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Fracaso escolar en España: ¿Por qué afecta tanto a los chicos y alumnos de bajo nivel socioeconómico?

El fracaso escolar es un tema de máxima preocupación en la mayoría de los países desarrollados. Uno de los indicadores para medir el grado de fracaso escolar de un sistema educativo es el nivel de abandono escolar temprano.  Según los últimos datos disponibles correspondientes al año 2021, el 13,3% de los jóvenes españoles de 18-24 años no había completado la educación secundaria de segunda etapa y no seguía ningún tipo de formación en las cuatro semanas anteriores a la entrevista.

 

A pesar de las mejoras experimentadas en la última década, España tiene la segunda tasa de abandono escolar temprano más alta de la Unión Europea, sólo por detrás de Rumanía.. Este fenómeno afecta en mayor proporción a los chicos, y a los jóvenes con familias de menor renta, siendo España uno de los países donde estos grupos sufren mayores brechas.

En este brief utilizamos dos buenos predictores del abandono escolar temprano, como son el rendimiento académico del estudiante (en lengua, inglés y matemáticas) y la repetición de curso. En España no existen datos de evaluaciones de tipo diagnóstico a nivel nacional que permitan relacionar resultados de aprendizaje con características de los alumnos y los hogares.

Por tanto, usamos datos de las pruebas de evaluación diagnóstica desarrolladas en la Comunidad de Madrid en 3º y 6º de primaria, y 4º de la ESO para el curso 2016/17.

Los estudiantes de mayor nivel socioeconómico rinden significativamente mejor para todas las asignaturas y niveles educativos. Por ejemplo, la diferencia entre un estudiante de nivel socioeconómico bajo y alto en 3o de Primaria es de 58 por cien de la desviación estándar (DE) en matemáticas, y 55 por cien de la DE en lengua. Estas diferencias son el equivalente a casi dos años de escolarización.

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Nuno Crato en Fòrum Episteme (21 de septiembre)

Considerado como el artífice del “milagro educativo portugués”, el exministro de Educación y Ciencia de Portugal durante los años 2011-2015, Nuno Crato, explicará en el foro de debate telemático ‘Fòrum Episteme′ la importancia de los contenidos, el esfuerzo, la exigencia y la evaluación como bases fundamentales para el progreso educativo en el presente siglo.

 

Bajo el título: «Portugal. Una reforma educativa basada en el conocimiento», el matemático y estadístico portugués revisará las evidencias científicas que pudo implementar durante su mandato. Crato consiguió un gran salto en los resultados de las pruebas internacionales PISA y TIMSS del alumnado portugués que se situaron por encima de la media de la OCDE. En TIMSS, los alumnos de cuarto curso alcanzaron puntuaciones más altas en matemáticas que varios países con éxito educativo como Finlandia.

Es autor de varios libros sobre temas de divulgación científica, educación y matemáticas, y es una solvente voz en la búsqueda de mejores modelos y enfoques educativos.

La Fundación Episteme invita a todas aquellas personas preocupadas por los cambios educativos a escuchar y a preguntar a uno de los mayores y mejores expertos en esta materia para reflexionar y comprobar cómo la reforma portuguesa fue posible bajo un modelo basado en el conocimiento.

La cita será el miércoles, 21 de septiembre a las 18:30h. Traducción simultánea portugués-español. La inscripción es gratuita y las plazas limitadas.

Puede reservar su asistencia clicando aquí o encima de las imágenes.

Currículo de mínimos y competencias básicas

Imagen de Heidi Varjo en Pixabay

No hay una gradación, por ejemplo, de 5 a 10 en los términos clásicos, porque no hay máximos. En esto consiste lo que se conoce como un currículo de mínimos. Parece obvio que, por la propia dinámica del proceso que se despliega a partir de esta premisa, un 10 de ahora es un 5 de antes.

 

Xavier Massó | @XmaSecundaria

Este mes de agosto, el Departament d’Educació ha publicado los resultados de las pruebas de competencias básicas correspondientes al curso 2021/22, que se realizan a los alumnos de 4º de la ESO: decepcionantes; los peores desde que se llevan a cabo este tipo de pruebas. El Departament y sus pedagogos en nómina lo han atribuido a la pandemia, pero hay razones para sospechar que se trata de una mala excusa, que se está empezando a convertir en un chivo expiatorio demasiado recurrente: hace dos años y medio del confinamiento, y tampoco fue tan largo. Además, recordémoslo, los que ahora dicen esto son los mismos que no paraban de asegurarnos que la escuela funcionaba con toda normalidad… ¿O acaso no era así?

Hay también otra razón que induce a sospechar que estamos ante un pretexto con finalidades exculpatorias. Atenidos a la inmediatez del aquí y ahora, con frecuencia incurrimos en una interpretación descontextualizada de las estadísticas. Un pequeño incremento de la nota media en las pruebas de un año, en relación con el anterior, no significa necesariamente que estemos mejorando, de la misma manera que un decremento tampoco implica que estemos  empeorando. En ambos casos puede responder a variables como que las pruebas fueran más fáciles o más difíciles que el año anterior; o a cualquier otro factor puntual, como, por qué no, admitámoslo, la propia pandemia. Pero la cuestión no es esta, sino la tendencia que marcan los resultados globales, año tras año, durante un periodo de tiempo suficientemente amplio.

Y es que, además, desde esta perspectiva, no parece que a la pandemia se la pueda culpar de una tendencia decreciente que ya venía de antes. Y si, según asegura el Departament, la pandemia fuese realmente la causa de este empeoramiento, entonces también podríamos atribuirle a esta misma pandemia la reciente e inusitada proliferación de excelentes en los expedientes académicos, y de dieces en la selectividad –hechos, ambos, igualmente innegables-. En situación de confinamiento, y privados de cualquier otra actividad, los alumnos de bachillerato se habrían dedicado con todas sus fuerzas a estudiar, y ahora estarían recogiendo los frutos de su esfuerzo. Al contrario que los de la ESO, más inmaduros, que se habrían volcado en exclusiva hacia  actividades puramente lúdicas. Y todos contentos. Una inferencia, esta, que muy acertadamente por cierto, nadie ha establecido.

