ASPES-CL
@ASPESCL
Seguramente, se podía acusar a la LOMCE del ministro Wert de un detallismo excesivo en la formulación del currículo. Sin embargo, el remedio aplicado con la nueva ley, la LOMLOE, igual resulta peor que la enfermedad. Ha enmendado la deficiencia de su antecesora apostando por un nivel de abstracción que, en ocasiones, colisiona con la lógica epistemológica que sostiene las diferentes materias impartidas en la ESO.
Josep Otón
En el caso de Historia, en la exposición de los contenidos se ofrece una visión más temática que cronológica. Por experiencia sé que a los alumnos les cuesta mucho retener la información si no tienen claro el marco referencial que les aporta la estructura temporal de la disciplina.
Por supuesto, es del todo legítimo partir de unos postulados genéricos que marcan el objetivo del quehacer educativo. En la LOMLOE, vienen definidos por los “Perfiles de salida”, que se desprenden de las “Competencias clave” y, a su vez, se concretan a través de los “Descriptores genéricos”. No obstante, poco aportan al consenso sobre el sentido de la enseñanza, a no ser que la ley pretenda convertirse en una herramienta para refrendar aspectos ideológicos más propios de una opción política que del legado de conocimientos que la sociedad debe transmitir a los más jóvenes para ser competentes en la vida.
Respecto a cada materia, el nuevo currículo marca unas “Competencias específicas”, conectadas con los “Perfiles de salida”, unos “Criterios de evaluación”, vinculados a las “Competencias”, y unos “Saberes básicos”. En conjunto, se trata de generalidades a la espera de que las Comunidades Autónomas, y los diversos agentes que intervienen en el proceso educativo, las acaben de hacer aterrizar en la realidad del aula.
Aunque poner el acento en las competencias no es ajeno al buen proceder de cualquier profesor experimentado, la misión de la ley es aclarar qué contenidos -en el caso de la Historia, sobre todo qué acontecimientos- son necesarios estudiar para asumir dichas competencias. Aun así, el redactado es muy genérico. En un simple epígrafe como, “Las relaciones internacionales y estudio crítico y comparativo de conflictos y violencias de la primera mitad del siglo XX”, se tendrían que integrar acontecimientos tan complejos como la I Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la crisis de 1929, la Guerra Civil, la II Guerra Mundial, el Holocausto…
Sin embargo, algunos “Saberes básicos” llegan a un detallismo que parece obviar el bagaje conceptual con el que un profesor especialista está familiarizado. Así, a pesar del carácter abstracto de la mayoría de los enunciados, aparecen se presentan algunos de muy específicos, por ejemplo: “La influencia de la civilización islámica en la cultura europea”. Nadie duda de la conveniencia de estudiar las aportaciones de la cultura árabe a la civilización occidental, pero se omite explicitar las aportaciones de otras cosmovisiones como la cristiana o la judía. Lo mismo sucede con el tema de las guerras: “El crecimiento de los ejércitos y la evolución del armamento desde los hoplitas a los tercios”. ¿Por qué los hoplitas y no los hititas? ¿Por qué los tercios españoles y no los húsares austrohúngaros?
Presentar los contenidos de manera abstracta y generalista puede provocar cierto confusionismo a la hora de impartir la asignatura, o dar pie a currículos muy divergentes según los criterios de las diferentes Comunidades Autónomas, de los centros educativos o de los propios profesores. Pero también puede traicionar la lógica inherente de una disciplina globalizadora como es la Historia. Esperemos que la nueva ley no prive a los alumnos de asumir los conocimientos fundamentales para su formación científica y humanista.
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Josep Otón es licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia. Catedrático de Historia de Enseñanza Secundaria. Presidente de la Associació de Catedràtics d’Ensenyaments Secundaris de Catalunya y secretario de la Fundación Episteme.
Hay ideas que en lugar de operar como criterio regulador de las acciones orientadas hacia su realización, lo hacen de forma inversa, imponiéndose declarativamente sobre la realidad de acuerdo con sus propias exigencias, por más tozudamente que se les resista, constituyéndose dichas exigencias en el objetivo que desplaza a la idea que las legitimaba. Es lo que suele ocurrir cuando se valora algo (solo) por la altura moral de sus intenciones, con independencia de las consecuencias que acarree. Mucho nos tememos que este es el caso de la escuela inclusiva.
Xavier Massó @XmaSecundaria
Se entiende por escuela inclusiva aquel modelo que, desde el criterio implícito según el cual la función primordial de un sistema educativo, o más concretamente, de la escolarización en tanto espacio para la interacción social, es la evitación de cualquier tipo de discriminación que, por cualesquiera razones, implique alguna forma de desigualación, y que postula la integración en un mismo espacio escolar de todo el alumnado sin distinciones, muy especialmente la del alumnado con algún tipo de discapacidad física o psíquica, que eventualmente impida el normal desarrollo del aprendizaje en una escuela convencional.
De acuerdo con esto, se procede entonces a un aggiornamento de los objetivos propios del sistema educativo, con un nuevo orden de prioridades que propicia el desplazamiento de la tradicional función escolar de transmisión de conocimientos, a las cuales esta deberá, en el mejor de los casos, supeditarse. Un modelo de escolarización que encaja perfectamente con las teorías del constructivismo educativo, cuyo aspecto más significativo, en lo que atañe a su encaje con la inclusividad, es que cualquier referencia comparativa en la valoración del rendimiento y el aprendizaje escolares es un error pedagógico aberrante, porque cada cual aprende de acuerdo con sus propios procesos psíquicos internos, irreductibles en su intrínseca subjetividad. No es, pues, que uno aprenda más y mejor que otro, que aprendería según esto menos y peor, sino que, en todo caso, cada cual mejorará, empeorará o se estancará por referencia únicamente a sí mismo.
Para lo que aquí nos interesa, la consecuencia que se desprende de este planteamiento es que no ha de haber centros de educación especial. Es decir, instituciones educativas especializadas en atender a alumnos con algún tipo de discapacidad diagnosticada, en un marco adecuado y a cargo de profesionales, con la finalidad de facilitar un mejor aprovechamiento del aprendizaje que, en un contexto de indiferenciación, no podrían adquirir. O sea, en un entorno adaptado a sus circunstancias, para que escolarmente hablando puedan dar lo mejor de sí. Y esto del marco adecuado y diferenciado es precisamente el meollo del cuestionamiento de este tipo de centros por parte de los partidarios de la llamada escuela inclusiva.
Un modelo escolar del cual han hecho bandera las autoridades educativas y el entorno del poder en general, convirtiéndose en algo así como la prueba del nueve de un sistema educativo democrático e igualitario. Sin ir más lejos, el mismísimo Síndic de Greuges –equivalente al Defensor del Pueblo en Cataluña- instaba hace poco al gobierno de la Generalitat para que proceda al cierre de los escasos centros de educación especial[1] que aún siguen en funcionamiento, invocando para ello tanto imperativos legales como morales, con el objetivo de conseguir la plena y definitiva implantación de la escuela inclusiva en Cataluña.
Lo primero que sorprende de esta cruzada por la escuela inclusiva es la consideración de innovadora y progresista que le confieren sus partidarios. Unos atributos que distan mucho de ser reales, a menos, claro, que carezcamos de la más mínima noción de perspectiva y de contexto histórico. Lo segundo, acaso más alarmante por lo que de ello se desprende, es la concepción de educación implícita a un planteamiento de estas características. Por lo de inconfesado e inconfesable que subyace a un enfoque de este tipo. Lo que no se dice suele ser con frecuencia mucho más revelador que lo que se dice.
Sorprende lo de innovador, porque la inclusividad no es nada nuevo, sino una vuelta al pasado anterior al más inmediato en el tiempo. El antepenúltimo eón educativo, por así decirlo. Efectivamente, los centros de educación especial para atender a alumnos con discapacidades de distintos tipos no es que pertenezcan precisamente a ninguna tradición educativa ancestral, al menos en los sistemas educativos públicos, sino que se fueron implantando a medida que se avanzaba en materia de derechos y dignidad de las personas, por el hecho de serlo, con discapacidades o sin ellas. Digamos pues que más bien se inscribirían en la modernidad más reciente, previa a la posmodernidad. Suprimir ahora estos centros de educación especial significa volver al modelo de escuela única que le precedió.
