay traducción al español y al catalán: https://es.fundacioepisteme.cat/2023/01/25/las-autenticas-lecciones-finlandesas/ y https://fundacioepisteme.cat/2023/01/25/les-autentiques-llicons-finlandeses/ en ambos casos la descarga es gratuita.

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Xavier Massó. Secretario General de Professors de Secundària (aspepc·sps). Presidente de la Fundació Episteme.

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