En otro orden de cosas, hemos de tener muy presente que, cuando hablamos de la pruebas de competencias básicas, lo estamos haciendo de unos exámenes de contenidos mínimos previamente minimizados. Tenemos un currículo de mínimos –los famosos aprendizajes «esenciales», frente a los «deseables», en palabras de César Coll, gurú de la LOGSE de hace treinta años, y de la LOMLOE de hoy en día-. Es decir, hay unos saberes mínimos que se han de alcanzar, cuya acreditación supone la superación del curso o de la etapa. No hay una gradación, por ejemplo, de 5 a 10 en los términos clásicos, porque no hay máximos. En esto consiste lo que se conoce como un currículo de mínimos. Parece obvio que, por la propia dinámica del proceso que se despliega a partir de esta premisa, un 10 de ahora es un 5 de antes. Y aunque todavía no sea así del todo por cuestiones de inercia académica, sí que un 10 de hoy equivale, en la mayoría de casos, a un 6 o un 7 de antes –siendo generosos- ¿Qué podemos decir entonces de un 5?

Y la prueba de competencias básicas resulta que consiste en extraer de este currículo que ya es de mínimos minimizados, unos contenidos aún más minimizados, jibarizados, reducidos ahora a lo absolutamente irrenunciable e irreducible, por elemental, básico. Salta a la vista que, con tanto reduccionismo previamente reducido, sería de esperar que la única nota que acreditara la superación de la prueba de competencias básicas debería ser un 10. Haberlo hecho todo bien. Al menos si tan básicas son y atendiendo a su propia denominación. Pues bien, resulta que no es así, sino que, por decirlo en términos de 1 a 10, una nota de 5 supone haber superado exitosamente la prueba.

Aprendemos de lo que se nos enseña, todo, parte o nada. En un sistema educativo «normal», la valoración que supone la obtención de una determinada nota está contextualizada en un marco de referencia entre unos máximos y unos mínimos; entre un 10 y un 5, donde el 10 es el máximo teórico, y el 5 el mínimo, por debajo del cual se considera que no se está en condiciones de haber superado la materia en cuestión. Si, en cambio, resulta que ponemos los mínimos en lo que antes era un 5, ahora este será un 10 en el nuevo marco ¿Y qué será un 5? Y cada vez que repitamos el proceso reduciendo los contenidos curriculares, entraremos en un nuevo marco de mínimos, cada vez más minimizados.

¿De qué nos extrañamos, entonces, cuando cada vez hay más alumnos que no alcanzan los mínimos establecidos, los más elementales y básicos, esenciales? No parece sino que es de extrema urgencia revertir esta tendencia. Pero no es a los alumnos hacia dónde debemos mirar, sino hacia las autoridades educativas que, con cada nueva ley, vacían aún más de contenidos unos currículos que, bajo mínimos a su vez rebajados, se convierten entonces en nuevos máximos de referencia. Y esto está ocurriendo desde mucho antes de la pandemia.

Y si en el próximo curso resulta que las notas medias experimentan una mejora, no nos llevemos a engaño: no fuere porque el sistema educativo hubiese mejorado en un año y corregido su deriva, replanteándose su propio modelo –no lo está haciendo, sigue perseverando con una contumacia irredenta- sino porque las pruebas habrían sido más fáciles. Este es el verdadero problema educativo que estamos padeciendo, no la pandemia.

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Xavier Massó es presidente de la Fundación Episteme y catedrático de secundaria por la especialidad de Filosofía. Autor del libro ‘El fin de la educación’. 

Solo lo negado (II)

Imagen de Dr StClaire en Pixabay

Sometido a un proceso de alienación en las duras sociedades postindustriales de consumo, y para sobrevivir en ellas, los planes de estudio humanísticos han tenido que mutilarse y por ello sacrificar la excelencia, la complejidad, la inteligencia y sutileza de sus contenidos, en especial los aspectos más inquietantes y perturbadores que podríamos heredar de la tradición. Entre los bienes anulados más preciados está el cultivo de los saberes inútiles.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

Todo ser humano necesita dotarse de arquetipos que le sirvan de punto de referencia moral y guía intelectual, aunque sea para desecharlos una vez asumidos, y también para sujetarse a la vida y arraigarse en este mundo sin falsos miedos ni falsos consuelos. La literatura produce esos grandes arquetipos universales que al modo de un juego de espejos reflejan la realidad y nos muestran a través de la elaboración del gusto y la belleza cómo se eleva y degrada la condición humana, cómo sufren y gozan los hombres y cómo combaten o aprenden a habitar la soledad. Proporciona una visión imprescindible de la experiencia humana en un orden narrativo, ofrece un relato unitario (por muy posmoderno que se quiera) de aquello que en la vida se nos presenta como fragmentario e inconexo. Pensar, como escribir, es poner orden al desorden que nos rodea. La literatura sencillamente sistematiza ese orden perdido en la realidad y esas irrenunciables experiencias humanas universales. Porque la vida, a pesar de las diferencias étnicas y nacionales (siempre las más superficiales), es idéntica en todas partes: sean esquimales, indios del desierto, polinesios, romanos del imperio o taxistas en Nueva York, todos los seres humanos tienen el mismo tipo de cuerpo y cerebro, la misma naturaleza humana, están sometidos a las mismas leyes biológicas y a los mismos premios y castigos del azar (incluso los geográficos, tan decisivos). Todos anhelan amar y ser amados, y sufren cuando no lo consiguen, buscan alimento y bebida para saciarse, se debaten entre el deseo de libertad y la necesidad de seguridad, temen la muerte y la injusticia, rechazan el vacío, les tienta la violencia, se asustan ante la desorientación, y persiguen una felicidad matizada por el escepticismo cuando no conviven irónicamente con el absurdo y la fatalidad.

La tensión dramática es algo inherente a la literatura y la vida, surge de las conflictivas relaciones de los seres humanos, reales o de ficción, consigo mismos y su tiempo histórico. Nudos dramáticos propios del dinamismo fundamental de la existencia humana. Del mismo modo que el funcionamiento de una central eléctrica pone de manifiesto las leyes de la física, así hace la literatura con la vida. Desde su primera empresa literaria el hombre hace balance de su situación, y no parece haber avanzado en una respuesta definitiva, porque la materia es en sí misma abierta e inconclusa, además cabe preguntarse si ha retrocedido o progresado con el paso de los siglos. Los clásicos de la literatura más representativos son tragedias porque la vida, por su naturaleza efímera y mortal, es trágica. No hay ningún clásico optimista que sin ironía nos diga que todo saldrá bien o que todo sucede para bien en el mejor de los mundos posibles y que va a ir cada vez mejor de manera irrefrenable, como sucede en el Cándido volteriano. No hay clásicos falsos en ese sentido, pero sí falsos clásicos. Es cierto, no obstante, que muchos de ellos son intensas afirmaciones (aunque a veces muy serenas) de la voluntad de vivir, del anhelo de vida y del amor fati: ese querer lo que sucede, casi un amor mundi, sin aceptar su mendacidad y mentira. La especie humana subsiste porque millones de personas, con discreción o sin ella, han seguido insistiendo en vivir bajo un (des)orden artificial fruto de la creación y la imaginación. A veces, aspectos demasiado trágicos para cargarlos a solas, y en las difíciles condiciones terrenales, han podido sobrellevarse gracias a los otros mundos que crea la literatura: un sistema estético de representación de la realidad que logre distanciarnos de lo insoportable e intolerable para observarlo desde fuera, como un simulacro donde poder pensarlo.