Las reticencias manifestadas por muchas familias a abandonar las escuelas especiales e integrar a sus hijos con discapacidades en centros convencionales están, por otro lado, más que fundamentadas. Porque, entre otras muchas razones, la proclamada atención a la diversidad en los centros convencionales es una falacia demagógica que se resuelve, sin más, en la indiferenciación propia de la universalización de la singularidad. Una contradictio in termini, dicho sea de paso. Pretender lo contrario en un centro educativo convencional sería algo así como que los pacientes internados en un hospital se llevaran cada uno a su casa los equipos humanos y materiales por medio de los cuales allí se les trata para su curación: médicos, enfermeras, dispositivos… lo cual, huelga decirlo, es imposible por impracticable. Los hospitales están por algo y para algo, al igual que los centros educativos convencionales, o los especiales. La escuela inclusiva no es una innovación, sino una regresión. Solo tiene de nuevo el nombre.
Y sorprende también lo de «progresista», porque es igualmente falso. Veamos. Si es verdad que en materia educativa arrastramos un secular retraso, este debería al menos servirnos para, aun siendo la nuestra una posición no especialmente meritoria, saber aprovechar las escasas ventajas que ofrece. Una de ellas es la posibilidad de contrastar críticamente qué han hecho y cómo les ha ido a otros países que previamente hayan llevado a cabo determinados experimentos educativos «innovadores». Y resulta que la escuela inclusiva ya se (re) inventó en el Reino Unido hace ni más ni menos que medio siglo.
Fue a raíz del conocido como «Informe Warnock»[1] (1978), denominado así por la presidenta de la Comisión de Educación Británica que lo llevó a cabo, Mary Warnock[2]. En sus conclusiones, dicho informe establecía que no se puede (debe) ordenar o taxonomizar grupalmente al alumnado entre deficientes y no deficientes según su rendimiento, entre otras razones porque todos los alumnos requieren de atenciones educativas especiales; aunque se admite, eso sí, que en distinto grado –la indiferenciación en la singularidad a que antes hemos aludido-, y que los procesos y progresos en el aprendizaje de un alumno no son susceptibles de cuantificación por referencia a una escala comparativa estandarizada, siempre inevitablemente arbitraria y falaz, sino solo en relación a sí mismo, es decir, autorreferentemente. En sus recomendaciones, este mismo informe instaba al cierre de los centros de educación especial, y a la consiguiente escolarización de su alumnado junto al resto de la población escolar en centros convencionales. O sea, en comprenhensives schools, las escuelas comprensivas del modelo constructivista.
Con la llegada al poder de los Tories en 1979, y con Margaret Thatcher de primera ministra, las recomendaciones del informe Warnock se aplicaron a rajatabla en Gran Bretaña, en sintonía no sólo con los requisitos del modelo constructivista en lo educativo, sino también -¿afinidades electivas o «suertuda» serendipia?-, con los de su correlato político y económico neoliberal de adelgazamiento del estado y de recorte o liquidación de los servicios públicos, que el nuevo gobierno acometió con auténtica fruición. Los centros de educación especial tenían, como es lógico, un coste por alumno muy superior al de los convencionales, de modo que se cerraron y sus alumnos fueron escolarizados en comprenhensive schools; los que no se pudieron costear un centro privado, claro. Con los resultados que era de esperar, cómo no.
Pero no es de los resultados que aquí queremos hablar, sino de la trastienda. Se podrá decir lo que se quiera de Margaret Thatcher. Es sin duda alguna una figura controvertida que ha suscitado tan fervorosas devociones como enconadas animadversiones. Pero hay algo en lo que, se la enaltezca o se la denueste, sí hay acuerdo universal: no era una «progresista», y no fueron «progresistas» las políticas que aplicó. ¿Progresista la escuela inclusiva? Sería como decir que Margaret Tatcher era un topo comunista infiltrado entre los conservadores, una doble espía a lo Kim Philby… una majadería, vamos. Otra cosa es que luego una izquierda desnortada por completo se apropiara de la idea, incluso arrogándosela a beneficio de inventario. Pero esto ya sería un problema de la izquierda, no de Margaret Thatcher. Los derechos de autor de la escuela inclusiva tienen políticamente una titularidad muy clara: el informe Warnock y Margaret Thatcher. A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.
Lo que ocurrió fue lo previsible. Aquellas familias que, aun sin grandes posibles, quisieron con buen juicio que su hijo prosiguiera en algún centro especial –los privados, obviamente, no se cerraron, sólo los públicos-, tuvieron que llevarlos a instituciones privadas pagándolas de su bolsillo; las familias menos favorecidas económicamente no tuvieron esa opción. Porque el estado, simplemente, se desentendió de los alumnos con discapacidades por el procedimiento de privarlos, por ley, de tal condición, con el consiguiente ahorro que esto significó para el Exchequer. Esto es lo que ocurrió en el Reino Unido. Y es lo que está ocurriendo ahora aquí, casi medio siglo después: economicismo educativo en estado puro, o más bien putrefacto.
Queda todavía una cuestión más, por otro lado evidente: el modelo educativo social que subyace a todo esto. Hace poco, el siempre brillante Gregorio Luri vindicaba en su blog[1] a los escolásticos porque, nos decía, sabían muy bien que «donde no hay diferencia, no hay claridad». Como la noche en que todos los gatos son pardos, pero que resultan no serlo a la luz del día que nos permite distinguirlos. En realidad lo que ocurre es que a oscuras todos somos iguales, pero solo en el sentido de igual de indistinguibles, y de indiferentes también, en ningún otro.
Una cosa es la igualdad de derecho, y otra muy distinta la igualdad de hecho, es decir, las circunstancias individuales previas con que cada cual se sitúa en el punto de partida. Con la imposición de la escuela inclusiva, se está cercenando el derecho a la educación mediante una política de hechos consumados solo fingidamente buenista -escabrosamente buenista, diríamos-, que responde a criterios economicistas, socialmente agresivos y claramente segregadores, con la falacia de la integración como señuelo y ejerciendo de chantaje emocionaly moral. Lo demás, volviendo a los escolásticos, flatus vocis, vana palabrería.
También la vana palabrería es indistinguible a oscuras. Puede que de eso se trate precisamente…
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Xavier Massó, licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación (UB) y en Antropología Social y Cultural (URV). Catedrático de Enseñanzas Secundarias por la especialidad de Filosofía. Secretario general del Sindicado Profesores de Secundaria (aspepc·sps) y presidente de la Fundación Episteme.
[1] https://www.sindic.cat/es/page.asp?id=53&ui=8068&prevNode=531&month=8
[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Informe_Warnock
[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Mary_Warnock
[4] https://elcafedeocata.blogspot.com/2021/10/los-escolasticos-tenian-razon.html
Plantear una contrarreforma muy seria con un bachillerato más largo y más riguroso. Enseñar lógica y razonamiento deductivo en secundaria introduciendo un poco de programación. Dotar de más profesores de Matemáticas a los centros educativos, donde cada vez escasean más. Optimizar los deberes que los alumnos se llevan a casa o reintroducir la memorización en esta asignatura son algunas de las propuestas lanzadas por Ricardo Moreno Castillo y Xavier Ros-Oton, dos expertos matemáticos, en el último fórum de la Fundación Episteme: «¿Matemáticas emocionales o Matemáticas emocionantes? ».
¿Puede una calculadora contribuir al pensamiento crítico del alumnado? ¿Es posible aprender las tablas de multiplicar sin necesidad de memorizarlas? ¿Se entiende la información sobre la Covid-19 sin una mínima base de Matemáticas? ¿Obtienen los alumnos un nivel apropiado en esta asignatura? ¿La Matemáticas pueden aprenderse desde un enfoque socio-emocional?
Las corrientes pedagógicas están cambiando la forma de enseñar las asignaturas. Tal es el caso de las Matemáticas. El Ministerio de Educación ha decidido esta vez dotarlas de un enfoque socioemocional y dividirlas en seis sentidos. Para conocer las consecuencias educativas de esta medida, la Fundación Episteme ha querido conocer, a través de Fòrum Episteme, la opinión de dos expertos matemáticos: el catedrático de Instituto y escritor Ricardo Moreno Castillo y el catedrático de investigación ICREA y catedrático de la UB, Xavier Ros-Oton.
