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ESPECIALIDADES: Factor imprescindible para la calidad educativa

El miércoles, 25 de octubre, Fòrum Episteme presenta un nuevo webinar titulado «ESPECIALIDADES: Factor imprescindible para la calidad educativa«. En esta ocasión, intervienen, Miguel Ángel Tirado Ramos, profesor e inspector de Educación e Ignasi Fernández Daroca, profesor y abogado del Sindicato Professors de Secundària.

 

La organización académica en materias, o asignaturas, de las distintas disciplinas en que se estructura el conocimiento humano, y su impartición, en cada caso, a cargo de especialistas universitarios que acreditan su pericia y dominio en ellas, constituye la columna vertebral de los estudios de la enseñanza Secundaria. Su dilución en magmas generalistas y sincréticos significa la renuncia del sistema educativo a ejercer su función primordial y originaria: la transmisión de conocimientos.

Inscripciones abiertas. Registro gratuito.

 

No es la Luna, sino el dedo que la señala

Foto de Kitera Dent en Unsplash

De tanto hipertrofiar la falacia idealista educativa, estamos cayendo de lleno en su inversa: la falacia naturalista. Al fin y al cabo, si hay violencia en las escuelas es porque la hay en la sociedad. Y cuando se dice que es en la escuela donde se ha combatir la violencia, se está incurriendo en una falacia, intencionada o no; porque sólo podía intentarlo en tanto que espacio prepúblico; en el crisol de lo público que se la ha convertido, no se puede.

 

Xavier Massó

Nos recuerda un antiguo adagio que si con un dedo nos señalan a la Luna, el tonto mira al dedo. Puede que sea así, sin embargo, tampoco está de más que de vez en cuando miremos al dedo y a nuestro alrededor, no fuera a ser que, embelesados en la contemplación de la bella Selene, nos estén mientras tanto robando la cartera con los dedos de la otra mano.

Los recientes episodios de violencia escolar que estas últimas semanas han aparecido en los medios -tradicionalmente más bien reacios a divulgarlos-, han puesto sobre el tapete un problema que, desde los últimos años, sigue alarmantemente in crescendo sin que, al menos por ahora, se atisbe solución alguna. No sólo porque no la haya fácil, sino también porque todo parece indicar que seguimos mirando en la dirección equivocada, empecinados en confundir los síntomas con la enfermedad, la manifestación de algo con la causa que lo provoca.

La polémica se ha trasladado, cómo no, a las redes sociales. Desde los sectores más descaradamente sicofánticos, abrevados por las estructuras de poder que los aúpan, han sido especialmente sañudos al señalar a los docentes como responsables del problema: por incompetencia, por ignorancia, por irresponsabilidad, por cobardía, por inmoralidad, porque, ya se sabe, sólo piensan en sus largas vacaciones… de todo ha habido. Y sí, al menos desde la perversa lógica con que funcionan estos dedos acusadores, no hay chivo expiatorio más idóneo: si tenemos la mejor de las leyes educativas posible, axioma fundante e incuestionable, sus disfunciones no pueden deberse sino a agentes individuales que distorsionan en la práctica lo teóricamente perfecto por concepto. Y estos, claro, son los docentes. No hay otra.

Lo que no se preguntan es si los docentes han sido investidos con los medios y atribuciones necesarias para ejercer su cometido, ni si la normativa y los protocolos, que están obligados a seguir, son efectivos o inoperantes; si facilitan o, por el contrario, entorpecen y hasta imposibilitan su labor. A este respecto, una cita y un hecho. La cita: con motivo del asesinato por un alumno del profesor Abel Martínez Oliva en 2015, la por entonces consejera de educación catalana sentenció: “Ha muerto un profesor, pero hay una gran víctima, que es el niño”. El «niño» había entrado en el instituto, armado con una ballesta y un puñal de profesionales. El profesor, al intentar detenerlo, pagó con su vida la evitación de una más que probable masacre. Sobran los comentarios. El hecho: la mayoría de casos de acoso y bullying entre alumnos, se suelen «resolver» cambiando de centro al agredido, a la víctima. El agresor se queda en el centro, campando por sus reales. Vamos, de antipsiquiatría de los años sesenta. Desde luego, no parece que un cesto elaborado con estos mimbres induzca a albergar demasiadas esperanzas… Pero, ¿cómo se ha llegado a semejantes despropósitos?

En el ya lejano 1954, Hannah Arendt nos alertaba sobre lo que se veía venir. La educación, nos decía, es un espacio «prepolítico», o sea, prepúblico, de preparación para acceder a la esfera de lo público propia de la etapa adulta, cuya función es enseñar cómo es y funciona el mundo, no cómo vivir en él. Y añadía que, precisamente por esta razón, lo que podía tener validez en otras instancias, podía no tenerla en educación, y viceversa. Porque el gran problema de la educación consistía en que, por su propia naturaleza, no puede prescindir ni de la autoridad ni de la tradición; ello en un mundo que ya no se estructuraba sobre la autoridad y que no se mantenía unido gracias a la tradición.

Un espacio prepúblico, pues, cuyo objetivo sería poner los elementos necesarios para acceder al mundo adulto y evitar aquello sobre lo cual nos advertía Locke: “El que no haya contraído el hábito de someter su voluntad a la razón de los demás cuando era joven, hallará gran trabajo en someterse a su propia razón cuando tenga edad de hacer uso de ella. ¿Y qué hombre será un niño educado así? Es fácil preverlo”. Pues sí.

En la actualidad, la educación está muy lejos de ser aquel espacio prepúblico que debía preparar para un espacio público que, por otro lado, está hoy en claro proceso de descomposición, de disgregación, en el marco de una sociedad aún teóricamente abierta, pero donde el espacio común, público, político, sobre el que se construye la convivencia, está cada vez más abigarradamente constituido de heteróclitos compartimientos estancos. Una sociedad, en definitiva, que no «es en el mundo», sino en muchos mundos, con frecuencia incompatibles entre sí.

La dilución de esta condición de espacio prepúblico significa que la escuela ha dejado de ser el lugar en cuyo recorrido por la cual se aprendía cómo es el mundo, para pasar a ser ella misma un mundo vivido sólo experiencialmente: el primado del hacer sobre el conocer –hoy competencias- del que ya nos alertaba también Hannah Arendt. Con ello pierde su antigua función, a saber, la impartición y aprendizaje de aquellos saberes que un individuo no puede adquirir en el resto de los ámbitos que constituyen su existencia vital y experiencial en las primeras etapas de su vida: el ámbito privado, familiar, y el resto de los que constituyen su vida «extraescolar». Igual de necesarios y hasta puede que más decisivos en muchos casos, pero distintos. Ahora ya no es así.