A estas alturas de la sociedad del espectáculo y la cultura de masas nadie puede negar que el mundo se engaña y erosiona con el ornamento. Theodor W. Adorno en su malograda Dialéctica de la ilustración (1944-1947), advierte: » La vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto». Algo así ha sucedido con la enseñanza de las humanidades en nuestro sistema educativo secundario. Sometido a un proceso de alienación en las duras sociedades postindustriales de consumo, y para sobrevivir en ellas, los planes de estudio humanísticos han tenido que mutilarse y por ello sacrificar la excelencia, la complejidad, la inteligencia y sutileza de sus contenidos, en especial los aspectos más inquietantes y perturbadores que podríamos heredar de la tradición. Entre los bienes anulados más preciados está el cultivo de los saberes inútiles. La pasión desinteresada por el estudio, el pensamiento y el conocimiento como fines en sí mismos daban a la cultura el sentido de su grandeza y esa omnímoda libertad que raramente se experimenta con tal plenitud en ningún otro campo. Por su carácter improductivo y poco rentable se ha generado en la sociedad comercial cierta hostilidad y desprecio por las humanidades, llegando a cuestionar su necesidad en la enseñanza. Y es comprensible, aunque nefasta, tanta sospecha y animosidad dado el carácter agónico de un mundo como el de la producción (del consumidor) y el trabajo. Fatuos burócratas de escuelas y academias han salido en defensa de las humanidades, de su “importancia social” porque son esenciales para la “fabricación de ciudadanos críticos”, en una estúpida lucha gremial y sindical carente por completo de aliento. En esa defensa se incurre en la tentación de la inocencia o el pecado de la bondad tratando de justificar los estudios humanísticos por cuestiones morales y su incuestionable contribución a la mejora de la especie. Las humanidades ni nos hacen mejores moralmente, ni hacen mejores ciudadanos, ni nos solucionarán los problemas políticos, ni nos concederán la redención para salvarnos de las miserias y crueldades de la historia. No tengo ningún interés en defender su utilidad como no tengo ningún interés en defender la gastronomía, considerada como una forma sublimada y placentera de la necesidad de comer, ya que a mi juicio existe el mismo vínculo entre literatura y vida que entre la gastronomía y el hambre.

Una formación humanística ofrece una instrucción sólida sobre el sentido trágico de la existencia, supone la elección trágica en un mundo de incertidumbre sobre qué es lo que queremos y lo que pensamos realmente al margen de las confusiones del pensamiento rápido y automático del consumo y la publicidad. La enseñanza en humanidades debe apelar a ese sentimiento de los alumnos de vacío absoluto producido por la ostentación, la evasión y el puro entretenimiento. A su precario modo de estar en el mundo y a la posible frialdad, como un astro apagado, de sus relaciones personales entre compañeros y amigos, familiares y profesores, e incluso en sus primeros y decepcionantes escarceos eróticos. La tristeza serena, o melancolía anticipada, que viene tras cada placer inmediato que se ofrece como compensación y tras el cierre de cada etapa vital, ese abismo que se abre al finalizar el período disciplinario de la adolescencia, sólo puede comprenderse con una formación humanística. Tratar de aprender a pensar para prestar atención a la realidad y no sólo al ruido del mundo y la distracción generalizada sino para entender qué es lo que realmente está en juego, tiene que ver con tomar el control, con ser conscientes de qué elegimos para seguir vivos. Porque si los alumnos no se toman la molestia de pensar con gratuidad, a través de los saberes inútiles, entonces en la vida adulta sí que van a estar jodidos del todo. Esos alumnos todavía desconocen la terrible expresión “día a día”: el aburrimiento, la alienación del trabajo, las rutinas domésticas, las pequeñas frustraciones y desengaños familiares, las grandes pérdidas personales y amorosas, la precariedad y su adherida humillación, la soledad del fracaso, incluso el abandono de toda complicidad generacional. Y yo sostengo que este es el verdadero valor de la enseñanza en humanidades: cómo evitar vivir “respetables”, “cómodas” y “prósperas” vidas adultas, estando muertos y siendo inconscientes. Precisamente lo negado por la institución educativa en la cultura de masas.

Artículo anterior: Solo lo negado (I)

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

La privatopía educativa

Imagen de Andres Zunino en Pixabay

Un empresario toma decisiones sobre su negocio porque se juega su dinero, pero ¿es legítimo que un representante de la Administración actúe de manera similar en la gestión de recursos públicos? En nombre de no se sabe qué se promueve una metamorfosis educativa, una especie de privatopía que arrincona la lógica del sistema público atribuyendo una supuesta y connatural eficiencia a la gestión privada.

 

Josep Oton

Como decíamos hace unos días, el currículo LOMLOE propone unos saberes líquidos que liquidan los conocimientos. Para muchos se trata de una estrategia empleada para reconfigurar la enseñanza pública, en una especie de reset. Pero no es la única estrategia. Otra ha sido ningunear la autoridad académica de los claustros, de los departamentos didácticos y, sobre todo, del profesorado.

La desconfianza hacia la escuela pública va en aumento. El colapso de los sistemas excesivamente burocratizados o la ineficacia endémica de las estructuras funcionariales contaminadas por la corrupción ha cuajado en el imaginario colectivo hasta hacernos creer que el ámbito privado funciona mejor que el público.

Esta manera de pensar nos ha llevado a desacreditar la escuela pública, acusándola de falta de resultados. La consecuencia es la voluntad política por parte de algunos de deconstruir la esencia del sistema educativo público introduciendo elementos del mundo empresarial.