“Hasta que no se haga una contrarreforma muy seria con un bachillerato más largo y más riguroso, los problemas irán a peor”, asegura Ricardo Moreno Castillo
“La manía emocional es un error que comenten algunos profesores al meterse en la vida privada de los alumnos. Se trata de una hojarasca para encubrir el fiasco que ha sido la reforma. Las emociones forman parte de la vida privada del alumno”, opina Ricardo Moreno Castillo. Y es que la tendencia, cada vez más acusada de optar por lo emocional en el ámbito educativo descompensa el desarrollo de la lógica y la racionalidad que serían deseables para el funcionamiento intelectual y cognitivo de los individuos. Dos aptitudes que las Matemáticas ayudan a ejercitar en los alumnos.
“Yo creo que la lógica y la racionalidad no se han usado nunca -matiza Xavier Ros-Oton. Las Matemáticas son una forma de entrenarse para ello. También lo son para razonar y deducir, habilidades no se están enseñando en los centros de secundaria”. La lógica y el razonamiento deberían estar presentes en los planes de estudio, según este multipremiado matemático. Para el catedrático de la UB, los alumnos se encuentran con un gran cambio al entrar en la universidad porque no lo han aprendido anteriormente. Así, Ros-Oton plantea que una propuesta interesante pasaría por introducir un poco de programación en secundaria, muy relacionada con las Matemáticas.
La lógica y el razonamiento deberían estar presentes en los planes de estudio con un poco de programación, según Xavier Ros-Oton
El investigador y matemático ha querido subrayar también la falta de docentes de esta especialidad en secundaria ya que actualmente, los puestos se cubren con profesores sin la especialidad en esta asignatura, ya que los matemáticos de carrera acaban ocupando puestos laborales en las empresas, en estos momentos con una gran demanda. En este sentido, Ricardo Moreno ha destacado que “si antes dedicarte a la docencia en Matemáticas era una salida razonable, ahora la enseñanza se ha degradado tanto que se ha convertido en una opción muy poco atractiva”. “Hasta que no se haga una contrarreforma muy seria con un bachillerato más largo y más riguroso, los problemas irán a peor”.
Paralelamente, la enseñanza por ámbitos (otra de las modificaciones educativas actuales) fue abordada en el turno de preguntas donde algunos profesores asistentes mostraron su rechazo al considerar que este modelo obliga a impartir materias sin la debida formación necesaria para ello.
Cómo incentivar el interés matemático en el alumnado
Coger el gusto por las Matemáticas es para Ricardo Moreno Castillo una cuestión de tiempo que se obtiene a base de avanzar en su estudio. “Tratar que las Matemáticas parezcan un juego me parece un error. Todo trabajo creativo tiene una parte de rutina”. Para este escritor y profesor jubilado, hay que saber diferenciar entre estudio y diversión. “Eso de que el alumno tiene que ser creativo es muy antiguo. Hace más de sesenta años ya había cartillas que alternaban problemas de cálculo mental con ejemplos para niños que eran un poco más divertidos que las cuentas. Eso ha existido siempre, no es ninguna novedad”, destacó Moreno Castillo, autor de “Compendio del arte del cálculo” y conocedor de los matemáticos árabes que ya realizaban acertijos matemáticos. En este sentido, Ros-Oton quiso matizar sobre esta cuestión: “Lo que el profesor deba explicar, mejor hacerlo lo más atractivo posible, pero sin perder de vista el objetivo que es aprender”.
¿Es negativa la competitividad?
Algunos profesores reivindican que hay que eliminar el componente doloroso que provoca en los alumnos el estudio de las Matemáticas y plantear la asignatura como una “diversión” y no como una competición. Sin embargo, Xavier Ros-Oton cultivó su interés por las Matemáticas asistiendo a concursos como el Canguro o la Olimpiada Matemática. “Lo que atrae de este tipo de concursos es que las Matemáticas son más divertidas. No me parece nada malo que existan este tipo de competiciones, al contrario”. Ros-Oton añadió además, que no cree que las Matemáticas sean más competitivas que otras asignaturas.
El alumno debe concentrarse y estudiar para comprender y asimilar los conocimientos, después llega la segunda parte que ya puede ser más divertida o competitiva (Moreno Castillo)
Para Ricardo Moreno “El aprendizaje nunca es competitivo ya que el estudio debe realizarse en soledad. El alumno debe concentrarse y estudiar para comprender y asimilar los conocimientos, después llega la segunda parte que ya puede ser más divertida o competitiva. Pero en cualquier caso, los alumnos y alumnas necesitan un clima adecuado para el estudio, sin televisión en casa, en silencio y con las rutinas bien establecidas.
¿Exceso de deberes?
Son muchos los padres que protestan por la cantidad de deberes que sus hijos llevan a casa, restándoles horas para otras finalidades como socializar o, simplemente, desconectar de los estudios. “Es cierto que a veces se mandan muchas tareas que llevan mucho tiempo y que son poco útiles. A lo mejor una redacción de diez líneas sobre qué es la libertad, la amistad o el último libro que han leído sería mucho más útil y llevaría menos tiempo”, comenta Moreno Castillo, quien sugiere que mejor sería poner como deberes ejercicios de mantenimiento más breves pero más efectivos.
“En Matemáticas puedes poner cuarenta problemas iguales pero también ocurre que después preguntas al alumno y no sabe lo que está haciendo”, añade Ros-Oton. Lo importante para este joven catedrático es aprender bien y tener conocimiento sobre la materia. “En Matemáticas tienes que entender, aprender”, destacó.
Descenso de las matriculaciones de chicas en Matemáticas
Las cifras de matriculaciones femeninas en la carrera de Matemáticas han descendido progresivamente pasando de un 60% de chicas en el curso 2000-2001 a un 37% en 2018-2019, según datos del Ministerio de Educación y FP. Pero, ¿qué causas pueden explicar esta caída? “Yo creo que se trata de una carrera con pocos alumnos comparados con el resto de opciones STEM –comenta Ros-Oton-. En su opinión, los números serían más estables si miramos al conjunto de ciencia, tecnología e ingenierías. Del mismo modo, considera que el perfil del estudiante ha cambiado un poco en Matemáticas. “La imagen mental de la carrera hasta el año 2000 era la de acabar en la docencia, ya sea en secundaria o en la universidad, pero a partir del 2005 con la eclosión de Big Data o el desarrollo de algoritmos empresariales, ese perfil cambió radicalmente”, asegura. Ahora, la gran mayoría de licenciados y licenciadas en Matemáticas acaba fichando para grandes empresas con muy buenos salarios. Este escenario ha provocado una subida en la nota de corte para entrar en las facultades de Matemáticas. “La carrera se ha equiparado con la de Ingeniería”, comenta. De manera que ese 35-40% de matriculadas es el mismo que se ha dado siempre en carreras como Física u otras de Ingenierías. De todas formas, quiso precisar que en general, ya en el bachillerato, las chicas se decantan menos por los itinerarios de ciencias, aunque a su juicio, es un problema que arrastramos desde hace varias décadas. Para Ricardo Moreno, “no hay nada que impida a las mujeres matricularse en la carrera de Matemáticas”.
Nivel de Matemáticas en el alumnado
Ricardo Moreno subrayó la diferencia que vivió en sus 38 años como docente entre el alumnado anterior y posterior a la LOGSE. “El bajón del nivel fue clarísimo tras la reforma”, apostilló. Y destacando la obligatoriedad hasta los 16 años que introdujo la LOGSE dijo: “Había que enseñar en dos años lo mismo que antes se hacía en cuatro y con alumnos de un nivel educativo más bajo”.
