El discreto encanto de resistir

Una educación moral liberal y humanista, que es el anhelo de estos autores, fortalece el juicio individual, promueve una mentalidad científica y una actitud filosófica, preserva la extraña alegría instintiva de la vida, favorece el gusto por el cultivo personal y la libertad, el escepticismo hacia doctrinas oscurantistas e irracionales, el aprecio por la memoria y la tradición, la inquietud por conocerse a uno mismo, el vigor de la resistencia íntima y el entusiasmo por la autonomía.

 

Yeray Rogel Seoane  | @YerayRogel

Moscú, 3 de mayo de 1938, el poeta Ósip Mandelshtam es arrestado por segunda vez en casa de unos amigos mientras disfrutaba de una velada literaria. Fue deportado a Kolymá donde moriría en uno de los campos de tránsito antes de terminar el año por haber escrito una oda ofensiva contra Stalin“el montañés del kremlin”, y quizá por otros libros “contrarrevolucionarios” del escritor. Nadiezhda Mandelshtam, su mujer, tuvo que proteger la obra de su marido para que los cansados chequistas en sus “operaciones nocturnas” de registro no encontraran los manuscritos que querían utilizar, antes de destruirlos, como prueba condenatoria en uno de los falsos juicios soviéticos en los que era habitual la confesión bajo tortura. Nadiezhda vagaba por las frías ciudades rusas como una indigente, dormía en habitaciones compartidas de casas colectivizadas, o en casas de amigos, cuando no en la calle, esperando la liberación del poeta cautivo, avergonzada y sometida a la delación de “los suyos”. Junto a la también poeta Anna Ajmátova, y a pesar de la asfixia, conservaron los escritos arruinados de Ósip memorizando todas las noches cada uno de los versos de su última etapa, Mi siglo, mi bestia, para que no se perdieran en el olvido. Hoy tenemos y podemos leer los Cuadernos de Moscú y los Cuadernos de Vorónezh gracias a la memoria de estas dos trágicas y románticas damas.

Nadiezhda, así lo cuenta en Contra toda esperanza (Nadiezhda significa esperanza en ruso; escribió contra sí misma), estaba obligada a vivir, no podía elegir, si se suicidaba les hacía el trabajo sucio a los chequistas, ¡y cómo iba a dejar que ganaran ellos! Brodsky, el poeta ruso, llegó a decir de aquella digna mujer reducida ya a las penumbras de la vejez: “recordaba a los restos de un gran incendio, una pequeña ascua que se enciende si la tocas”. Esta horrible y fascinante experiencia durante, probablemente, los peores años del terror estalinista -sinónimo de 1,3 millones de personas deportadas al Gulag y de 700.000 asesinatos, todo entre 1937 y 1938- revelan el incalculable valor de no renunciar a sí misma, de no abandonarse, es decir, de la resistencia íntima. Un aspecto fundamental, quizá idealizado, pero no por ello menos cierto, de la educación humanista que encontramos en la pedagogía ilustrada. Escribe Rousseau en su Emilio o de la educación: “mas si en estas comparaciones ocurriese una única vez que mi Emilio deseara ser otro que no fuera él, aunque este otro fuera Sócrates, aunque fuera Catón, todo habría fallado, pues quien comienza a tenerse por extraño no tarda en olvidarse de sí mismo”. Sin duda la exigencia de ser responsable y dueño de uno mismo no puede darse sin el antiguo nosce te ipsum, el autoconocimiento que destierra todas las fantasías y autoengaños. Nadiezhda logró no sucumbir a la desesperación absoluta ni diluirse, como desea todo verdugo, en la nada impersonal al comprometerse con el recuerdo y la transmisión del legado literario de su marido. La memoria era la única posibilidad de permanencia, y la escritura, a pesar de todas sus limitaciones, el más poderoso medio para evocarla.