La escuela pública, como mínimo hasta ahora, se fundamenta en la provisión de puestos de trabajo a partir de los principios de igualdad, mérito y capacidad, realizada a través de unos procesos de selección objetivos y transparentes. Su funcionamiento obedece a la esencia del Estado de derecho: cualquier actuación debe seguir las directrices de las normas escritas para evitar arbitrariedades. El objetivo está claro: poner al alcance de toda la población el legado cultural recibido para que no se convierta en un privilegio de determinados grupos sociales. Así mismo, la libertad de cátedra garantiza la pluralidad, la clave de bóveda de la democracia.

Además, la función de la escuela, como la de otras instituciones públicas, no se limita a garantizar la oferta de servicios básicos a la globalidad de ciudadanos, sino que vertebra un Estado, es decir, le confiere estabilidad a la vez que lo protege de las vicisitudes de la vida política.

Ahora bien, parece que va calando una fake new: el modelo público está en bancarrota porque no se adapta a los nuevos tiempos. Entonces se propone una gestión basada en criterios teóricamente más empresariales, incrementando la posibilidad de elegir a los profesionales, flexibilizar el funcionamiento de los centros y adaptar las enseñanzas a los criterios de los gestores de turno.

Un empresario toma decisiones sobre su negocio porque se juega su dinero, pero ¿es legítimo que un representante de la Administración actúe de manera similar en la gestión de recursos públicos? En nombre de no se sabe qué se promueve una metamorfosis educativa, una especie de privatopía que arrincona la lógica del sistema público atribuyendo una supuesta y connatural eficiencia a la gestión privada.

Ya existe un sector de iniciativa privada, o social, en la educación. Quizás algunos pretenden hacer una copia puesto que desconfían del sistema público -y también del concertado- porque, en el fondo, pretenden hacer uno de nuevo: el suyo. Quizás son los mismos que, durante años, han escatimado los recursos con la excusa de los recortes para superar la crisis. O, tal vez, aspiran a controlar la educación para implantar su modelo social, su particular utopía. Crear un tipo determinado de escuela no sería más que un paso previo para construir su proyecto de sociedad

Para llevar a cabo esta aspiración con fuertes reminiscencias rousseaunianas la escuela pública se convierte en una traba y hay que desmantelarla. Está claro, parece más legítimo si se justifica con argumentos como la innovación (pedagógica y de gestión) sin revelar las verdaderas intenciones.

Lo que es de todos queda en manos de unos cuantos. Renace la sombra del ancestral caciquismo hispánico que se introduce subrepticiamente en las instituciones creadas para combatirlo. Un neofeudalismo educativo puede hacer implosionar el sistema escolar público del cual muchos nos sentimos orgullosos.

La reciente sentencia del Tribunal Supremo al recurso contra el Decreto de Plantillas presentado por la Asociación de Catedráticos (ACESC) y por el Sindicato Profesores de Secundaria (ASPEPC·SPS) nos hace pensar que todavía disponemos de herramientas para evitar la degradación de la enseñanza pública, una institución esencial cuya función es garantizar la pluralidad, la equidad y la ecuanimidad en una sociedad que aspira a ser  democrática.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

Analfabetismo posmoderno

Imagen de Gino Crescoli en Pixabay

Tal vez el currículum líquido que ahora se nos prescribe comporte una disimulada liquidación de los conocimientos. Al rechazar los contenidos estructurados, secuenciados y sistematizados podemos perdernos en el laberinto de las redes. A pesar de tener la sensación de avanzar, en realidad estamos dando rodeos sin llegar a ninguna parte.

 

Josep Oton

Estamos inmersos en un cambio radical en la concepción del sistema educativo. La enseñanza globalizada, competencial y por proyectos está transformando la actividad en el mundo escolar. Quizás se trata de un intento de convertir la escuela en un reflejo de la sociedad.

Indudablemente las nuevas tecnologías son un potente revulsivo educativo. Pero también es cierto que, en su momento, la invención de la escritura, del libro o de la imprenta revolucionaron la manera de gestionar los conocimientos. Aun así, el cambio se produjo en el “cómo” transmitirlos y no tanto en el “qué”, en los contenidos. A pesar de que la técnica aportaba nuevas vías para comunicar lo que se sabía, nadie ponía en entredicho el valor del conocimiento.

Hoy parece que ya no es así y la técnica, en vez de ser una aliada del saber, se puede convertir en una trampa si acaba siendo un fin en sí misma. Por supuesto, las herramientas no tienen la culpa, sino la manera cómo son utilizadas.

El auténtico debate no es tecnología sí o no. La nostalgia de un paraíso pretecnológico es una aberración. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el desarrollo técnico coincide con un cambio de mentalidad conocido como pensamiento débil o posmoderno. Podríamos discutir qué es causa y qué es consecuencia, pero seguramente no llegaríamos a ninguna parte.

El problema radica en una concepción líquida del conocimiento. Entonces, el orden, la estructura, pierde importancia. Es difícil no dejarse seducir por las redes. Rompen la rígida compartimentación del saber. Nos imbuyen de la sensación de tener a nuestro alcance toda la información. Dedicando un poco de nuestro tiempo nos convertimos en expertos en un tema. Basta con unas cuantas consultas en internet…

En el aula, se fragmentan los contenidos y se reagrupan en nuevas combinaciones teóricamente más creativas. Al fin y al cabo, se deconstruye el conocimiento. Se intenta despojarlo del orden lógico de las disciplinas académicas y se renuncia a la secuenciación que dosifica su asimilación. Hay que partir del aquí y del ahora, de las necesidades inmediatas, de los intereses personales.

El individuo -el alumno- se erige en el gran gestor de la información. La opinión personal -en ocasiones denominada “espíritu crítico”- se convierte en el referente esencial, en el criterio de veracidad. Entonces, la objetividad del conocimiento se puede presentar como un enemigo de la libertad y, en consecuencia, se acaba confundiendo el subjetivismo con el verdadero anhelo emancipador. El capricho, la motivación o la curiosidad asumen la dirección del aprendizaje.

En una actitud adolescente, se desconfía de lo que nos viene dado y aprender se convierte en una especie de aventura, una búsqueda constante de novedades, que procura deshacerse de unos referentes previos con aspiraciones de objetividad.

No se puede, ni mucho menos, desdeñar la creatividad. Aun así, tan solo es una pieza más en el entramado mental que conduce a la adquisición y acumulación de conocimientos. Si bien conviene incentivar la investigación, no se puede partir de cero. Hay que tener presente el estado de la cuestión, es decir, qué se ha descubierto previamente.