Cada país es un mundo. En Suiza, el nivel que existe en primero de carrera es muy superior al nuestro. En EEUU es mucho más variable. En España no hay diferencias. Todos están igual de mal, dijo Ros-Oton
Lo cierto es que, en los sucesivos informes PISA, las pruebas de Matemáticas del alumnado español no superan nunca la media de los países de la OCDE. Preguntando sobre la experiencia internacional de Xavier Ros-Oton en Suiza y en Texas el matemático explicó: “Cada país es un mundo. En Suiza, el nivel que existe en primero de carrera es muy superior al nuestro. En EEUU es mucho más variable, hay un amplísimo rango de niveles. En España no hay diferencias. Todos están igual de mal”, sentenció.
Aprender las tablas de multiplicar ¿sin memorizarlas?
Hay escuelas de Primaria en las cuales no se enseñan las tablas de multiplicar, aduciendo que los alumnos deben no emplear la memorización, un tema cada vez más tabú entre las nuevas propuestas pedagógicas. Ricardo Moreno Castillo no duda en afirmar que “las tablas de multiplicar necesitan ser aprendidas de memoria, al igual que el alfabeto, porque de lo contrario no puedes utilizar un diccionario. Existen calculadoras, como existen coches y motos, sin embargo sigue siendo bueno saber caminar”. De igual modo, Xavier Ros-Oton afirma que “hay unos básicos que tienen que ser interiorizados y que pasan necesariamente por ser aprendidos de memoria”.
Matemáticas para entender la actualidad
¿Entendemos bien la información que incluye datos cuando consultamos la prensa o vemos las noticias en televisión? “Creo que hay mucha gente muy poco familiarizada con los datos –afirma Xavier Ros-Oton-. Cuando lees las noticias o te informas sobre ciertos temas, como la COVID-19 donde se publican porcentajes, gráficas, crecimientos exponenciales, el número “r” etc., muchas personas no saben entender o interpretar toda esa información. Al igual que cuando firmas una hipoteca, debes tener una cierta noción para entender lo que estás firmando” -señala el matemático-, quien también subraya la necesidad de las Matemáticas para cursar otras carreras como Física, Economía, Medicina o Biología. “La estadística está en muchos estudios superiores”, recuerda.
Ricardo Moreno Castillo es catedrático de Instituto por la especialidad de Matemáticas y profesor asociado a la UCM, actualmente jubilado. Licenciado en Matemáticas y doctor en Filosofía. Ha publicado numerosos artículos y libros, tanto sobre temáticas educativas como de sus especialidades: Filosofía, Matemáticas e historia de las Matemáticas.
Xavier Ros-Oton es el matemático de su edad más citado a nivel internacional. Catedrático de investigación ICREA a sus 33 años ya es también catedrático por la Universidad de Barcelona y ha recibido varios reconocimientos como la medalla de oro Guido Stampacchia o el Princesa de Girona. Es también miembro del Consejo Asesor de la Fundación Episteme.
Acceder al webinar (castellano)
El impacto de las corrientes pedagógicas actuales afecta cada vez más a los contenidos. Tal es el caso de la asignatura de Matemáticas. El Ministerio de Educación ha decidido esta vez dotarlas de un enfoque «socioemocional» y dividirlas en seis sentidos. Para conocer las consecuencias educativas de esta medida, la Fundación Episteme ha querido conocer la opinión de dos expertos matemáticos: Ricardo Moreno Castillo y Xavier Ros-Oton. Y estas han sido sus conclusiones.
Para acceder al webinar clica sobre la imagen:
• Ricardo Moreno Castillo, licenciat en Matemáticas y doctor en Filosofía. Catedrático de Instituto por la especialidad de Matemáticas y profesor asociado a la UCM, actualmente jubilado. El año 2006 publicó su famoso ensayo ‘Panfleto antipedagógico’.
• Xavier Ros-Oton, Ph.D. en Matemáticas por la Universitat Politècnica de Catalunya. Trabaja en Ecuaciones Diferenciales Parciales (PDE). Catedrático de Investigación ICREA y Catedrático de la Universitat de Barcelona. Es el matemático de su edad más citado en el mundo.
Modera: Eva Serra, directora ejecutiva de la Fundación Episteme.
Foro en formado seminario virtual “webinar” celebrado el miércoles 13 de octubre de 2021. Acto en castellano.
Una de las precategorías subyacentes al discurso educativo hegemónico es la creencia en la idea rousseauniana según la cual el ser humano nace bueno, porque lo es por naturaleza, y la sociedad lo corrompe a medida que se va socializando según crece. Una «verdad» que dista mucho de haber sido contrastada, que carece de base científica y que los resultados de los experimentos llevados a cabo parecen más bien haber desmentido con rotundidad. Pero que sirve a su vez como pretexto a ciertas ingenierías sociales que, con finalidades muy distintas, se sirven de ella para perpetrar sus propios objetivos.
Xavier Massó
En línea coherente con esta idea de la bondad innata, nuestro sistema educativo se caracteriza por el énfasis en un subjetivismo a ultranza propio del psicologismo educativo –que no necesariamente Psicología de la Educación-, de acuerdo con el cual, si aislamos a los niños –y a los adolescentes- de cualquier influencia social perniciosa, su propio psiquismo alumbrará y desarrollará «espontáneamente», con las correspondientes tutela y ayuda psicopedagógica, las virtudes naturales que, de otro modo, se malogran al truncar el proceso de desarrollo «natural» en el ser humano.
De esto se colige una consideración estática, fijista, del psiquismo propio de las edades que constituyen las primeras etapas de la vida, aún no del todo contaminadas por la interacción social, y el consiguiente imperativo moral de salvaguardarlas en su prístino estado originario, convirtiéndolas en generacionalmente estancas. La infancia y, por extensión, la adolescencia, se ve entonces como una etapa consistente en sí y por sí misma. Así las cosas, si conseguimos aislarla de las contaminaciones propias de la sociedad adulta, se evitará el consabido proceso de degeneración y amaneramiento –de hipocresía y de egoísmo, en definitiva- que el ilustre ginebrino atribuía dicotómicamente a las edades adultas; por cierto que predicando el mismo con el ejemplo.
Según esto, la infancia y la adolescencia atienden a su propia lógica y sentido, y no deben entenderse desde la perspectiva tradicional de subordinación al psiquismo de la etapa adulta; es decir, no como las fases de un proceso destinadas a consumarse en la solución de continuidad por mor de la cual adquirirían sentido. Aunque no se trate de entenderlo así, ad pedem litterae, sino como la interrupción de un proceso artificiosamente inducido, que abra la puerta a la continuidad natural de la evolución del niño. En otras palabras, si no fuera por las intoxicaciones del mundo adulto, los niños madurarían desde la infancia de forma distinta y más mental y moralmente saludable. Y dadas las circunstancias, no queda más remedio que intervenir externamente para vehicular y potenciar este proceso de maduración natural.
Huelga decir que el papel que en todo esto juega el sistema educativo es fundamental. Al psicologismo educativo fundamentado en la subjetividad, de pretendida base científica, se le añade el imperativo moral de preservar la naturaleza originariamente bondadosa del ser humano, con su curiosidad innata y su espontaneidad, con el objetivo de conseguir una sociedad mejor. La escuela tradicional habría sido la institución por excelencia dedicada sistemáticamente a yugular o a domeñar lo naturalmente humano. De modo que si en su momento sirvió para el roto, ahora, desde la nueva perspectiva, servirá para el descosido.
Una perspectiva dicotómica desde la cual, o se entienden la infancia y la adolescencia como las etapas de un proceso que desemboca en la edad adulta, desde los parámetros bajo los cuales se entiende culturalmente tal condición, o se los entiende como niños o jóvenes que, convenientemente educados, desembocarán en un nuevo modelo humano adulto, cuyos atributos están en cualquier caso por determinar… O no tanto, porque la cosa tiene sus ramificaciones: el «descubrimiento» de la adolescencia como un sector de consumidores activos, o de la infancia como pasivos, sería una de ellas.
Con lo dicho, no estamos precisamente descubriendo América. Como mínimo desde el siglo XIX, pero también con anterioridad, hay abundante literatura al respecto, tanto en uno como en otro sentido. Lo que sí empieza a ser «nuevo», y preocupante, es la extraordinaria penetración social del relato que se desprende de este discurso, hasta el punto que ha conseguido imponer su propia narrativa como preceptiva en todos los ámbitos, no solo en el más estrictamente educativo. Así como las prioridades que de tales posiciones se desprenden.