Es decir, la «escuela» se ha alienado, ha adquirido una falsa conciencia de sí misma –esto es alienación, en Marx-, y ha pasado de ser un espacio al menos parcialmente constituido sobre sus propias reglas, las necesarias para la realización de su cometido, a convertirse en una prolongación de lo público, en un espacio público más, con el que interactúan y sobre el cual se proyectan e inciden, modulándola y moldeándola, los más dispares y heteróclitos ámbitos, con frecuencia excluyentes y en abierta contradicción unos con otros, que constituyen hoy en día la esfera de lo «público».

Puede parecer contradictorio, pero precisamente por ello ha sido posible la imposición dictada de un modelo holístico de ingeniería social, cuya versión educativa es el pedagogismo, el resultado de cuya aplicación es inevitablemente paradójico: que para nada el sistema educativo pueda influir en cualquier cambio de rumbo sobre dicha fragmentación del espacio común, que se da de antemano por descontada. Es evidente que sin el amplio disenso social que converge, por distintas razones, pero casi unánimemente, en la tácita complicidad con el desmantelamiento y trivialización del sistema educativo, esto no hubiera sido posible. Simplemente, la escuela ha dejado de ser… Y lo que se supone que debiera ser es hoy una ficción donde cada cual dice la suya.

Luego podremos pensar en conspiraciones, en fatalidades históricas o en la simple estupidez paradigmática de nuestros tiempos, para explicar la tendencia que nos está llevando hacia semejante dislate. Y podremos aducir que es por culpa del modelo neoliberal y el economicismo que lo caracteriza, o un proceso de neomedievalización tecnologizada, o el neomilenarismo resentido y groseramente igualitarista –que no igualitario- de la izquierda woke, o el sursuncorda, quien ha urdido y promovido el despropósito, o todos a la vez en aciaga serendipia. Sin duda, y en cada caso, con más que fundamentadas razones y argumentos. Pero lo cierto es que, para que se produjera esta enajenación de la escuela, era preciso subvertir las propias reglas sobre las cuales funcionaba, y la desautorización del docente era un paso necesario para conseguirlo. Pero al hacerlo, hagámonos también a la idea que el castillo de fichas de dominó salta por los aires. Y cuando despertemos, el monstruo seguirá allí.

Nos recordaba Kant que, de haberla, hasta una república de diablos tendría sus propias leyes. ‘Sympathy for The Devil’, «reza» una antigua y rompedora canción de los Rollings. Afortunados ellos, con Mike Jagger, Keith Richards y compañía, convertidos en aventajados discípulos de Kant. Al menos todavía tendrían leyes. En educación estamos en la pura anomia, porque esto y no otra cosa son la arbitrariedad y la discrecionalidad reinantes en ella.

No, la violencia escolar no es en sí misma el problema, sino el síntoma manifiesto de un sistema educativo la aplicación de cuyo modelo produce un efecto inverso al eventualmente deseado, o soñado. Cuando se dice que los centros de enseñanza han de abrirse al entorno, a la sociedad, al barrio etc., se está en realidad negando lo que un sistema educativo es en su propia esencia. Este es el auténtico problema. Y lo que ocurre entonces es que, en lugar de ser la escuela quien se abre a la sociedad, es el abigarrado ámbito que la constituye quien la invade proyectándose sobre ella,  alterándola de tal forma que el desempeño de su función deviene, simplemente, imposible.

De tanto hipertrofiar la falacia idealista educativa, estamos cayendo de lleno en su inversa: la falacia naturalista. Al fin y al cabo, si hay violencia en las escuelas es porque la hay en la sociedad. Y cuando se dice que es en la escuela donde se ha combatir la violencia, se está incurriendo en una falacia, intencionada o no; porque sólo podía intentarlo en tanto que espacio prepúblico; en el crisol de lo público que se la ha convertido, no se puede.

Así que ya va siendo hora de dejar de contemplar la Luna y volver la mirada sobre el dedo que la señalaba, y sobre nosotros mismos. No valen excusas: la Luna educativa prometida es una distopía de cartón piedra y nos están robando el futuro. Éste es el problema, lo demás, epifenómenos sociales.

La innovación educativa: ¿una panacea universal?

Mural homenaje a Paulo Freire. CEFORTEPE - Centro de formación, tecnología e investigación educativa "Milton de Almeida Santos", PYME-Campinas. / Wikimedia. Autor: Luiz Carlos Cappellano

Una excelente iniciativa de los años 60 y 70, válida para ciertos entornos sociales y que reclama una estructura organizativa muy particular, puede ser que no obtenga los resultados esperados cuando se aplica en otros contextos. Entonces, una iniciativa con claras raíces progresistas, al generalizarse, burocratizarse e imponerse precipitadamente a otros modelos que también funcionan, puede privar a determinados grupos sociales del acceso a un conocimiento básico.

 

Josep Oton

En el siglo XIX, la búsqueda de las fuentes del Nilo impulsó no pocas expediciones impregnadas de un aventurismo romántico y, también, de otras motivaciones más prosaicas. Investigar sobre el origen de una realidad -bien sea geográfico, histórico o sociológico- es un ejercicio intelectual que nos aporta claves para entenderla.

Y la innovación educativa no es una excepción. Podemos estudiar quiénes fueron los pioneros y las pioneras que, llevados por un espíritu casi heroico, renovaron los métodos de la noble profesión de enseñar. Aun así, hoy, desde una perspectiva más crítica, no son pocos quienes asocian el énfasis innovador a las demandas de un sistema económico que identifica la actividad empresarial como modelo de éxito aplicable en la escuela. Tampoco puede faltar la opinión de quienes, frente a la revolución tecnológica, piensan, no sin razón, que la enseñanza no puede vivir de espaldas a estas nuevas herramientas.

Evidentemente, de dónde viene todo es una cuestión compleja y preguntarnos sobre la génesis de un hecho no siempre nos proporciona la respuesta sobre su bondad o su viabilidad.