Tal vez el currículum líquido que ahora se nos prescribe comporte una disimulada liquidación de los conocimientos. Al rechazar los contenidos estructurados, secuenciados y sistematizados podemos perdernos en el laberinto de las redes. A pesar de tener la sensación de avanzar, en realidad estamos dando rodeos sin llegar a ninguna parte.

Empeñados en hacer algo original, obviamos las aportaciones de los otros. Obcecados por el afán de ser competitivos, buscamos la autosuficiencia. Entonces, la autonomía puede ser un espejismo narcisista.

Vivimos en una sociedad posmoderna, lo cual no sería posible sin las aportaciones de la modernidad. Sin su legado, hoy no podríamos decidir qué queremos hacer. Ahora bien, si privamos a las nuevas generaciones de la herencia cultural que les corresponde, ¿dispondrán de los conocimientos necesarios para decidir libremente en qué sociedad quieren vivir? O, ¿los hemos encerrado sutilmente en un laberinto de saberes líquidos prescindiendo del hilo de Ariadna, un criterio de ordenación?

Pensemos que un analfabeto no es tanto quien no conoce las letras, sino quien ignora el orden que les confiere un significado.

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Josep Oton es catedrático de Historia y secretario de la Fundación Episteme.

¿Currículo o Ridículo?

Imagen de jacqueline macou en Pixabay

Introducir ámbitos, competencias de la manera que se está haciendo, es destruir el armazón de la propia noción de currículum. Porque permitir que cada centro pueda llegar a hacer su propio currículum adaptado es liquidar la idea de igualdad en el sistema educativo. Y porque imponer por ley la promoción automática de curso y el aprobado general, es sublimar administrativamente el fracaso del pedagogismo constructivista que se ha impuesto como dogma educativo desde hace treinta años.

 

Xavier Massó | @XmaSecundaria

El currículo es, sin duda, la bestia negra de los innovadores educativos, de los mediocres y de los adanistas. Y es también el gran enemigo del ABP –Aprendizaje Basado en Proyectos-, del aprendizaje por descubrimiento, por competencias, por ámbitos, del autoaprendizaje, de la gamificación, de las «flipped clasrrom»… Y el castrador oficial de la educación emocional. Mientras siga habiendo currículum, nos dicen, seguiremos con unas enseñanzas memorísticas y anticuadas –como el teorema de Pitágoras y el principio de Arquímedes, hemos de suponer-, que los profesores seguirán explicando en sus clases magistrales, y que los alumnos vomitarán en los exámenes, para olvidarlas a continuación. Esto se nos está diciendo, y este es el palo del que van las consejerías y los ministerios educativos de este país.

No deja de ser curioso que sean insensibles al hecho de que, después de tantos años «anticurriculares», la enseñanza siga sin mejorar. Más bien al contrario, sigue empeorando hasta límites que, una vez habiendo tocado fondo, ya estamos empezando a cavar en el suelo. Cada vez que se impone una nueva reforma, se jibariza aún más el currículum, se denuesta a las clases magistrales y se proscribe cualquier forma de memorización y de incentivación del esfuerzo, a la vez que se nos vende el nuevo bálsamo de Fierabrás que nos llevará a la Arcadia educativa que hasta ahora había sido tan huidiza. Y cuando a los pocos años –poquísimos con frecuencia- se pone en marcha una nueva reforma, otra vez la misma cantinela, la misma jerga, que si la memoria, que si las clases magistrales, que si los currículos… El día de la marmota.

No parece tampoco que el gremio de innovadores practique la renovación, ni de personal ni de ideas, que considera tan sana para los demás. Como el capitán Araña, que a la gente embarca mientras él se queda en España. No hace falta decir nombres, pero muchos de los que pergeñaron la LOGSE hace treinta años, siguen siendo los mismos que han hecho lo propio con la LOMLOE, anteayer, como quien dice; con las mismas recetas de antaño, eso sí, empeoradas: ¿No querías sopa? Dos platos. Una sopa que sigue siendo el mismo brebaje infecto de siempre. Y es que se repiten más que el ajo. La verdad es que, a estas alturas, se les está poniendo cara de Sísifo a tan dilectos y provectos sujetos. Con la diferencia que para el pobre Sísifo del mito griego, sus tareas eran para él un castigo; en este caso, en cambio, los castigados por sus tropelías educativas somos los que estamos sufriendo a este hatajo de farsantes. Daría para un sainete… si no fuera porque llevamos ya una cuantas cohortes generacionales malogradas escolarmente por culpa de estos vendedores de humo.

¿Pero, por qué esta «curriculofobia»? Vayamos al diccionario de la RAE para ver qué nos dice al respecto. ‘Currículo: plan de estudios’. Ni más ni menos. ¿Y qué es un plan de estudios? La secuenciación diacrónica de las materias, contenidos y destrezas que hay que aprender en una etapa académica determinada, desde una perspectiva progresiva y procesual. Tan simple como que parece aconsejable enseñar a sumar, a restar, a multiplicar y a dividir, antes de enseñar raíces cuadradas. Porque si alguien ignora dichas nociones aritméticas, no podrá entender qué es una raíz cuadrada. Sin más. Acaso sea muy competente apretando la tecla de la calculadora con el signo «p», pero esto no es saber qué es una raíz cuadrada. Una mona debidamente adiestrada también lo podría hacer. En realidad, las hay que ya lo han hecho, pero no por esto diremos que la mona sabe resolver raíces cuadradas. ¿Verdad que no?

En definitiva, un currículum, en Primaria, en Secundaria o en la Universidad, es la suma de los contenidos y las destrezas relacionadas con dichos contenidos, que se han de haber aprendido para acreditar un mínimo aprovechamiento en el aprendizaje. Y está organizado de manera que lo aprendido a lo largo del proceso, nos ponga en condiciones de acometer el aprendizaje de ulteriores contenidos que, sin los previos, serían inabordables. Y si cuestionamos formalmente esto, como se está haciendo, entonces lo que estamos cuestionando es la propia idea de sistema educativo, y lo estamos convirtiendo en un juego de despropósitos.

Podemos cuestionar materialmente los currículos, sus contenidos. Podemos pensar que son demasiado extensos o demasiado cortos; demasiado densos o demasiado ligeros. Que no están bien estructurados, que excluyen conocimientos importantes o que incluyen a otros que son triviales y negligibles. Que adolecen de progresividad en su secuenciación, que son dispersos… Que la dilución de materias en ámbitos es desaconsejable o que los proyectos requieren de una sólida base previa en las materias implicadas, y que de lo contrario son un fraude. Y podemos decir que esto no es un currículo, sino un ridículo académico. Y un fraude social.