La ministra de Educación, Pilar Alegría, afirmó hace poco que los niños han de ir a la escuela a pasarlo bien[1]. Un buen ejemplo de cómo dicha narratividad se impone es que cualquier objeción a tal aserto, por mínima que sea, sitúa a su emisor directamente en una inicial posición de desventaja, cuando no en la mera negatividad o en la más contumaz de las reciedumbres reaccionarias. Porque presupone negar la mayor en un juego con las cartas marcadas: quien no esté de acuerdo será porque sí piensa que hay que ir a sufrir a la escuela, y, casi con toda seguridad, que la letra sólo con sangre entra.
El problema es que se trata de una afirmación que adolece de vicio de forma: la escuela no es un lugar ni para sufrir ni para disfrutar, sino para aprender. Y también dependerá de qué consideremos en cada caso sufrir o disfrutar. Podemos centrarnos exclusivamente en el «sufrimiento» que padece durante sus entrenamientos el atleta que se está preparando para la próxima competición, o el del alumno que tira de «codos» renunciando a ver la televisión, a chatear en las redes o a irse con los amigos, porque tiene al día siguiente un examen que quiere aprobar con nota para obtener una media que le permita acceder a la facultad de su elección. En ambos casos podemos denominarlo sin duda «sufrimiento», pero también «sacrificio» y fuerza de voluntad; un sacrificio, una renuncia, que se asume voluntaria o forzadamente, pero responsablemente y en aras a la obtención de un beneficio futuro mayor. ¿Es sacrificio necesariamente sufrimiento?
Pero la cuestión no se plantea en estos términos, sino, consecuentemente con el planteamiento «alumnocéntrico», desde la presupuesta subjetividad derivada de la anteriormente mencionada concepción «fijista» de las etapas de la vida humana; es decir, remitida al hic et nunc, al aquí y ahora propio de la más grosera inmediatez. Porque si se fuerza su voluntad, le estamos arrebatando la espontaneidad y el proceso natural de emergencia de sus mejores virtudes se truncará, dejando las correspondientes secuelas.
Alcanzados con creces tales objetivos en la educación Primaria y en la ESO, ahora se trata de remacharlos en el Bachillerato. Un Bachillerato que, como la Primaria o la ESO, no estará pensado para el futuro del niño o del adolescente, sino por y para su presente como tal niño o tal adolescente, aquí y ahora, y a poder ser, prolongarlo hasta el Nunca Jamás de la novela de Peter Pan, o el «Forever Young» que ha servido de título a distintas canciones de diferentes autores e intérpretes[1]. No biológicamente, claro, por inviable –aunque también se intente y se aspire a ello «sufriendo», por cierto, lo que haga falta; en vano, por lo general- pero sí mentalmente: una prueba de ello la tenemos en tantos políticos y políticas, adultos y adultas, talluditos y talluditas, hablando como adolescentes y pensando como tales; aunque mejor no dar nombres…
El nuevo Bachillerato que se nos anuncia es la continuidad lógica de todo esto. Y para muestra un botón: la propia ministra Alegría lo ha proclamado recientemente en otra de sus apariciones públicas[2]: la nueva modalidad de Bachillerato «general» está pensada para aquellos alumnos que no sepan qué hacer y que, precisamente por ello, no sea necesario que hagan nada, salvo, añadió la ministra, Turismo o Psicología. Una maravillosa astracanada de la cual se infieren muchas cosas sobre las concepciones de la señora Alegría y de los alcances del universo conceptual en qué se mueve.
Pero por más chocante que se nos pueda antojar, debemos decir, acudiendo en auxilio de la ministra, que la «astracanada» lo es sólo desde la perspectiva adulta tradicional, la que considera que un sistema educativo es un todo procesual y progresivo, y el Bachillerato –o la Primaria, o la ESO, o la Formación Profesional- una preparación para la futura vida adulta que espera a los que hoy son niños o adolescentes. No lo es, en cambio, en el mundo del «Neverland» peterpaniano en el que aparenta estar instalada nuestra ministra, al igual que los gurúes educativos que la asesoran.
Y si remarcamos lo de «aparentar», insinuando una posible doblez en su relato, es porque no parece que ella misma haya sido demasiado fiel a lo que ahora nos está predicando: su hijo estudió en un prestigioso colegio privado de élite de Zaragoza, extranjero para más señas. ¿No se estaba tan bien en Neverland? ¿O acaso resultará ser al final la Isla de los Juegos del cuento de Pinocho?
Tal vez lo de Neverland estaría muy bien si no se pudiera salir de allí, si fuera eterno y materialmente existente. Pero de su análoga, a la vez que más prosaica y mundana Isla de los Juegos del cuento de Pinocho, se salía después del correspondiente engorde, y no precisamente para seguir divirtiéndose, sino para servir de pitanza. Toda una metafórica denuncia del modelo social y económico hacia el que parece que no encaminamos, que el sistema educativo coadyuva activamente a pergeñar. Y digamos de paso, ya que estamos, que tampoco el «Neverland» peterpaniano de la novela de James Barrie es el maravilloso paraíso perdido de la infancia; otra cosa son, ciertamente, las edulcoradas y pacatas versiones cinematográficas made in Hollywood que, no en vano, tanto han proliferado.
Decía Hegel que «del estado de naturaleza, hay que salir». Parafraseándole, diremos que de la infancia y de la adolescencia, se sale inapelablemente. Y lo único que se consigue si pretendemos eternizarla mentalmente, es no preparar debidamente para la nueva etapa en que se entra al salir de la anterior; acaso para producir individuos más fácilmente manipulables y sin autonomía. A su vez, Kant nos exhortaba al «Sapere aude», atrévete a saber, porque solo así se podrá ser crítico y autónomo, porque solo se puede serlo si antes se está en posesión de un mínimo rigor conceptual. Lamentablemente, nuestro acomodaticio y facilista sistema educativo va en dirección contraria…
Y del Bachillerato «Peter Pan», se sale también inevitablemente, como de cualquier otra etapa. La pregunta es entonces con qué bagaje se entrará en la siguiente, y, no siendo posible tanta ingenuidad, preguntarnos cui prodest, ¿a quién beneficia todo este negocio? A los alumnos, en tanto que futuros adultos, y por más patrañas alumnocéntricas con que se aderece el relato, desde luego que no.
La respuesta la tenemos, como tantas otras veces, en un clásico, ‘Medea’, que las nuevas generaciones ya no conocerán porque se les habrá hurtado: «cui prodest scellus, is fecit»; o lo que es lo mismo: a quien aprovecha el crimen, es quien lo ha cometido. Habrá que comenzar a buscar según tan juicioso criterio; no es tan difícil…
[1] https://www.elmundo.es/espana/2021/09/15/6141fba5e4d4d839198b4585.html?fbclid=IwAR3DFIt1SpBsl5APNmOjrX4TvyP5HW7fSJkYcTS00b2AQM53tSU8Jj2tvus
[2] Bob Dylan (1974), Alphaville (1984), Rod Steward (1988)
[3] «La Noche 24h», Canal 24horas de TVE, lunes 27 de septiembre de 2021.
Recuerdo que durante los años de universidad la historia del éter me fascinaba. No solo por sus intríngulis, giros de guion y reminiscencias sobrenaturales, sino también porque revela algunos de los aspectos más ambiguos de la ciencia: la supervivencia durante siglos de modelos claramente insatisfactorios, el gusto por la redundancia, el predominio -más a menudo de lo que esperaríamos- de la teoría y la intuición sobre la evidencia empírica.
Clàudia Payrató @cclaualc
Asimismo me impresionaron y aún me impresionan los enormes esfuerzos que, paradójicamente, se realizaron para medir esta hipotética sustancia. Esfuerzos que, como en una tragedia griega, no hicieron sino anticipar su propio final.[1] Por eso cuando me encuentro discutiendo con un colega sobre cómo tratar tal u otra competencia; en las reuniones y cursos donde observo tanto profesores hastiados y confundidos por el nuevo modelo competencial como entusiastas convencidos; incluso en la soledad de la preparación de una programación didáctica, mientras realizo esfuerzos absurdos por detallar un intangible… en todas estas ocasiones, es difícil no acordarse del éter y la estupefacción que me causaba, quizás por exceso de ingenuidad, la obstinación de los físicos en postular la existencia de esta sustancia invisible y de propiedades prácticamente contradictorias.