Dicho esto, querría centrarme en un factor que nos suele pasar por alto. En las décadas de los 60 y de los 70 del siglo pasado, surgieron en Cataluña una serie de escuelas que, frente al estilo de la época, impulsaron un modelo educativo basado en la lengua catalana, el carácter laico, la coeducación y las pedagogías activas. Se trataba mayoritariamente de cooperativas de padres y madres, por lo tanto, con un grado máximo de implicación de las familias.

Construyeron un sistema de enseñanza de gran calidad y muy comprometido con un proyecto cívico propio de las necesidades de aquel momento histórico. Su contribución permitió vertebrar la nueva sociedad que se estaba configurando.

Con el paso del tiempo, en los años 80, muchas de estas escuelas, mayoritariamente las de primaria, se integraron en la red pública, algunas de ellas conservando gran parte de su idiosincrasia. Ahora bien, sin negar en absoluto su extraordinaria aportación a la mejora de la enseñanza y al progreso de una sociedad, hay que tener en cuenta las dificultades derivadas del intento de exportar este modelo a otros contextos.

Ciertamente, la influencia de estos centros ha sido notoria. De este entorno escolar nacieron iniciativas sindicales, asociaciones de padres y madres y movimientos de renovación pedagógica. Además, en diferentes momentos, el Departamento de Educación se ha nutrido del discurso pedagógico de estas escuelas y personas procedentes de algunas de ellas han asumido cargos de responsabilidad política y técnica. Desde estas instancias políticas se ha intentado generalizar el modelo. Tanto es así que la legislación educativa catalana, así como la española, rezuma la influencia de esta experiencia escolar.

Nada que decir respecto a la propuesta pedagógica, pero, como decíamos, no siempre ha funcionado tal como se esperaba cuando se ha aplicado en otros contextos. Por ejemplo, fue -y es- un modelo de éxito cuando el apoyo de las familias está garantizado. Ahora bien, la realidad no siempre es así y hay que atender a todo el alumnado sea cual sea su ambiente familiar. Precisamente, si los niños y jóvenes viven en un entorno con carencias culturales, quizás sería más apropiado impartir una enseñanza con contenidos muy estructurados y muy secuenciados. De lo contrario, sin un orden epistemológico, pueden confundirse con mayor facilidad y encallarse en su proceso de aprendizaje a causa de las grandes lagunas en sus conocimientos.

Así mismo, los centros mencionados seguían los principios organizativos propios de una iniciativa privada, muy diferentes del sistema funcionarial de la escuela pública. No nos detendremos ahora en valorar las ventajas y los inconvenientes de cada modelo, pero lo cierto es que en nombre de unas metodologías pedagógicas se ha intentado introducir en el ámbito público componentes propios de la gestión privada. La impronta de esta manera de entender un centro escolar se detecta, por ejemplo, en el famoso ‘Decreto de Plantillas’.

Además, hay que hacer referencia a las particularidades de los institutos de secundaria. El alumnado, por razones psicobiológicas, es muy diferente del de primaria. También, por razones obvias, las familias no tienen tanta implicación en el día a día del centro. Pero, también hay que tener en cuenta que el profesorado ha sido formado en facultades universitarias especializadas en una materia académica. Esta diversidad en la formación enriquece la vida de los institutos y garantiza la calidad de los contenidos enseñados.

En resumen, una excelente iniciativa de los años 60 y 70, válida para ciertos entornos sociales y que reclama una estructura organizativa muy particular, puede ser que no obtenga los resultados esperados cuando se aplica en otros contextos. Entonces, una iniciativa con claras raíces progresistas, al generalizarse, burocratizarse e imponerse precipitadamente a otros modelos que también funcionan, puede privar a determinados grupos sociales del acceso a un conocimiento básico.

Lo que a mí me funciona en clase, quizás no le funciona al compañero o a la compañera que trabaja en el aula de al lado. Cada materia dispone de su didáctica específica, cada docente tiene su estilo y cada centro debe de responder a las necesidades de su alumnado. Hay que valorar las iniciativas exitosas, pero también respetar la diversidad de maneras de enseñar y de aprender. Y corresponde a los docentes, a partir de su formación, de su experiencia y de su profesionalidad, decidir en cada momento cómo asumir el reto de enseñar.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

«El humo perjudica seriamente la educación»

Las políticas educativas no son ajenas al contexto social. Webinar de Fòrum Episteme con el periodista y escritor, Juan Soto Ivars, titulado: «El humo perjudica seriamente la educación». Se analiza el desprestigio de la ironía, la cultura de la cancelación, la censura, el papel de las redes sociales y el pacto de silencio educativo que izquierda y derecha ejercitan desde hace décadas.

Para acceder al webinar clica sobre la imagen:

Juan Soto Ivars. Periodista y escritor. Su último libro se titula Nadie se va a reír (2022), una crítica social sobre la falta de ironía y la, cada vez más condenada, libertad de expresión. También es tertuliano/opinador en medios de radio y televisión además de ofrecer charlas y conferencias.

Modera: Eva Serra, directora ejecutiva de la Fundación Episteme.

Fòrum en formato seminario virtual “webinar” celebrado el miércoles, 27 de septiembre de 2023.

Idioma: castellano.

No somos profesores de ámbitos

Pixabay

Llevamos ante el Tribunal Supremo el «Decreto de Especialidades» 

 

La Fundación Episteme, en colaboración con Professors de Secundària (aspepc·sps), la Asociación OCRE (Observatorio Crítico de la Realidad Educativa) y la Associació de Catedràtics d’Ensenyaments Secundaris de Catalunya (ACESC), ha impugnado ante el Tribunal Supremo el «Decreto de Especialidades».

 

De forma conjunta, estas cuatro organizaciones hemos impugnado ante el Tribunal Supremo el artículo 2.5 de Real Decreto 286/2023, de 18 de abril, por el que se regula la asignación de materias en Educación Secundaria Obligatoria y en Bachillerato a las especialidades de distintos cuerpos de funcionarios docentes, conocido como el «decreto de especialidades».

El precepto impugnado obliga a los profesores de una determinada especialidad a impartir otras materias de distintos ámbitos de conocimiento que forman parte del currículo. Más allá de que se trate de una excepción al régimen de las especialidades docentes, lo más grave es que tampoco se exige ningún requisito de titulación o cualificación. En otras palabras: el artículo 2.5 del RD 286/23 convierte a los docentes especialistas de Secundaria en profesores de ámbitos, o sea, en algo así como maestros generalistas que pueden impartir cualquier disciplina.