Todo esto es precisamente lo que muchos llevamos años criticando de los currículos de los últimos tiempos, muy especialmente de los más recientes, los establecidos por la LOMLOE, encaminados a disolver con su dispersión la propia idea de currículum. Porque introducir ámbitos, competencias de la manera que se está haciendo, es destruir el armazón de la propia noción de currículum. Porque permitir que cada centro pueda llegar a hacer su propio currículum adaptado es liquidar la idea de igualdad en el sistema educativo. Y porque imponer por ley la promoción automática de curso y el aprobado general, es sublimar administrativamente el fracaso del pedagogismo constructivista que se ha impuesto como dogma educativo desde hace treinta años.

Por esto están contra la idea de currículum, porque nos indica qué es lo que hay que enseñar. Y de lo que se trata no es de enseñar, sino de cubrir el expediente con el remedo de la escolarización obligatoria reducida simplemente a esto: escolarización sin más atributos, a estar allí. Que todo parezca que sigue siendo lo que dejó de ser hace ya mucho tiempo. Con un currículo previamente establecido, este nos podrá estar recordando que acaso no estemos haciendo bien las cosas. Si en cambio, nos lo hacemos nosotros mismos, ¿qué puede fallar? Pero si la escuela ya no enseña, entonces, ¿qué se está haciendo allí?

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Xavier Massó es presidente de la Fundación Episteme y catedrático de secundaria por la especialidad de Filosofía. Autor del libro ‘El fin de la educación’. 

Solo lo negado (I)

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Sin duda alguna, las crisis son una oportunidad para replantearse preguntas, y para sufrir cruelmente en ellas. En este sentido existe una íntima relación entre la crisis del periodismo y la crisis de la educación como sistemas de representación que explicaría la actual degradación e insolvencia de la democracia liberal.

 

Yeray Rogel Seoane @YerayRogel

Un mundo paralelo al tradicional se estaba creando en internet mientras yo crecía, en el paso del adolescente al joven ya marcado por la pérdida de la inocencia. Nacían las redes sociales instaurando otras convenciones a las ya conocidas; y debo confesar que todavía me parecen extrañas y ajenas. Tuvo innumerables consecuencias la creación masiva de nuevas costumbres morales y estéticas en los modos de socialización. Incrementó en complejidad y cantidad sus relaciones, su conectividad, eficacia y rapidez. Una inmediatez caprichosa, frenética, y en la mayoría de los casos algo frívola y estúpida.

Esta segunda naturaleza digital parece haber logrado que la geografía del mundo y la incomunicación ya no sean un grave problema ni un obstáculo insalvable, sino una mera anécdota en la vida de la gente. Se ha fijado el sentido último que rige la norma en la hiperconexión para aplacar la incurable soledad humana. Y no hay espacio en este artículo para explicar por qué no sólo no lo han conseguido sino que ha sucedido todo lo contrario. Como si la curable o incurable soledad siguiera siendo el coto vedado de la literatura.

A mi juicio el elemento más perturbador de las redes sociales, constantemente olvidado por su sutileza, es su responsabilidad en la crisis del periodismo y la disolución de sus formas: de la autoridad intelectual que supuestamente lo regía. Sin duda alguna las crisis son una oportunidad para replantearse preguntas, y para sufrir cruelmente en ellas. En este sentido existe una íntima relación entre la crisis del periodismo y la crisis de la educación como sistemas de representación que explicaría la actual degradación e insolvencia de la democracia liberal.

Antes de las redes se pertenecía a una sociedad (occidental) donde el periodismo todavía era el principal medio de acceso y representación de la realidad en la vida pública, según criterios de objetividad que establecían la veracidad o falsedad de las representaciones. No es necesario decir que la mayoría de las veces se suprimían esos criterios de racionalidad y prudencia por ideología, negligencia, acidia, intereses espurios o malicia, pues el modelo de negocio más rentable era la diseminación de las mentiras. Es decir, la burda propaganda.

Jean François Revel abría así su excelente ensayo El conocimiento inútil: “la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”. Ni el sexo, ni el dinero, ni el poder, sino la mentira. A pesar de ello el periodismo todavía disponía del monopolio de la comunicación y la información reconocidas como formas de conocimiento, sometido a la autoridad moral e intelectual de un prescriptor público cuya función era realizar análisis sobre los hechos del mundo. Cualquier periodista podía desmontar la mentira en el momento en que esta era exhibida y denunciar al mentiroso a través de métodos comunes de racionalidad cuyo proceso y objeto a desmontar eran evidentes y podían ser compartidos con mayor o menor dificultad. Podían ser asequibles y estar disponibles a todos a través del guion o marco del mundo que suponía el orden del periódico como artefacto intelectual. Sin duda ese ejercicio siempre fue de minorías y con demasiada frecuencia fracasaba. Pocos querrían escuchar la verdad, o dedicar su tiempo a buscarla desinteresada y apasionadamente, pero todo el mundo sabía que existía, no dudaban de su realidad por muy difícil, fragmentaria, e insuficiente que fuera su obtención. La verdad importaba, aunque fuera sencillamente para destruirla.

La práctica en redes sociales, y su propia estructura, son la más férrea disolución de ese viejo y negligente paradigma, de su prestigio y su inusual grandeza. Es una situación paradójica: ¿cómo explicar que en las sociedades más modernas y desarrolladas tecnológicamente la misma abundancia de información accesible y conocimiento disponible excite más bien el deseo de ocultarlo, manipularlo o deformarlo en vez de su libre y exitosa circulación? Siempre la verdad, tenida en su importancia, ha despertado más resentimientos que satisfacciones, generando más peligros y temores que la seguridad de un poder falaz y controlable. ¿Pero cómo explicar su actual desprecio social en parlamentos, escuelas y periódicos?, ¿cómo explicar que una sociedad abierta con la mayor cantidad de medios de la historia a su disposición para conseguir acercarse parcialmente a la verdad, y reconstruir sus pedazos como los de un espejo roto, prefiera ignorarla?

El complejo mecanismo de la mentira todavía sigue funcionando en los periódicos, televisiones, radios y portavoces del gobierno, al mismo tiempo que en las redes sociales su cuestionamiento (o las preguntas anteriores) carece de relevancia. Hannah Arendt en su reflexión sobre los elementos de la ideología totalitaria, contenido en su impresionante libro Los orígenes del totalitarismo (1951), destacaba como característico del sujeto totalitario no solo al nazi o comunista soviético fanatizados, perfectamente definidos por la estética de la violencia y la miseria de la ideología, sino por esta incapacidad de distinguir entre ficción y realidad, verdad y mentira, entre culpables e inocentes, entre verdugos y víctimas; desafiando dogmáticamente y sin inteligencia las categorías clásicas del pensamiento político occidental. ¿Acaso no es eso la posverdad?, ¿no son eso, en un sentido profundo y general, las redes sociales?