De hecho, una problemática análoga respecto a la cuestión de la medición se repite hoy en el contexto educativo. Solo hace falta consultar una programación didáctica actualizada para cerciorarse de que es necesario un andamiaje en absoluto ligero -aunque no por eso más exacto- para determinar la gradación, evaluación y aplicación de las competencias. También es inevitable que durante el ejercicio de redacción -y, prácticamente, de estilo- que debe hacerse para traducir lo que ocurre en el aula al paradigma competencial, uno termine por cuestionarse: ¿existen realmente las competencias? En caso de que existieran, ¿son tal y como las define el currículum oficial? ¿O, acaso, nos hallamos ante un nuevo éter?
Aunque puede parecer una pregunta pretenciosa o provocativa, en realidad es totalmente seria. Aún más cuando se aboga por abandonar la alternativa que, en esta analogía más o menos atrevida, vendría a ser la luz: los contenidos, cuyo corpus -aún si a veces tendencioso o injustamente limitado- ha dado forma y razón a la educación durante siglos. Personalmente, no puedo entender esta distinción entre contenidos y competencias como otra cosa que no sea un modelo que aproxima, de forma bastante burda, el proceso de enseñanza y aprendizaje. Sin embargo, observo a diario cómo profesores y “expertos” educativos asumen una dicotomía neta entre competencias y contenidos, en la que los dos conceptos no solo aparecen perfectamente delimitados sino que, a menudo, se consideran mutuamente excluyentes. De hecho, hasta cierto punto la implementación del modelo competencial carece de sentido si no se acepta esta dicotomía. Pues, si reconocemos que ambos elementos están hibridados, es decir, que técnicas y habilidades se entretejen de forma compleja con datos y teorías, ¿qué sentido tiene preferir enseñar por competencias en vez de por contenidos?
Quizás podamos recurrir de nuevo a la analogía con el éter lumínico para tratar de responder esta pregunta. En el modelo físico, el éter ejercía una función explicativa: complementaba la descripción de fenómenos relativos a la propagación de la luz que, de otra forma, resultaban muy difíciles de comprender. Así que podríamos suponer que debemos lidiar con el reduccionismo, simplismo y redundancia que conllevan el modelo competencial en aras de su potencia explicativa. Sin embargo, personalmente me resulta imposible de creer que un profesor de lengua, por poner un ejemplo, no sepa distinguir los diferentes procedimientos que trabaja un alumno realizando un análisis crítico, un resumen o una exposición oral. ¿De verdad necesitamos de un currículum que nos explicite estas habilidades bajo el nombre de competencias? ¿En serio vamos a creernos que las competencias sacan a la superficie algo que, gracias al sentido común y la experiencia, no sabíamos ya?
Así pues, sospecho que en esta elección priman otros motivos e intereses que no conciernen la epistemología sino -como ocurre también con las teorías científicas- cuestiones sociológicas y, probablemente, económicas. Se ha hablado mucho y mejor de lo que podría hacer yo aquí sobre cómo este cambio educativo parece encarado a formar trabajadores operacionales en vez de ciudadanos cultos y, dentro de los límites que el saber permite, libres. Pienso que asimismo refleja un relativismo del conocimiento, una desvalorización de la cultura, expresado por ejemplo en la priorización del hacer sobre el pensar -como si acaso alguna de las dos acciones, sin la otra, hubiera jamás trascendido la historia.
Por último, sospecho además que se persiguen fines políticos, entre otros el de maquillar estadísticas. La nebulización de los criterios evaluativos, la transformación del trabajo docente en un ejercicio de burocracia, y sobre todo, el paulatino emborronamiento de los saberes que actúan como puntos de anclaje en el camino y, asimismo, como termómetros de la dificultad de lo que se pretende enseñar; todo ello facilita una bajada del nivel educativo que, mágicamente, mejora las estadísticas del llamado fracaso escolar. De este proceso los profesores somos a su vez víctimas y, aunque posiblemente esto se diga poco, verdugos.
Tal vez sea posible extraer, aún, una última conclusión de esta analogía, si es que el lector me ha perdonado hasta aquí los desajustes y saltos en la comparativa. La ciencia nos enseña que a veces ni siquiera las evidencias empíricas nos salvan de una teoría fallida; pero, también que, sin ellas, estamos abocados al misticismo. Apliquémoslo, pues, en educación, antes de abrazar con los ojos cerrados la existencia de un nuevo éter.
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Clàudia Payrató es profesora de secundaria y doctora en Física por la CY Cergy-Paris Université y la Universidad de Zaragoza.
[1] Entre abril y julio de 1887, los físicos Albert Michelson y Edward Morley llevaron a cabo uno de los experimentos más famosos de la historia, ideado para determinar mediante un interferómetro la existencia de un medio de peculiares propiedades que llenaba el vacío y permitía la propagación de la luz: el éter. Diversas formas de éter habían sido postuladas desde la antigüedad, aunque la que recibió mayor atención fue la conocida como “éter lumínico”, inicialmente propuesta por Huygens en el siglo XVI, y cuya medición preocupó a numerosos físicos, especialmente durante el siglo XIX. El resultado negativo del experimento de Michelson-Morley y de otras pruebas sucesivas, así como el desarrollo de la teoría de la relatividad especial y general, promovieron el abandono paulatino de la hipótesis etérea, si bien su nombre siguió apareciendo -bajo nuevas significaciones- en boca de científicos como Dirac o Einstein hasta prácticamente mediados del siglo pasado.
En ocasión de la recepción del premio Heinrich Böll que le otorgó la ciudad de Köln (Colonia) en 1985, Hans Magnus Enzensberger propinó a los asistentes -muchos de ellos, políticos- un discurso titulado «Elogio del analfabeto»1. Entre otras interesantísimas consideraciones, el poeta incidía en la distinción entre el analfabeto y el analfabeto «secundario».
Robert Veciana
Hoy en día se suele denominar a esta figura más habitualmente como «funcional» y designa a aquel tipo de persona que, aunque ha aprendido a leer, no lee y, por tanto, pierde con el tiempo la capacidad de hacerlo. Enzensberger recuerda que sólo la petulancia de la «minúscula minoría» de los que leen permite considerar que los analfabetos «primarios» son minoritarios: centenares de millones de personas se las apañan para vivir razonablemente sin leer ni escribir. Enzensberger contrapone su naturaleza a la de los analfabetos funcionales, comparación de la cual estos últimos salen muy maltrechos. Los analfabetos primarios, pese a su tozudez, su ignorancia y la estrechez de sus horizontes son, sin pretensión alguna de idealizarlos, dignos de admiración: tenaces, listos, inventivos, y, sobre todo, dotados de una gran memoria.
Los sistemas educativos contemporáneos -algunos, como el nuestro, más que otros- producen, en un porcentaje creciente, analfabetos funcionales. Según datos de la UNESCO, la media en 12 países industrializados no baja del 25% de la población adulta. Enzensberger nos tranquiliza: les va muy bien, no debemos sufrir por ellos. De hecho, muchos ocupan cargos de la mayor relevancia. Él cita concretamente al canciller Köhl y al presidente Reagan, pero es una constatación extrapolable a nuestros días: cabe preguntarse qué libros pueden tener en la mesita de noche Donald Trump o Mariano Rajoy, pongamos por caso.
Enzensberger entiende que ya no es necesario que todas las personas que pasan por la escuela aprendan a leer. El ideal de la Ilustración universal se convirtió a lo largo del siglo XIX en la realidad de la «instrucción pública» universal, cuyo objetivo declarado era obtener mano de obra cualificada. Y ahora -el texto es de 1985 pero la situación actual sería la misma- el sistema de producción post-capitalista ya no requiere esta mano de obra bien formada. No queremos trabajadores cualificados, sino «consumidores cualificados». Será suficiente con que sepan distinguir el botón de ON y OFF de los aparatos que están obligados a adquirir. Se puede estar más o menos en desacuerdo con esta tesis, de aire vagamente marxista, pero los datos empíricos parecen reforzarla.