Un real decreto es una normativa básica estatal situada en la cúspide de la jerarquía normativa, cuyo complicado proceso de tramitación ya da una idea del reto mayúsculo que supone su impugnación. En primer lugar, se ha de consultar con las CCAA, a continuación, se pide el informe de la Comisión Superior de Personal y el dictamen del Consejo Escolar del Estado. En las últimas fases del proceso, el texto requiere de la aprobación de los ministerios de Hacienda y de Función Pública, así como también del Consejo de Estado. Finalmente, pasa por el trámite de deliberación en el Consejo de Ministros.

Por lo que refiere al fondo de la cuestión, complica todavía más su impugnación el hecho de que el precepto impugnado no infrinja directamente ninguna ley ni ningún otro precepto de normativa básica, al ser éste, en sí mismo, normativa básica, porque forma parte del articulado de un real decreto que, precisamente, tiene este carácter de básico.

Ello no obstante, hay fundamento para su impugnación, si bien de un modo más abstracto. En concreto, consideramos que el artículo 2.5 es un ataque gravísimo contra el principio de especialidad y que, consecuentemente, afecta negativamente a la calidad educativa. Además, atendiendo a que la decisión de impartir ámbitos es potestativa de cada centro, no se garantiza en condiciones de igualdad el derecho a una educación de calidad a todos los escolares.

Y tampoco podemos olvidar lo que es obvio: impartir una materia sin la menor cualificación ni titulación es un disparate pedagógico sin parangón en cualquier país conocido.

No son las horas de clase

Pixabay. Autor: valentinsimon0

No, no es una cuestión de horas ni de costes, dejémonos de zarandajas, sino para qué las utilizamos y con qué objetivo. Si no se enseña, no se aprende. Y en nuestro sistema educativo no se aprende, porque no se enseña. Y lo que verdaderamente es de una bajeza moral inaudita, una auténtica iniquidad propia del más redomado de los cinismos es afirmar que enseñamos demasiado y que por esto los resultados son tan malos. Como decir que somos los que tenemos más vacaciones. Tan falso, lo uno y lo otro, como quien lo afirma.

 

Xavier Massó

Cada vez que el sistema educativo español sale mal parado en algún un informe internacional -casi siempre-, la polémica que se genera suele ir acompañada de la activación automática, casi a la manera de un tropismo, de la correspondiente mutatio controversiae que nos aleja del verdadero objeto del debate, convirtiéndolo en un ruidoso griterío donde es imposible distinguir el grano de la paja.

El más reciente, un informe de la OCDE, Education at glance 2023, con su correspondiente versión española a cargo del Ministerio de Educación. Interesante, porque desmiente muchos tópicos secularmente muy arraigados en el subsuelo educativo hispano, como el de las «largas» vacaciones; además, lo más inquietante, presenta un panorama verdaderamente desolador de la realidad educativa española. Una realidad que, a poco que la contrastemos con los informes PIAAC, de la misma OCDE, sume en la más profunda desazón. Porque no sólo indica que lo estamos haciendo mal, sino que lo hacemos cada vez peor.

Sí, ahora sabemos que en España tenemos 181 horas lectivas anuales por encima de la media europea, 89 más que en Francia o 249 más que en Finlandia. Y que siendo España el país con más horas de clase, es también el que presenta un mayor fracaso y abandono escolar. ¿Se nos está queriendo decir con esto que somos poco productivos, a la manera economicista? Sin dudar de la veracidad de estos datos, las translúcidas analogías con los criterios mercantilistas se antojan evidentes. Post hoc ergo propter hoc: si con más horas de clase que nadie, nuestros resultados son los peores, la inferencia parece clara. Lo estamos haciendo mal porque no somos productivos.

Bien, admitámoslo, cuando menos provisionalmente, aun asumiendo el criterio economicista implícito. ¿Pero quién lo está haciendo mal? ¿Los profesores, los políticos y pedagócratas que hacen las leyes educativas, los alumnos, las familias…? No, los alumnos desde luego que no. Sobre todo, porque convertidos por el mercantilismo educativo en centro y objeto del sistema, son inimputables en tanto que «resultado»; el producto final no puede, por definición, ser culpable. ¿Las familias? Tampoco. Bastante tienen con mantener a su prole y haberla traído al mundo, cada vez con menos tiempo para ocuparse de su descendencia y conminadas a ponerse en manos de «expertos» para tales menesteres. ¿Los políticos y pedagócratas que hacen las leyes? Menos aún, con sus leyes tan llenas de buenas intenciones. ¿Los docentes, pues? ¡Bingo!

La interpretación más grosera de la fatal correlación española entre horas de clase y rendimiento escolar, sin que por ello falten quienes la sostengan, consiste en inferir que, disminuyendo las horas de clase, los resultados mejorarán. Y así, de pasada, nos ahorramos unos cuantos profesores. En la misma línea, pero formulada más sutilmente, aboga la idea según la cual el problema es que los profesores enseñan demasiadas cosas ¡Claro, con tantas horas! Y esto, nos dicen, satura a los alumnos, por otro lado, nada interesados en aprender cosas que, ni les divierten, ni les interesan, ni les van a servir para nada. Y si algo no sirve para nada, mantenerlo es un coste innecesario.

Es evidente que la versión pedagógica del economicismo manifiesta una auténtica afinidad electiva con el mercantilismo educativo que aquél propugna: si los alumnos no aprenden logaritmos, da igual por qué razones, se sacan del currículo y santas pascuas. Total, ¿a quién le importan los logaritmos? Ya se los enseñará esa gran maestra que es la vida, al que los necesite, si es que tan imprescindibles son, o los aprenderá en internet… Pero ¿en la escuela? ¿A quién se le ocurre?

Pero, volviendo al problema, ¿hay verdaderamente una correlación que permita establecer inferencias concluyentes entre las horas de clase y el rendimiento escolar, académico, ya sea en proporción directa o inversa? La verdad, al menos a juzgar por los resultados de los demás países que aparecen en el mismo informe, comparados entre sí de acuerdo con este mismo criterio, no parece que estemos en condiciones de inferir juicio concluyente alguno sobre tal correlación; tampoco en el caso de España.