La diferencia entre posverdad y la antigua propaganda (y aquí sigo las lúcidas meditaciones de Arcadi Espada) es que esta reconocía la existencia de la verdad y tenía interés en ocultarla para imponer la mentira, o su versión hipertrofiada de la realidad, mientras que aquella al suprimir la distinción entre verdad y mentira, al estilo relativista, elimina su relevancia e importancia y con ello su necesidad. Impregnando a toda la sociedad de esa indolencia, indiferencia y abulia tan características de nuestra erosionada época. Aunque el totalitarismo en su forma de Estado policial y en su plenitud destructiva de violencia y muerte haya desaparecido, al menos de la mayor parte del mundo conocido, es cierto que queda todo un campo de fantasmagorías en el capitalismo tardío que reproduce los pecios de ese naufragio totalitario, sobredeterminando nuestro tiempo. Y cuya máxima expresión es la posverdad. Pero sigamos.

De la misma manera que la antigua propaganda ha evolucionado en posverdad, la censura y autocensura clásicas lo han hecho hacia la cultura de la cancelación. En las tiranías políticas era imprescindible la identificación del enemigo para la supervivencia del régimen, quedaba clara la distinción entre amigo y enemigo dedicando todas las herramientas represivas a este fin. La persecución a escritores, periodistas, artistas u opositores civiles suponían una salida del marco político, una marginalidad respecto del arte oficial. La censura otorgaba un peso a lo censurado, lo situaba como contrapoder, otorgaba una singularidad a esa incómoda voz, ya que había que combatirla y suponía un peligro, un riesgo, su libertad suponía una ofensa e insufrible su regodeo. Lo censurado creaba un espacio de resistencia. Por el contrario, la sofistificación y refinamiento de la cultura de la cancelación, originaria en redes pero ya presente en universidades y medios de comunicación convencionales, supone la indiferencia de lo suprimido, despreciando el propio hecho de censurar, porque no se acalla su voz, sino que se la hace superflua, indistinta, sustituible, reemplazable por cualquier otra. Por la nada.

En el mundo libre el escritor ya no debe enfrentarse a los demonios del exilio, al asesinato, deportación o tortura, o a los campos de concentración y exterminio; por contraste puede dirigirse a su propia audiencia al comunicarse abiertamente, conviviendo con incómodas y desagradables censuras, pero no letales. Y ese encuentro con el exterior puede ser desolador para el autor. Nadie puede estar esperándolo ni querer oír su voz, ignorando la larga historia de persecución a intelectuales y la supresión de sus obras. Asimilable al vacío se trivializan su talento y disipan sus méritos ante el miedo. ¿Qué sucede entonces con el ensayo, la educación, el arte y la literatura cuando realmente no importa la veracidad o no de su palabra, ni se le permite al artista ofender, irritar o desprestigiar? ¿Qué sucede entonces con la resistencia, la oposición y disidencia política a formas de poder opresivas que han sido relativizadas por la posverdad?, ¿cómo afectan la posverdad y la cultura de la cancelación a las escuelas y a la Academia? ¿Puede aislarse la escuela pública y blindarse de este reflejo de la sociedad? ¿Qué efectos pueden tener en la educación y el conocimiento la desaparición de la verdad, la cancelación de autores incorrectos, o la indiferencia ante la palabra escrita y el trabajo intelectual? Ya hay demasiadas preguntas inquietantes en este artículo.

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Yeray Rogel Seoane (Barcelona, 1993), es licenciado en Filosofía por la UB. Editor de los blogs La víbora celta y Crónicas del desengaño, dedicados al análisis y crítica cultural del mundo político y la sociedad mediática. Actualmente prepara un ensayo biográfico (recogiendo la vida y obra de Gregorio Morán y Santiago López Petit) sobre la memoria política y cultural de la Transición.

De la ley al aula

De la ley al aula. Crónica de la educación en España. 1977-2022 de Felipe de Vicente Algueró, es un recorrido cronológico por las reformas educativas españolas desde la Transición, empezando por las bases de la política educativa contenida en la Constitución. Este webinar contará con la participación de Felipe de Vicente, Rosa M.ª Mariño, Josefina Cambra, Jesús de la Villa y Xavier Massó.

 

Para acceder al webinar clica sobre la imagen:

 

• Felipe de Vicente. Autor del libro De la ley al aula. Vicepresidente de la Fundación Episteme. Consejero Titular del Consejo Escolar del Estado por el grupo de personalidades de reconocido prestigio. Licenciado en Filosofía y doctor en Historia.

• Rosa Mª Mariño. Doctora en Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid. Secretaria de la Comisión Ejecutiva de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC) y coordinadora de su Comisión de Secundaria. Doctora en Filología Clásica.

Josefina Cambra. Presidenta del Consejo General de Colegios de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y en Ciencias. Miembro del Consejo Escolar del Estado, como personalidad de reconocido prestigio en el campo de la educación y la renovación pedagógica. Licenciada en Ciencias.

Xavier Massó. Presidente de la Fundación Episteme. Catedrático de Enseñanzas Secundarias por la especialidad de Filosofía. Autor del libro, El fin de la educación. Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Licenciado en Antropología Social y Cultural.

Jesús de la Villa. Presidente de la Comisión Ejecutiva de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Catedrático de Griego de la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro de la comisión ejecutiva del Consejo Internacional para la Filosofía y las Ciencias Humanas, organismo asociado a la Unesco.

 

Modera: Eva Serra, directora ejecutiva de la Fundación Episteme.

Fórum en formato seminario virtual “webinar” celebrado el miércoles, 18 de mayo de 2022.

→ Vídeo resumen aquí

 

Entrevistas con el autor:

«La LOMLOE es la ley que más rechazo está provocando entre el profesorado»

«Las leyes orgánicas no están para decirte qué metodología aplicar»

El «conocimiento poderoso» se reivindica en Valencia

La Asociación Ocre reunió en Valencia a un nutrido grupo de expertos docentes para analizar la realidad educativa bajo una mirada crítica

«Fue crítico, sí, y sin concesiones a la galería, pero siempre y en todo momento dichas críticas lo fueron solventemente amparadas en el conocimiento poderoso, ése que las autoridades educativas y sus agentes pedagógicos quieren erradicar de nuestro sistema educativo, reemplazándolos por «mantras» como la «inteligencia emocional».