Según algunos estudios muy rigurosos, la capacidad de comprensión lectora de los alumnos de este país no es precisamente gloriosa. Por ejemplo: sabemos que en aulas de educación infantil hay niños y niñas con un vocabulario de menos de 200 palabras, mientras que otros ya conocen unas 2000. Y la diferencia no sólo no disminuye durante la escolarización sino que aumenta de manera abismal. Sabemos también que esta cesura se convierte en prácticamente insuperable en los niveles de segundo y tercero de primaria, en los cuales el alumno ya no aprende a leer, sino que aprende leyendo, diferencia extraordinariamente sustancial: para entender un texto se requiere, según los expertos, conocer el significado de, como mínimo, un 80% de los términos que aparecen. Y muchos de nuestros estudiantes no llegan ni de lejos. Si recordamos, además, que un porcentaje muy alto de alumnos de primero de ESO tienen una velocidad de lectura de unas 60 palabras por minuto –pido al lector que compruebe cómo es leer a esta velocidad-, el panorama se convierte en desolador: una parte muy considerable de nuestro alumnado lleva años delante de textos que no entiende.
Si es que queremos que aprendan a leer, naturalmente. Porque una cosa es la retórica oficial y otra el evidente desinterés de los dirigentes políticos y de nuestras elites por la letra impresa o, como mínimo, por el acceso a esta por parte de las clases populares. Los profesores, profesionales de la docencia, asistimos desde hace mucho tiempo, entre atónitos y cansados, a declaraciones altisonantes de los responsables de la cosa pública sobre la defensa de la cultura, la lengua, la lectura. Se suceden planes de fomento de la lectura más o menos bienintencionados. Un ejemplo particularmente cómico nos lo brindan las horas de lectura obligatoria en los centros, donde, qué paradoja, se prohíbe a los alumnos que lean los libros obligatorios del curso que están haciendo o algunas lecturas poco «adecuadas». También parece, creo, muy desafortunada la gradación de la dificultad de lo que nuestros alumnos deben leer. Se pasan años en primaria con «libros infantiles», con más dibujo que letra, sin demasiado vocabulario ni oraciones subordinadas y, de repente, un profesor, con la mejor de las intenciones, les dice que tienen que leer el Tirant lo blanc o el Lazarillo de Tormes…. A veces, y con una intención aún mejor pero tan improductiva como la anterior, se les hace leer «adaptaciones» -¡horror!- de estas obras incomprensibles. Qué le vamos a hacer, si no tienen suficiente comprensión lectora….
Nuestra sociedad y en consecuencia los poderes públicos de la cual emanan y a la cual deberían rendir cuentas deben decidir si la lectura es un bien a proteger, si es necesaria. Porque, quizá, al final, no hace falta. Y actuar en consecuencia. Hay cosas que se podrían hacer, que ya se hacían, no se trata ahora de caer en el embrujo omnipresente de la innovación entendida como una finalidad en sí misma que tanta devastación ha producido en el sistema educativo. Se puede dedicar más esfuerzo en las etapas iniciales en dotar al alumnado de más vocabulario, en asegurarse de que un porcentaje más alto entiende lo que lee. Se puede estimular la lectura mediante mejoras en la cualificación otorgada a los alumnos o, sin rodeos, con premios. Se pueden tener libros en el aula para su libre consulta. Se puede ampliar la oferta de lecturas obligatorias orientándola a la literatura universal. Pero, claro, en un país donde se permite que un instituto público elimine la biblioteca del centro para instalar un «espacio de mindfullness» -sea eso lo que sea- , y donde la mera presencia de términos tales como «esfuerzo» y «calificación» produce urticaria, la cosa está complicada. Tengamos también claro que, para leer según qué cosas, es mejor no leer. La estupidez es independiente del medio que se utilice para su difusión.
Como recuerda Enzensberger, profético, los letraheridos –fantástico préstamo del vocablo que el catalán ha aportado a la cultura universal- seguirán leyendo y escribiendo, es lo que tiene el vicio. Con la ventaja añadida de que serán libres. En estos tiempos la cultura ya no legitima nada. Y por tanto no se debe a nada, ni a nadie.
Un apunte personal. Una de las cosas que aún no hemos probado es prohibir la lectura. Un experimento sin más valor que el de la anécdota –he sabido que un famoso profesor universitario hacía lo mismo- me hace pensar que quizá funcionaría. Se llevaban a clase dos libros, el de lectura obligada y otro. No faltaba el alumno que preguntaba qué era este otro libro, a lo cual se debía contestar rotundamente que éste no tenían que leerlo. Al día siguiente corrían varios ejemplares por la clase.
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Robert Veciana. Licenciado en Filosofía por la Universitat de Barcelona. Profesor agregado de Bachillerato. Delegado del Sindicat Professors de Secundària. Traductor (Meditaciones metafísicas de René Descartes).
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (2015-2030) son una iniciativa impulsada por Naciones Unidas para desarrollar la agenda de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Abreviados como ODS (o SDG en inglés) comprenden 17 objetivos y 169 metas. Tras un proceso de negociación que involucró a 193 estados miembros de la ONU, en 2015 se aprobó en una reunión plenaria de la Asamblea General una Agenda que lleva por título Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que entró en vigor el 1 de enero de 2016, más conocida como «Agenda 2030».
No entraremos a debatir desde un punto de vista socio-político dicha agenda, que conforma actualmente la gobernanza de la gran mayoría de países y cuyas aspiraciones genéricas son altamente loables. Otra cuestión, son los efectos de poder como contrapartida material e instrumental que se ocultan bajo la narrativa de la Agenda 2030, al igual que ocurre con la gran mayoría de meta-relatos sociales.
En 2015 tuvo lugar el World Education Forum en Incheon, Corea, organizado por la UNESCO, UNICEF, World Bank, UNFPA, UNDP, UN Women y UNHCR. Las conclusiones se publicaron en el documento Education 2030, Incheon Declaration, Towards inclusive and equitable quality education and lifelong learning for all, que representó la culminación de un largo proceso para definir el ODS 4 (Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad así como promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos) que trata sobre el desarrollo para una mejor educación de la humanidad, y que posteriormente publicó la ONU. En todo caso, los objetivos son los mismos.
En dicho documento podemos leer en su preámbulo la importancia fundacional del pensamiento crítico:
«Existe una necesidad urgente de que los niños, jóvenes y adultos desarrollen a lo largo de la vida habilidades y competencias flexibles que precisan para vivir y trabajar en un mundo más seguro, sostenible, interdependiente, basado en el conocimiento e impulsado por la tecnología. La educación 2030 garantizará que todas las personas adquieran una base sólida de conocimientos, desarrollen el pensamiento creativo y crítico así como habilidades colaborativas, y desplieguen la curiosidad, el coraje y la resiliencia «(p5).
A continuación, ya en la explicación del objetivo 4.3 referido a la igualdad de género en educación, encontramos otra referencia al pensamiento crítico:
«Además de impartir competencias profesionales, la educación secundaria superior y las universidades desempeñan un papel fundamental para estimular el pensamiento crítico y creativo para generar y difundir conocimientos para el desarrollo social, cultural, ecológico y económico. La educación secundaria superior y las universidades son fundamentales para la formación de futuros científicos, expertos y líderes. A través de su función investigadora, juegan un papel crucial en la creación de conocimiento y apuntalan el desarrollo de capacidades analíticas y creativas que permiten encontrar soluciones a los problemas locales y globales en todos los campos del desarrollo sostenible ”(41, p15).
Finalmente en el objetivo 4.4 (By 2030, substantially increase the number of youth and adults who have relevant skills, including technical and vocational skills, for employment, decent work and entrepreneurship) conocido genéricamente como Skills for Work, que es donde cobra todo sentido el pensamiento crítico, encontramos:
«Un enfoque limitado a las habilidades profesionales específicas reduce la capacidad de los graduados para adaptarse a las demandas cambiantes del mercado laboral. Por lo tanto, más allá de dominar estas habilidades específicas se debe hacer hincapié en el desarrollo de habilidades cognitivas y no cognitivas de alto nivel. Habilidades transferibles [xxv], como resolución de problemas, pensamiento crítico, creatividad, trabajo en equipo, habilidades de comunicación y resolución de conflictos, que se pueden utilizar en una amplia variedad de campos ocupacionales. Además, los estudiantes deben tener oportunidades para actualizar sus habilidades continuamente durante toda la vida. «(48, p15).