Una correlación que, por lo demás, ya refutó Gabriel Heller-Sahlgren en su estupendo ‘Real finnish lessons. The true story of an education superpower”[1], a propósito de Finlandia. Una de las divisas del por entonces exitoso sistema educativo finlandés era precisamente «menos es más»: menos horas escolares, mejores resultados. Esto pudo funcionar mientras los espectaculares resultados finlandeses de principios del siglo XXI fascinaban al mundo. Efectivamente, Finlandia era el país con menos horas lectivas del orbe occidental, y el que mejores resultados escolares obtenía. Pero fue un espejismo que se diluyó tan pronto como los resultados empezaron a declinar, casi igual de espectacularmente. ¿Qué iban a hacer entonces? ¿Reducir las horas de clase a la mínima expresión?

Imaginemos un país «A» cuyo alumnado está muy fuertemente motivado para obtener unos buenos resultados escolares, por cualesquiera razones -una férrea disciplina espartana, una arraigada tradición de cultura del esfuerzo, la presión social, el prestigio social de la cultura y el conocimiento o que éste sea el pasaporte al éxito…-. Y un país B, donde tal motivación no existe, o lo es en grado mucho menor. En «A» tienen 800 horas de clase, en «B», mil. E imaginemos también que ambos países son más o menos homologables o equiparables: PIB, población, renta per cápita, distribución de la riqueza, nivel y coste de la vida, servicios… No es muy difícil inferir que los resultados de A aventajarán a los de B, ni que los de B no mejorarán por el procedimiento de reducir sus horas lectivas, como tampoco tienen por qué aumentar necesariamente los de A si las incrementan.

¿Por qué? Porque en su sentido académico, la mayor motivación no sólo implica una mayor atención y aprovechamiento de las horas de clase, así como un mayor interés y esmero al hacer los deberes en casa; también leerán más, tendrán más interés y se esforzarán por aprender… En clase o fuera de ella. No me fiaría mucho de un informe que, bajo este escenario hipotético, arrojara resultados contrarios a los expuestos. En otras palabras: los milagros, en Lourdes.

Sin duda habrá otros factores igualmente determinantes, pero nos basta con el ejemplo anterior para establecer, como lo hacía Sahlgren, que las horas de clase no son un factor que intervenga de manera concluyente en los resultados escolares. Toda vez, claro, que nos mantengamos dentro de unos parámetros más o menos normales. Si en un país, por más motivado que esté el alumnado, hay cien horas de clase anuales, y en otro son quinientas, probablemente sería otro cantar. Aun así, no lo sería por el número de horas lectivas en sí, sino por falta de ellas para llevar a cabo la actividad académica necesaria, lo que lastraría inevitablemente el aprendizaje.

Claro que, bien mirado, si los contenidos curriculares impartidos fueran al cabo los mismos, con cien horas que, con quinientas, volveríamos a estar en las mismas. No es inimaginable que los motivados obtuvieran, con cien horas de clase, los mismos o mejores resultados que los no motivados, con ochocientas. No podríamos concluir entonces, sino que los segundos están perdiendo el tiempo, académicamente al menos. Económicamente, en cambio, o incluso mejor, políticamente, hasta puede que no fuera así; lo que, por cierto, constituye una tan curiosa como falsa paradoja, siempre en función de los designios del poder según las finalidades últimas que se proponga conseguir por medio del sistema educativo. Pero de esto no se habla nunca. No deja de ser curioso que lo «insosteniblemente» costoso siempre sea lo que no se desea mantener.

En otras palabras, podemos decidir convertir nuestras escuelas e institutos en ludotecas, y nuestras aulas en flipped classroom, con las clases gamificadas cual nueva tierra jauja al estilo de la isla de los juegos del cuento de Pinocho. Y constataremos con satisfacción que nuestros alumnos se lo pasan muy bien y que la escuela no representa ningún trauma para ellos. Podemos abandonar la idea del esfuerzo y renunciar a todo aquello cuya consecución lo requiera. Podemos incluso renunciar a enseñar y a impartir conocimientos… Con todas las horas que queramos.

Pero no nos escandalicemos entonces cuando, a la salida de tan divertida isla, caigamos en la cuenta de que la realidad que está esperando a nuestros alumnos no es precisamente la que Pinocho imaginaba cuando estaba estabulado en ella, sino la que en realidad dicha isla les deparaba: un artero engaño. Una realidad con la que toparán, para la cual no los habremos preparado y frente a la cual no podrán valerse. En la obra de Collodi, a los falsos profetas educativos que han pergeñado este despropósito les hubiera crecido la nariz, por mentirosos. Pero claro, esto sólo ocurre en los cuentos; la isla, en cambio, es muy real: es en lo que estamos convirtiendo nuestro sistema educativo. O ni siquiera esto, si atendemos al palmario deterioro de la convivencia, cuya realidad más bien evocaría la descrita en ‘El Señor de las moscas’, de Golding.

No, no es una cuestión de horas ni de costes, dejémonos de zarandajas, sino para qué las utilizamos y con qué objetivo. Si no se enseña, no se aprende. Y en nuestro sistema educativo no se aprende, porque no se enseña. Y lo que verdaderamente es de una bajeza moral inaudita, una auténtica iniquidad propia del más redomado de los cinismos es afirmar que enseñamos demasiado y que por esto los resultados son tan malos. Como decir que somos los que tenemos más vacaciones. Tan falso, lo uno y lo otro, como quien lo afirma.

No, no enseñamos: se ha prohibido hacerlo, poniendo todos los impedimentos legales y materiales posibles para que tal tarea no se lleve a cabo, y mediante la desacreditación, tanto de quien enseña, como de lo que enseña. Lo demás, meros flatus vocis.

[1] Gabriel Heller Sahlgren (Centre for Policy Studies, London (2015). Hay traducción al español y al catalán: https://es.fundacioepisteme.cat/2023/01/25/las-autenticas-lecciones-finlandesas/ y https://fundacioepisteme.cat/2023/01/25/les-autentiques-llicons-finlandeses/ en ambos casos la descarga es gratuita.

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Xavier Massó. Secretario General de Professors de Secundària (aspepc·sps). Presidente de la Fundació Episteme.

El humo perjudica seriamente la educación

El humo, como metáfora del pedagogismo constructivista, es también un ingrediente engañoso, voluble, fraudulento e insustancial que impregna a nuestra sociedad. Tal y como se cuela y permeabiliza en los ciudadanos, lo hace inevitablemente en la educación.