 

Xavier Massó @XmaSecundaria

Algunos bromeaban en los previos al comienzo, mientras la gente se saludaba o se reconocía ante la sede de UGT, diciendo que aquello iba a parecerse a un encuentro de twitteros, blogueros y facebookers. Una broma inteligente, de aquellas que el propio que la emite sabe, con la complicidad de los que asienten, que no es verdad; que se está diciendo para no hacerse demasiadas ilusiones y quitarle importancia a lo que ya se estaba viendo que la iba a tener… y mucha.

El congreso estaba organizado por un grupo de profesores valencianos que recientemente habían constituido la Asociación OCRE, que se lo han currado de verdad –Irene, María, Javier, Pepe…-, algo de lo que puedo dar fe por haber colaborado modestamente con ellos desde la Fundación Episteme, una colaboración de la cual, la verdad, más tenemos nosotros que agradecerles a ellos –por habernos ofrecido la oportunidad de participar en este evento-, que ellos a nosotros. Vaya de nuestra parte, en nombre propio y en el de la Fundación Episteme, nuestro más sincero agradecimiento y enhorabuena por la iniciativa. Se lo tienen sobradamente merecido.

Muy pronto se pudo comprobar que el acto no iba a tener nada de reunión folclórica de twitteros extravagantes ni de profesores chiflados. El acto comenzó con una conferencia magistral del profesor Juan Quílez, catedrático de Física y Química, quien puso los puntos sobre las íes en el desenmascaramiento de la jerga STEM y la parafernalia de que suele ir acompañada, a la cual subyace un modelo empresarial de concepción puramente instrumental de la ciencia. Y lo hizo con rigor científico, con método y con tono profesoral, en el sentido más noble de este término. Si alguien esperaba un comienzo «ligero» para ir entrando en onda, se debió llevar un desengaño: fue toda una zambullida que marcó la línea de lo que iba a ser el tono general de la jornada en sus sucesivos formatos.

Luego vinieron las mesas de debate y los participantes con sus ponencias. Muchos de ellos –quien esto suscribe, entre otros-, venían de fuera de Valencia, invitados por la organización: Madrid, Castilla-La Mancha, Cataluña… combinados con profesores de la propia Comunidad Valenciana; todos, unos y otros, docentes con publicaciones y reconocimiento acreditado en materia educativa y, a la vez, de muy amplio arco generacional: desde algunos que apenas alcanzaban la treintena, a otros en edad más avanzada y, en algunos casos, ya jubilados. Hay relevo generacional, y de contrastada calidad, entre los tan denostados «profesaurios». Ergo, hay esperanza.

Cada mesa de debate versaba sobre un tema relacionado con la educación, sobre el cual trataban introductoriamente cada uno de los participantes con una breve ponencia de 15-20 minutos, para entrar luego en el debate y el intercambio de opiniones, con la participación de los asistentes. Fueron en total cuatro mesas con otros tantos temas: «Políticas y soberanía educativa», «Innovación educativa. Diversidad metodológica y organizativa», «Medios de comunicación y difusión de la información. Pseudociencias en educación» y «Nuevos currículos. Visión de los especialistas docentes». En total, 20 ponentes, todos ellos de las más variadas especialidades; la mayoría de Secundaria, con algunos de Primaria y de Universitaria. En definitiva, la docencia en pleno, en toda la extensión del término. Y un día muy intenso.

Mentiríamos si dijéramos solamente que fue un congreso «crítico» con el sistema educativo actual –por igual de desvencijado en la mayoría de las CCAA- y con las políticas educativas y los modelos pedagógicos que se imponen desde los poderes públicos. Y decimos que estaríamos mintiendo porque fue mucho más que eso. Fue crítico, sí, y sin concesiones a la galería, pero siempre y en todo momento dichas críticas lo fueron solventemente amparadas en el conocimiento poderoso, ése que las autoridades educativas y sus agentes pedagógicos quieren erradicar de nuestro sistema educativo, reemplazándolos por «mantras» como la «inteligencia emocional», los «aprendizajes basados en proyectos», el abandono de los contenidos de conocimientos y una vorágine propagandística «innovadora» que no resiste el análisis mínimamente riguroso, ante el cual se nos muestra en toda su vacuidad, como el modelo de un sistema educativo concebido como la proyección del sistema neoliberal sobre la educación, entendida como un producto de mercado más, mercantilizado como cualquier otro…

Se habló, se debatió y se propusieron alternativas. Y todo esto no lo llevaron a cabo burócratas alejados del aula, que desconocen su realidad y las especialidades académicas que con sus desmanes están erradicando, sino docentes con las respectivas titulaciones universitarias que los acreditan para su impartición, con conocimiento y experiencia sobradamente acreditadas, en defensa de un sistema educativo que verdaderamente forme a las futuras generaciones de una sociedad que queremos mejor que la actual, pero en cuya tradición hemos de basarnos para poder avanzar.

Como suele ser habitual en este tipo de eventos, brillaron por su ausencia los medios de comunicación, los mismos que una semana antes habían cubierto hasta la saciedad un encuentro educativo «oficialista» con ministras, consejeros, pedagócratas y toda la recua de correveidiles al caso. Allí sí estuvieron y se esmeraron con un tesón digno de mejor causa; aquí no. ¿Por qué será?

Pero no consiguieron ningunearlo. La información en las redes corrió como reguero de pólvora, y más aún correrá cuando los compañeros de OCRE cuelguen los vídeos del acto en la red. Muchos estamos ya esperándolos, expectantes, para empezar a darles toda la difusión que merecen. Ahora, de lo que se trata es de que se sienta implicada la gran estafada: la sociedad; una sociedad desinformada por décadas de intoxicación propagandística que ya no puede esconder sus insuficiencias ni el engaño sobre el que se ha construido el relato amable que se le está vendiendo.

Enhorabuena a Ocre y a todos los participantes, organizadores y ponentes. Desde la Fundación Episteme nos sentimos orgullosos de haber tenido la oportunidad de participar y colaborar. Y lo seguiremos haciendo. Hay mucho trabajo por delante.

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Xavier Massó es presidente de la Fundación Episteme y catedrático de secundaria por la especialidad de Filosofía. Autor del libro ‘El fin de la educación’. 

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