Así pues, en los años iniciales de la definición de ODS encontramos en el ODS 4 sobre educación y específicamente en el objetivo 4.4 una apuesta por el pensamiento crítico, especialmente en la educación para el emprendimiento y el trabajo.
Consultar información de estadísticas y seguimiento de los ODS en https://en.unesco.org/gem-report/sdg-goal-4. Y comprobar como en 2016 se habla de pensamiento crítico http://gem-report-2016.unesco.org/en/chapter/target-4-4-skills-for-work/ sin embargo ya en 2017 http://gem-report-2017.unesco.org/en/chapter/target-4-4-skills-for-work-2/ ha desaparecido toda referencia al pensamiento crítico.
Incluso en los informes más recientes: The Sustainable Development Goals Report del 2019 y 2020 tampoco encontramos ninguna referencia al pensamiento crítico. Pero por si eso fuera poco, los indicadores (4.4.1) que se han propuesto para medir el objetivo 4.4 se han reducido a conocimientos informáticos básicos:
4.4.1 Proporción de jóvenes y adultos con competencias en tecnología de la información y las comunicaciones (TIC), desglosada por tipo de competencia técnica.
Concretamente, como vemos en los últimos informes como GLOBAL EDUCATION MONITORING REPORT Inclusion and education: ALL MEANS ALL de 2020 las pruebas incluidas del indicador son:
¿Qué ha pasado con el pensamiento crítico? Ha sido reducido a unas meras capacidades funcionales básicas en TIC. Hemos pasado, como vemos en los documentos de ODS del «critical thinking» al «computational thinking«, y esta última acepción realmente no es, en absoluto, pensamiento, sino más bien un «know how«.
¿Qué ha sucedido con la firme voluntad de crear una población con espíritu crítico capaz de trabajar dignamente aportando valor o emprendiendo nuevos proyectos innovadores? ¿Es que acaso la Agenda 2030 pretende crear borregos digitales?
Si bien es verdad que a nivel mundial los problemas educacionales son extremadamente graves, ya que la comprensión lectora o el conocimiento básico de las matemáticas no llega a una gran parte de la población, el pensamiento crítico debe enseñarse desde párvulos hasta la edad adulta, siguiendo la tradición filosófico-pedagógica del pensamiento crítico inaugurada por John Dewey.
En la gran mayoría de estudios sobre la educación del futuro como como P21 (Partnership for 21st Century Skills), Common Core State Standards Initiative, SCANS (Secretary’s Commission on Achieving Necessary Skills), A Nation at Risk, World Economic Forum, American Association of College and Universities, ISTE Educational Technology Standards, Education for Life and Work: Developing Transferable Knowledge and Skills in the 21st Century de la National Research Council of National Academies, sin lugar a dudas, el pensamiento crítico es una habilidad necesaria para todos. EEUU es líder en la promoción del pensamiento crítico. Sin haber conseguido aplicarlo de una manera generalizada a la población, por las resistencias políticas obvias, es muy importante en círculos intelectuales educativos y ha conseguido su adopción en el mundo empresarial.
La gran preocupación que existe por el pensamiento crítico en EEUU no tiene su contrapartida en Europa donde se ejerce la crítica sistemática al pensamiento crítico. La consecuencia es que nuestras escuelas y universidades se pueblan de adoctrinamiento profundo, sin una línea clara de pensamiento útil fuera de la inmanejable filosofía, para quienes deseen salirse de la media, de las narraciones oficiales de los nuevos Pravda. Parece que solo apoyamos el «espíritu crítico», pero ¿qué es un espíritu sin herramientas? Nada. Un brindis al sol. En Latinoamérica, por proximidad con Estados Unidos se tiene más conciencia del pensamiento crítico que en Europa. Esa es la difícil coyuntura que tenemos los europeos. Somos víctimas de nuestra falta de pragmatismo y de nuestro conservadurismo obsoleto. Tenemos que desarrollar nuestro camino hacia el pensamiento crítico.
En todo caso, si no se vuelve a integrar el pensamiento crítico en la Agenda 2030, ya sabemos el futuro que nos espera: la servidumbre digital.
Agustí Colomer, secretario general de la Academia Valenciana de la Lengua, describió en su premiada novela A trenc d’alba las vivencias de su padre en el Alcoy de la II República, poco antes de estallar la Guerra Civil. Entre los recuerdos que recoge quería destacar el del profesorado del instituto. Realiza un retrato muy elogioso y entrañable de los catedráticos de aquella época, personas apasionadas por el conocimiento de su materia así como por la docencia.
Josep Oton
Tal como ha insinuado un alto responsable de la Administración, para algunos parece que el cuerpo de catedráticos sea algo del pasado -un pasado que erróneamente se identifica con la dictadura franquista- y que resulte más políticamente correcto promover un igualitarismo de la docencia que suele ser falso y fraudulento.
El Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) reconoce el derecho de los funcionarios “a la progresión en la carrera profesional y promoción interna según principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad mediante la implantación de sistemas objetivos y transparentes de evaluación”.
En el caso del profesorado de secundaria esta promoción interna dentro de la carrera profesional se concreta en la posibilidad de acceder al cuerpo de catedráticos. Sin embargo, la figura de estos profesionales se ha desvirtuado –pienso yo- intencionadamente.
En primer lugar, porque prevalece una concepción de la enseñanza en la cual los conocimientos son relegados a un segundo plano. Por supuesto, las competencias incluyen conocimientos, pero se quieren diluir con la ingenua pretensión de hacer más llevadero el proceso de aprendizaje. O, si somos mal pensados, en verdad puede ser un sutil subterfugio diseñado para evitar que ciertos grupos sociales tengan acceso al legado cultural necesario para convertirse en ciudadanos de primer orden.
Con la excusa del mito del aprendizaje memorístico, basado en la repetición y no en la comprensión, quizás acabaremos privando al alumnado de tener contacto directo con profesionales altamente cualificados en su disciplina que los motiven a aprender, a querer saber, a progresar en un ámbito del conocimiento.
Por otro lado, otro motivo todavía más subrepticio podría explicar el escaso interés de la Administración en promover el cuerpo de catedráticos. Apelando a la falacia antijerárquica, los catedráticos, que han llegado a su puesto atendiendo a los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, a menudo son ninguneados. En cambio, se fomentan vínculos profesionales basados en otros criterios menos transparentes con las pertinentes prebendas que permiten aplicar correctivos y gratificaciones de manera casi arbitraria.
En ocasiones, querría que fueran pocas, se escucha en los pasillos de los institutos una expresión con fuertes reminiscencias militaristas: “cadena de mando”. No creo que nadie haya osado a escribirlo, pero suele suceder que lo no se escribe es todavía más peligroso. La idea es clara: hay que obedecer directamente las instrucciones del superior inmediato.
Quizás a la larga se llegue a prescindir de los funcionarios, aquellas personas que realizan la función que la ley determina, que han estado seleccionadas según la ley y no a través de procesos hechos a medida, y que tienen que responder ante la ley y no ante criterios personalistas o partidistas. De momento, no creo que nadie se atreva a suprimir el funcionariado, aun así a estas alturas la realidad es que, en algunas Comunidades Autónomas, se está intentando eliminar, por extinción, el cuerpo de catedráticos.
Tal vez quienes creen en una enseñanza de calidad tendrían que reivindicar profesionales que hayan demostrado su competencia mediante un sistema objetivo y transparente de evaluación que garantice la igualdad. Dicho con otras palabras: el acceso al cuerpo de catedráticos. De lo contrario corremos el riesgo de abandonar la educación en manos de las consignas del partido de turno o de los caprichos de individuos que acaparan poder en determinados cargos pretendidamente académicos.
Afirmar que los catedráticos son una institución caduca puede ser una grosera excusa que sirve para maquillar con un aire de pretendida modernidad la apuesta por un caciquismo perenne.