 

Las políticas educativas no son ajenas al contexto social y para analizarlo, Fòrum Episteme contará con el periodista y escritor Juan Soto Ivars. En el acto telemático, titulado «El humo perjudica seriamente la educación», se analizará el desprestigio de la ironía, la cultura de la cancelación, la censura, el papel de las redes sociales y el pacto de silencio educativo que izquierda y derecha ejercitan desde hace décadas.

El encuentro será el Miércoles, 27 de septiembre a las 18:30 horas. La asistencia es gratuita, previo registro. Las personas registradas pueden enviar sus preguntas y participar en directo.

Para realizar la inscripción, clicar sobre la imagen:

 

Juan Soto Ivars @juansotoivars (Águilas,1985). Es hijo de un profesor de secundaria especializado en Biología y de una psicóloga.

Escribe regularmente en El Confidencial y ha publicado en varias revistas, como la extinta Tiempo, Yorokobu, Madriz, BCN Week, Primera Línea, EthicsVice5WEl Mon d’AhirEl Cultural. Su recorrido en prensa ha pasado también por El Periódico de Cataluña con secciones fijas en opinión; en El País de las Tentaciones y en Papel de El Mundo. También es tertuliano/opinador en medios de radio y televisión además de ofrecer charlas y conferencias.

Como ensayista ha publicado La casa del ahorcado (2021), Arden las redes (2017) y Nadie se va a reír (2022). Además de un libro de artículos, Un abuelo rojo y otro abuelo facha (2016).

Elogio de la tarima

Imaginemos un concierto en el que se sitúe a los asistentes, bajo cualquier pretexto, a tal distancia de sus ídolos que no puedan alcanzar a distinguirlos / Pixabay

En Cataluña, sin ir más lejos, y con un nada despreciable coste económico digno de mejor causa, algunos institutos están aplicando un teledirigido rediseño de las aulas de 1º de la ESO, amueblándolas sin orden ni concierto o, de haberlo, como si se tratara de la distribución de las mesas de un bar, sin barra, con el camarero/docente pasando «por allí» de vez en cuando.

 

Xavier Massó

Me pregunto si a estas alturas, después de tantos años de innovación, quedará todavía algún instituto con tarima en sus aulas. No lo creo, a menos que se trate de un aula museísticamente recreada, para ilustrarnos sobre lo primitivos que fuimos, lo mal que estábamos y lo bien que estamos ahora.

La tarima fue un elemento característico de la imaginería escolar hasta tiempos relativamente recientes. Por esto fue tan sañudamente perseguida. Porque se la convirtió en el icono que simbolizaba todo lo que se decidió borrar de la faz del sistema educativo. Se dijo que era la representación de un modelo jerárquico, autoritario, enciclopedista, memorístico, discriminador, centrado en la figura del docente… Un auténtico anatema para las nuevas y novólatras pedagogías que se fueron imponiendo. Pero el caso es que ejercía una función, aunque tal vez algo prosaica, no por ello menos efectiva: mejorar el campo visual y facilitar, en la medida de lo posible, el desempeño del objeto propio de la estructura en que estaba incardinada, o sea, la enseñanza y el aprendizaje.

Las salas de cine suelen consistir en un plano inclinado que, desde cualquier asiento, ofrece al espectador un campo visual que abarca toda la pantalla, donde convergen, desde cualquier punto, las miradas de todos los espectadores. O en el teatro, recordemos el de Epidauro, en la Argólida: un plano inclinado en forma de hemiciclo escalonado, el «koilon», en cuyo centro se situaba el espacio de la «orchestra», a los pies de la cual se erigía, elevado unos pocos metros, la «scena». Así se conseguía que los espectadores gozaran de la mejor perspectiva posible de la representación. Por cierto, con una sonoridad prodigiosa: desde cualquier posición en el graderío, se oye el tintineo de una moneda al caer en el suelo del escenario, pero no los inoportunos comentarios del espectador maleducado que tenemos sentado a un par de metros. Esto en un teatro con capacidad para 14.000 personas y sin dispositivos electrónicos…

Evidentemente, este teatro no se construyó para halagar la vanidad del arquitecto que lo diseñó. Más bien al revés: fue la genialidad del arquitecto la que se adaptó a las exigencias y requisitos de funcionalidad que ha de reunir un teatro: que los espectadores puedan seguir la representación en las mejores condiciones posibles. Lo mismo podríamos decir de tantos otros espacios públicos: estadios deportivos, salas de congresos, iglesias, cortes parlamentarias…

¿Alguien se imagina un estadio de fútbol con un graderío sin inclinación? Seguro que no… Porque lo que cuenta es que la gente pueda ver el partido. Es una cuestión de pura funcionalidad. Dicha sea también, pero en modo alguno de paso, una excepción a esto: la emergente costumbre de instalar macropantallas, por ejemplo, en macroconciertos, para que el público pueda ver «mejor» a través de ellas a sus ídolos, que no alcanza a vislumbrar en la lejanía. Pero entonces, si no podemos distinguirlo fuera de la pantalla, ¿qué garantía tenemos de que realmente estén allí donde se supone? Sólo podemos responder que, o bien el objeto de estos festivales multitudinarios es otro, o se trata de una pura y simple tomadura de pelo. Puede, incluso, que ambas cosas a la vez.

Volvamos a nuestra tarima. A diferencia de las universidades, donde se impuso clásicamente el modelo de aula en plano inclinado, en formato teatro –con más capacidad y también hoy un vestigio del pasado-, en los institutos se adoptó preferentemente el modelo de la tarima: un aula plana con el espacio del docente elevado unos pocos centímetros. Cuestiones técnicas aparte, la diferencia es meramente posicional: por debajo de la audiencia, en un caso; por encima, en el otro, pero siempre con la perspectiva visual del aula convergiendo hacia el docente y sus elementos auxiliares.

Y también a la inversa. No sólo se trata de que el diseño del aula se centre en la posición ocupada por el docente; también éste ha de tener una visión de perspectiva de sus alumnos. Puede que en una representación teatral el papel del público consista únicamente en prestar atención a la obra que se está representando, y aplaudirla o silbarla al final. En el caso del alumnado, su papel no es únicamente pasivo, receptivo; puede interactuar, preguntar sus dudas sobre la explicación, introducir cuodlibetos, en fin… que todos se ven las caras, como ha de ser. Sin un papel activo por parte del discente, el aprendizaje deviene imposible.