¿Qué sentido personal puede tener añadir a la situación de opresión, privación y necesidad, la entrega al recuerdo de la belleza y el registro del mal cuando la tentadora inclinación al silencio y la autocompasión son más fáciles y rentables? ¿Alguien sin entrenamiento, sin disciplina, hubiera podido realizar con éxito una tarea tan humanamente conmovedora como incierta y angustiosa? Sabemos que la memoria y la transmisión de conocimientos son procesos comunes de cualquier autoconstrucción educativa que busca desarrollo, arraigo, profundidad y perspectiva, cierto equilibrio y estabilidad para habitar en el mundo. La tradición hace inteligible y comprensible el pasado, lo ya sucedido, sin su legado y enlace los viejos saberes y experiencias se pierden o se vuelven completamente opacos a nuestros ojos. De hecho, sólo es posible pensar desde algún tipo de tradición y genealogía, de lo contrario, si desaparece la donación de toda transmisión se corre el riesgo de pervertir la historia al precio de hacer incomprensible nuestro presente.

Existen muchos ejemplos en el siglo XX de esa misma resistencia íntima vinculada con la posibilidad del legado. Victor Klemperer, hijo de rabino y casado con una mujer “aria”, fue obligado a abandonar su cátedra de literatura francesa de la universidad de Dresde por las leyes raciales. Forzado a trabajar en una fábrica y a residir en una “casa de judíos”, comenzó a anotar en su diario la vida ordinaria bajo el nazismo: el último registro de la vivienda, el último suicidio, la desaparición de familiares y amigos, la última cancelación de la cartilla de racionamiento, la última paliza y asesinato despiadado. Recopiló información tanto del lenguaje totalitario (de donde saldría su libro La lengua del Tercer Reich) como del precio de las patatas y el tedio de las labores domésticas. Sabía que por unas pocas palabras ofensivas contra el Führer y los símbolos e instituciones nazis podía ir a la cárcel, e incluso morir en los Lager. Algunos de sus compañeros de habitación, como la tragicómica señora Kätcher, cada vez que le veían de madrugada sentado en su estudio, horas antes del trabajo en la fábrica, le traían información: “¡Apunte usted esto…, tiene que apuntarlo!”. Otros simplemente lo desanimaban por lo absurdo de la tarea. Los Diarios de Klemperer, sometido a la intensa fatiga laboral, la saturación psicológica y el decaimiento, requieren de una gran disciplina intelectual y esfuerzo físico para dar testimonio del propio tiempo y comprometerse con una forma de vida amenazada, y de algún modo defenderla.

Es algo mecánico, las memorias de Mandelshtam y los diarios de Klemperer establecen una mediación moral por el mero hecho de escribir bajo el miedo insoportable, la subyugación del mandato totalitario, la intimidación constante y hasta el pánico. La elaboración del texto y de sus estrategias narrativas presupone un espacio de resistencia moral frente a la aplastante realidad y las relaciones de dominación establecidas. Sabemos que allí donde hay poder aparecen sus propias formas de contrapoder, de reacción, aunque sea en lo más íntimo, ya que no hay poder sin que haya rechazo y rebelión en potencia, como bien señaló Foucault. Al ejercitar los aspectos más elementales y rutinarios de la educación como la repetición, las aptitudes, las capacidades y habilidades, la atención y concentración, la memoria y la observación, se inicia un “diálogo del alma consigo misma” (Platón, Sofista, 264ª) que puede preservar la libertad interior, por muy efímera, dañada y frágil que esta sea. La libertad de Klemperer y Nadiezhda no se sometió totalmente al poder, aunque hubiera podido perecer por la fuerza.

Una educación moral liberal y humanista, que es el anhelo de estos autores, fortalece el juicio individual, promueve una mentalidad científica y una actitud filosófica, preserva la extraña alegría instintiva de la vida, favorece el gusto por el cultivo personal y la libertad, el escepticismo hacia doctrinas oscurantistas e irracionales, el aprecio por la memoria y la tradición, la inquietud por conocerse a uno mismo, el vigor de la resistencia íntima y el entusiasmo por la autonomía. Sin duda todo esto es una idealización regulativa en ocasiones ingenua, pero si las familias y la escuela todavía no han abdicado de sus fines y se toman en serio la realidad, iniciarán estas experiencias ineludibles de la formación y el entrenamiento como condición y punto de partida de toda comunidad política. Aunque nada de esto concluya ni clausure los conflictos de la realidad, nos capacita para dar a la vida humana ese esplendor racional que algunos pocos individuos han demostrado que se puede alcanzar.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengañodedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

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