Imaginemos a un docente bajito en un aula sin tarima, con cuarenta alumnos de 17 años que, de media, le doblan en estatura. No verá a los que están en las últimas filas, claro que no, pero éstos tampoco le verán, sólo le oirán, o hasta puede que le escuchen, en el mejor de los casos. ¿Y las demostraciones en la pizarra? Porque no estaremos pensando en alinear a los alumnos por su estatura, los más altos detrás y los más bajos delante, ¿verdad que no? En cualquier caso, está muy claro: con tarima, no sólo los alumnos ven mucho mejor la pizarra y al profesor, sino que también éste los ve mucho mejor a ellos. De lo contrario, estamos como en una sala de cine sin inclinación que impide ver, al menos, la mitad de la pantalla. Como sea una película de Kurosawa en versión original subtitulada, a partir de la segunda fila lo tienen crudo.

Y aun dejando de lado que siempre puede resultar aconsejable detectar si algunos alumnos están prestando atención o si están jugando a «barquitos» -antes-, o «navegando» en ellos –hoy-, seguimos preguntándonos qué criterio pedagógico puede haber inducido a desterrar las tarimas y situar a docente y discentes en un mismo nivel de «elevación». No nos llevemos a engaño: todo espacio ha de ser funcionalmente concebido con el fin de facilitar al máximo la realización de la tarea para la cual fue construido. Y si no es así, entonces será que, o está mal diseñado, o que está en realidad pensado para otras funciones. Es decir, que si la tarima se ajustaba a lo que se esperaba de ella, su remoción sólo puede obedecer a que los objetivos que con su función facilitaba son ahora tan desechables como ella misma.

Y, ciertamente, hacia este destierro de los objetivos parece cada vez más claro que apuntan las innovadoras y actuales tendencias en materia de «mobiliario educativo». En Cataluña, sin ir más lejos, y con un nada despreciable coste económico digno de mejor causa, algunos institutos están aplicando un teledirigido rediseño de las aulas de 1º de la ESO, amueblándolas sin orden ni concierto o, de haberlo, como si se tratara de la distribución de las mesas de un bar, sin barra, con el camarero/docente pasando «por allí» de vez en cuando, para preguntar a los alumnos qué tal se lo están pasando, si se les ofrece algo y cómo de divertidamente están aprendiendo a aprender. Siempre con una pantalla por delante, claro. Pero no nos engañemos. El problema no son las pantallas, sino que éstas sean el centro y el destierro de todo lo que la tarima simbolizaba: lo que se quiere erradicar es precisamente el binomio docente/discente: la condición de la posibilidad de transmisión de conocimientos.

Hemos aludido antes a las macropantallas de los macroconciertos. Imaginemos ahora un concierto en el que se sitúe a los asistentes, bajo cualquier pretexto, a tal distancia de sus ídolos que no puedan alcanzar a distinguirlos, que no puedan saber si las borrosas siluetas que divisan en la lejanía son de verdad los mismos personajes que están viendo a través de la macropantalla… Si verdaderamente están allí,  si es una grabación enlatada y están de vacaciones en las Bermudas, o, por qué no, si acaso ni siquiera existan. Es de suponer que los que están al mismo pie del escenario se percatarían del engaño, pero, ¿y si no hay nadie lo suficientemente cerca? ¿Y si nuestro único criterio de certeza es la pantalla, aislados como en las nuevas escuelas/bar? ¿Qué garantías tenemos fuera del espacio público que era un aula? El puro fingimiento en que unos hacen como que enseñan y los otros como que aprenden.

No, no es añoranza de la tarima, es la simple exigencia de funcionalidad acorde a los fines que se dice pretender.

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Xavier Massó. Secretario General del Sindicato Professors de Secundària (aspepc·sps). Presidente de la Fundación Episteme.

Simone Weil, el Pòsit de Vilanova y los conocimientos

Pòsit vell de Pescadores de Vilanova i la Geltrú / Viquipèdia / Autora: Cornelia Bohl Smolders

Para ser modernos nos pensamos que tenemos que ofrecer enseñanzas prácticas y vinculadas al entorno inmediato. Tal vez no fuera este el propósito de las universidades populares, de los ateneos y de tantos centros de estudios y de formación que veían como un agravio comparativo el hecho de privar a los sectores populares de los conocimientos disponibles para las clases acomodadas.

 

Josep Otón

Este verano, fui invitado por el Grup d’Estudis Sitgetans @GESitgetans a participar en un acto organizado con motivo de los 80 años de la muerte de la filósofa Simone Weil. Mi aportación consistió en una visión panorámica de la vida y de la obra de esta fascinante pensadora. A su vez, Vinyet Panyella @vinyetp, presidenta del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts, analizó su obra poética. Y el historiador Jordi Milà @JordiMil1 centró su intervención en la estancia de Simone Weil en Sitges durante el verano de 1936. En concreto, se refirió a su ingreso, después del accidente sufrido en el frente de Aragón, en el Hospital de sangre instalado al hotel Terramar Palace, un lujoso edificio inaugurado en abril de 1933 e incautado en agosto de 1936 para ponerlo al servicio del comité de milicias antifascistas.

Previamente, Jordi Milà recordó el viaje de Simone Weil a Barcelona, realizado con sus padres y su amigo, el filósofo y activista comunista Aimé Patri, durante las vacaciones de 1933. Después de unos días en la ciudad, Weil y Patri se dirigieron a Vilanova i la Geltrú, donde parece que Patri conocía a alguien. En esta ciudad se produjo una anécdota relevante. Al visitar el Pòsit, Weil quedó gratamente sorprendida al ver un pescador leyendo a Goethe. Tal fue la impresión que esto le generó que decidió regalarle un ejemplar de las Confesiones de Rousseau, que ella misma acababa de comprar en Barcelona.

Al finalizar el acto, durante el turno de preguntas, intervinieron varias personas del público, muchas de ellas vinculadas al mundo literario y cultural. En especial, querría destacar una pregunta formulada por Enric Garriga @garrielies, nieto del primer presidente del Pòsit de Pescadors de Vilanova. Esta entidad, creada al 1921, fue un claro ejemplo de organización obrera, comunitaria y cooperativista. Uno de sus objetivos principales era la difusión de la cultura. No en vano, una de las asociaciones fundadoras era la Sociedad Coral “los Pescadores”. Así mismo, disponía de una biblioteca móvil para elevar el nivel cultural del Barrio de Mar. En el local, además de organizar fiestas y bailes, se celebraban conferencias y asambleas, y en su escenario se representaban obras de teatro amateur. Además, se creó una escuela para los hijos de los pescadores para que no tuvieran que desplazarse a la zona alta de la ciudad.

En este contexto, Enric Garriga preguntó con acierto si Simone Weil se encontró casualmente con el Pòsit o fue expresamente a Vilanova para verlo. Conociendo el compromiso de Weil con la formación de los obreros, no resulta inverosímil pensar que efectivamente fue a Vilanova para conocer esta iniciativa cívica que promovía el acceso de los pescadores a la cultura.

Hoy, cuando parece que la educación competencial está desplazando el conocimiento de las aulas, el testimonio de aquel pescador de Vilanova que leía a Goethe, el impulso cultural propiciado por el primer presidente del Pòsit, Enric Garriga, conocido como “el Rebelde”, y el interés de la filósofa Simone Weil por la formación de los trabajadores nos tendría que hacer reflexionar si tenemos derecho a expulsar de los planes de estudios actuales el legado cultural que hemos recibido.

Para ser modernos nos pensamos que tenemos que ofrecer enseñanzas prácticas y vinculadas al entorno inmediato. Tal vez no fuera este el propósito de las universidades populares, de los ateneos y de tantos centros de estudios y de formación que veían como un agravio comparativo el hecho de privar a los sectores populares de los conocimientos disponibles para las clases acomodadas. La cultura es patrimonio de todo el mundo y pensar que tenemos que atraer el interés de los jóvenes alejándolos de los conocimientos que han construido nuestra sociedad es una grave negligencia.

Devaluar la cultura no es un signo de progresismo sino de demagogia. Hay que recuperar la tradición de democratizar los conocimientos. La equidad solo es posible si se garantiza la igualdad de oportunidades en el acceso al patrimonio científico y humanístico de nuestra sociedad.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

Payasos y payasadas

Pixabay

La función del sistema escolar es transmitir el legado de conocimientos y habilidades de una generación a otra. Mucho mejor si se hace en un clima distendido y motivador. Aun así, no podemos olvidar que el objetivo es aprender, como lo importante del hospital es curar. Muchas gracias a los payasos que nos hacen la vida más agradable, pero basta ya de payasadas que denigran la educación.

 

Josep Oton

De todos es conocido que diversas entidades aportan una dosis de alegría a los niños hospitalizados a través de las actuaciones de payasos, una figura que combina ternura, humor y sorpresa. Los niños y niñas que, por varias razones, ven truncado su quehacer cotidiano pueden recuperar el encanto propio de la edad a través de las bromas, juegos y chistes de estos personajes entrañables.

Seguro que su presencia en los centros sanitarios hace más agradable -o, como mínimo, más soportable- una estancia que parece arrebatar un tiempo muy valioso en una época de la vida en la cual el juego y la fiesta ocupan un lugar primordial. Y esta inyección de ánimos y de frescura ciertamente puede ayudar a afrontar con mayor coraje unas circunstancias que no siempre resultan fáciles de asumir.

Ahora bien, la labor extraordinaria de los payasos no va en detrimento, todo lo contrario, del trabajo realizado por el personal médico y sanitario. Los artistas del humor contribuyen a hacer más amable la vida de los niños mientras están ingresados. Aun así, lo importante no es que rían, sino que se curen. Y esto es responsabilidad de los profesionales especializados en aplicar los recursos de la ciencia médica.

Está claro que hacen falta payasos en las plantas infantiles de los hospitales, pero a nadie se le pasa por la cabeza cerrar quirófanos o salas de radiología para convertirlas en pequeños circos.

Para el cuidado de los niños, es necesaria la colaboración de diversas iniciativas. No obstante, el objetivo final no es conseguir una sonrisa, sino hacer frente a la enfermedad, aunque con un poco de humor se hace más llevadero el proceso terapéutico que a menudo esté plagado de incomodidades.

En el mundo educativo sucede algo parecido, pero con consecuencias diferentes. Muchas horas de la vida de niños y jóvenes transcurren en las aulas. Por supuesto, hay que procurar que este tiempo sea, en lo posible, ameno. Por tanto, bienvenidos sean los momentos de recreo, las actividades lúdicas, la gamificación o los juegos de siempre que contribuyen a hacer más distendida la estancia en la escuela.

Ahora bien, la finalidad del sistema educativo es que el alumnado aprenda aquello que necesita como persona y como ciudadano. Son de agradecer todas las dosis de humor, de simpatía y de motivación para asumir el reto del aprendizaje. Aun así, que los medios no suplanten el objetivo. Porque, a veces, los árboles no nos dejan ver el bosque, como mínimo, para quienes no disponen de una visión de conjunto.

Esto no sucede en los hospitales, pero sí en los centros educativos. Se cierran bibliotecas, se ningunean las especialidades docentes, se enaltece la ignorancia… y todo en nombre de la motivación. En resumidas cuentas, se degrada la educación convirtiéndola en una payasada, es decir, en una actividad inoportuna que, en ocasiones, resulta extravagante. Ir a la escuela o al instituto es una oportunidad para aprender, lo cual no impide que el alumnado se lo pase bien. Si obviamos el objetivo, caemos en el ridículo, en la extravagancia, es decir, vagamos por fuera de la ruta que conduce al aprendizaje.

El hospital es una institución diseñada para promover la salud de las personas. No es un teatro o un circo. Sin embargo, suerte de las personas que hacen de payasos ya que aportan un aliento de esperanza y de vida a los pacientes. Y también suerte de los sanitarios que, sin renunciar a su profesionalidad, son personas afables, simpáticas y empáticas capaces de combinar ciencia y humanidad.

Por su parte, la función del sistema escolar es transmitir el legado de conocimientos y habilidades de una generación a otra. Mucho mejor si se hace en un clima distendido y motivador. Aun así, no podemos olvidar que el objetivo es aprender, como lo importante del hospital es curar. Muchas gracias a los payasos que nos hacen la vida más agradable, pero basta ya de payasadas que denigran la educación.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

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